Capítulo 3: Herencia

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—He venido aquí ante su gloriosa presencia, a implorar por su ayuda...Mi dios, le ofrezco mi alma y voluntad...a cambio suplico me permitan usar la magia que aquí yace para así poder salvar a Jotunheim.

Loki se postró sobre el hielo con solo una pierna flexionada, inclinando la cabeza en señal de respeto y sometimiento; ciertamente se sentía fuera de su zona de confort ya que usualmente repudiaba doblar la rodilla.

—Este es mi hogar...yo juro que lo protegeré y a la raza de los Gigantes de Escarcha, desde hoy hasta el día en que el destino me arranque el último respiro, y en sus puras aguas descanse mi carne y espíritu por toda la eternidad.

Trataba duramente de disimular su ceño fruncido, el aura brumosa que lo envolvió dolía como mil demonios; le sentía penetrarle hasta el tuétano de los huesos.


No es merecedor...

—Ningún Jotun ha sido jamás tan diminuto...

—Sería un completo desperdicio...

—Solo mírenlo como tiembla...no tiene lo que se necesita...

—No, no es digno...

—No es digno...

—No es digno...


Quiso levantar la cabeza para descubrir la fuente de la multitud de voces que susurraban a su alrededor; se sentía humillado, como si los prejuicios que a lo largo de su vida negó y desmintió con determinación, de repente fueran todos ciertos. Una fuerza tan abrumadora como invisible, por poco le rompe el cuello, estampando fuertemente su frente contra el cristal y obligándolo a mantener una posición aún más sumisa que la anterior.

No podía acabar así, después de aferrarse toda su niñez, juventud y adultez a ese ardiente y glorioso propósito para el que nació. No, se negaba a morir superfluamente en aquel lugar.

Perdiéndose por completo en el momento, su mente se apagó y dejó de procesar lo que ocurría. Pese a que su garganta era oprimida negándole el habla, incluso con su corazón latiendo cada vez más lento, su determinación brilló como nunca antes.

Su cuerpo desnudo se endureció cobrando un tono más oscuro, siendo cubierto rápidamente por capas rígidas de hielo en ciertas zonas específicas de su anatomía; De sus manos crecieron puntiagudas y resistentes garras, similares a las pezuñas cristalinas que se asomaban en sus pies. 

 

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La gélida armadura forró sus piernas y cadera, dejando solo su pecho al descubierto, adaptándose a él con idiosincrasia pura. En poco tiempo fue turno de sus brazos, hombros y parte de su espalda, sin embargo el mayor cambio fueron los cuernos congelados que ahora sobresalían desde sus sienes.

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