Elio pasaba los días ahí donde la luna lo miraba y las personas lo ignoraban, como si fuera un montículo de piedras más al lado de aquellas ostentosas gárgolas. Se recostó sobre su etéreo amigo, miraba a las nubes tomar la luz del satélite. Una menguante. Dejó salir un benévolo suspiro de entre sus labios pétreos y llevó sus manos a su rostro.
Había pasado mucho tiempo. Lo estaba consumiendo, de hecho, se estaba dejando consumir por él. Sus iguales tan solo veían desde lejos, eran indiferentes a su situación. Sabían de su dolor, de su ira acomedida resguardada en lo más profundo de su fuero interno. Conocían de aquello que, sin lugar a dudas, desgarraba lo poco que quedaba de su alma.
Él no había conocido ese tipo de dolor. Sabía de aquellos que por una herida te hacían gritar y revolcarte, sabía de aquel que te llegaba a herir por algún golpe físico, sabía del emocional por la pérdida de un ser querido, pero no sabía de ese tipo de dolor; el que cuestiona tu existencia, el que te quita lo que creías haber tenido, el mismo dolor que te hace ver miserable y que quieras partir antes de lo esperado. Muchos lo habían sentido. Muchos le habían comentado cómo era, pero para él era una sensación nueva. Se vio perdido en el camino de sus iguales, divagando, con la sola entereza de llegar a ella, verla, sentirla y protegerla de cualquiera que pudiera atreverse a lastimarlos.
Solo ese tipo de dolor le había provocado hasta el más bajo deseo de morir en manos de sus enemigos.
Flexionó su pierna y dejó descansar su brazo sobre ella. Con los ojos en el suelo sin nada más que ese vil sentimiento; la muerte lo llamaba en un susurro que solo él oía.
Su visión se interrumpió por un par de botas de mujer y un aroma tan exquisito que a cualquier pudiera enloquecer. Menos a él. Había aspirado de aquella esencia despedidas de su cabellera castaña, piel tersa y ojos grises. La había olisqueado una cantidad de veces mayor a lo que creía y en todas ellas el sentimiento era el mismo. Una mezcla entre fastidio y repulsión.
— ¿Por qué estas de nuevo aquí? —preguntó ella. Tomó asiento en el límite: entre el vacío y el resguardo del edificio—. Sabes que puedes estar donde quieras y con cualquiera ¿verdad? No eras así. Tuvo que llegar ella y...
—Haziel. —Le interrumpió antes de que pudiera decir algo que le hiciera arrancar en la más profunda ira. Ya lo había hecho, pero esa vez deseaba no tener hacerle daño. La mujer calló. No le había gustado que la detuviera de decir lo que a su parecer no era más que la verdad. Sin embargo ya había sido advertida y no solo por él, también por el resto del clan.
—Es solo que... —resopló. Su voz segura pero cándida se quebraba cuando se trataba de él. Por años su corazón latió con mesura para despistar las sospechas de lo que Elio temía y nunca había dado pie a que sucediera—. Puedes tener a cualquiera.
—No quiero a cualquiera, Haziel —dijo el hombre apoyando la cabeza de su fiel amigo la gárgola.
—¿Por qué sucedió? —Se preguntó ella sosteniendo con fuerza el filo del edificio—. ¿Por qué existe esto? —Clamó sosteniéndose con más ahínco. Pronto algunas fisuras empezaban a notarse en el suelo, la señal de la fuerza y monstruosidad oculta bajo aquel rostro de belleza resplandeciente.
—No lo sé —murmuró. Ladeó la cabeza y la observó sin ningún rastro de compasión por aquella mujer—. Simplemente nacimos atados a ella.
—Nadie se ata a mí. —Su voz se quebró, sutil y débil, dejaba salir sus más temerosos remordimientos.
—Alguien lo hará. —Su mirada ahora fijada en el cielo, veía las lustrosas nubes dar paso a aquella luna que lo había estado acompañando durante toda la noche—. Eres deseable para cualquiera, Haziel.
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Aullando a la oscuridad
WerewolfEn el camino de la enfermedad y los callejones de la muerte algunas flores se esparcen. Entre las tablas de un ataúd y el silencio imperante de ciento de años, algunos esperan el líquido carmesí para renacer. Ella era un recuerdo, una vida. Él, un...