Elio tomó asiento en uno de los tantos muebles que vestían la sala de estar, tan amplia como adornada por cristalerías, recuadros y mesas. Una en particular había llamado su atención al tener sobre ella un mapa con pequeñas tachuelas y líneas trazadas. Resopló al notar el aroma embriagante de la cual se inundaba aquel lugar, almizcle y menta, rosas hervidas, el aroma de mucho tiempo atrás y de recuerdos que afloraban en esos momentos. Todos desagradables.
Desconocía la estancia en la que se encontraba, más aún cada uno de los bienes que en ella se encontraba vistiéndola de forma armoniosa entre verdes cálidos, dorados delineados en la escultural chimenea blanquecina y el caoba. Tan versátil. Elio observaba el lugar, pero no se encontraba en él, era solo un muñeco sin vida en ese sitio. Estaba divagando en los primeros días del pasado que lo arrancó de ver la evolución humana, estaba por completo ensimismado en recordar sonrisas, alegrías, miedos, llantos, dolor e ira, sobre todo ira.
Caroline caminó sigilosa hasta verse frente a él con un pequeño pañuelo de lino entre sus manos y los ojos fijos en aquel hombre. Ella mantenía un rostro serio y casi imperceptible ante la presencia de Elio. Retomó su camino hacia un pequeño mostrador donde sirvió dos copas.
—Has de estar hambriento —afirmó. Elio negó ante sus aseveraciones y la pequeña copa que ahora se extendía a él. Caroline amagó el rostro y se tomó el trago sin más—. Lo hemos encerrado y encadenado. Hay una trampilla de sol, por lo que estará muy asustado cuando amanezca.
— ¿Sabes a qué clan pertenece?
—Por supuesto —murmuró—, pero no debiera preocuparte por ahora, Elio, lo más importante es tu bienestar.
La mirada de Elio viajó por el menudo cuerpo de Caroline, siempre tan servicial y de armas tomar; aquella mujer era peor que una alimaña venenosa capaz de soltar todo tipo trampas cuando menos se espera.
—Así como te preocupó a ti —resaltó con astucia. Ella se sentó en uno de los muebles acomodando su vestido, extendiéndolo y observándolo, meditando cada palabra a decir. Una sonrisa llena de cinismo se ensanchaba en los labios de Elio. Especulaba sobre las acciones de ella, sus palabras, su voz, su petulante presencia. Uno de los errores más pavorosos y desorbitantes de su viejo amigo y pueda que, si estaba en lo correcto, una de las tantas razones por las que odiase la naturaleza humana.
—Velé por el bienestar de los que aun podían continuar —terminó por decir—. Eso implica a varios de los tuyos, y los de él y...
—Y tu hijo. —Caroline contempló a Elio como si de un extraño se tratase, un hombre que no debiera estar viendo en ese instante sentado frente a ella. El sujeto que aun cuando no fuera causante de sus desdichas lo eran sus allegados. Alguien a quien llegó a aborrecer.
—No te atrevas.
—Dime algo —murmuró Elio. Caminó por el lugar como el conquistador de esas cuatro paredes—. ¿Aun te encierras? Sí, seguro que sí —susurró acercándose por detrás a ella—. Has de tener tu propia mazmorra debajo de esta pocilga. Has de usarlo cuando la luna sisea tu nombre como una cadavérica imagen y te pide retomar tu lado más salvaje. Dime si me equivoco, Caroline, has estado todo este tiempo ocultándote de la noche y escapando al día porque no hay nada más precioso que ver el sol sin parecer un animal.
—¡Estás en mi hogar, Elio Graham! —lanzó ella observándolo—. Y mientras estés aquí, te pido discreción y respeto. Yo...
—¿A dónde se han llevado a Alan y Haziel Asselot? —preguntó en un resoplido. Caroline lo observó sorprendida.
—¡No lo sé! —lanzó—. No me acuses de...
—De lo único que te acuso es de ser capaz de vendernos por proteger a Charlie, pero es lo mínimo que tu naturaleza te dicta —murmuró sin pesar alguno. Sabía que sus palabras calaban hondo, que una a una estaba destrozando las barreras que podía haber alzado y que, cuando menos ella lo esperase, caería como en alguna ocasión lo hizo mientras lloraba con dolor y angustia por las posibles consecuencias de los actos de Alan Asselot.
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Aullando a la oscuridad
Loup-garouEn el camino de la enfermedad y los callejones de la muerte algunas flores se esparcen. Entre las tablas de un ataúd y el silencio imperante de ciento de años, algunos esperan el líquido carmesí para renacer. Ella era un recuerdo, una vida. Él, un...