Epílogo

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Si el aroma de su cuerpo llegaba a él como una sensación vaga, era siempre bienvenida. Tenía su silueta calada y jamás había creído que, tras un simple acercamiento, llegaría a quedarse prendado en sus ojos.

Había caminado por el mundo recordando su imagen con cierto pesar, disfrutando a medias del mundo nuevo, pero con un vacío difícil de llenar.

Las noticias del país era lo primero que veía cuando la luz del Sol se alzaba en su máximo esplendor, creía que aquella brillante luminaria era como un rejuvenecedor que provocaba con cada nuevo amanecer uno más placentero o por lo menos un borrador pertinente por cada nuevo día en que había hecho mal. Aun cuando no lo hacía.

Años habían pasado desde la última vez que vio su cuerpo convertido en algo que desde el principio de sus días no quería ser y más años habían pasado para aceptarlo y, con ello, la muerte, el deseo, la lujuria, la ira, el dolor, el amor. Siempre caía en cuenta que esa palabra sería la última en esbozarse en sus labios. No había razones para sentirlas aunque estaba en paz consigo mismo, poco quedaba de ese sentimiento.

Agradeció la taza de té que gentilmente le habían servido y probó con la vista puesta en el líquido ocre. Otras de las cosas que había aprendido a disfrutar eran los avances, los placeres antiguos de la comida, el vino. Aquella ciudad parecía de otro mundo diferente al que alguna vez el caminó. Distinto, reluciente, pero débil, tanto o más que en años anteriores. Oculto bajo una franja de metal y antigüedad. La sola forma en aquel sitio le recordaba años que quería olvidar.

—Parecemos espejismo —escuchó.

Frente a él, el hombre que se terminaba de sentar lustraba una sonrisa de singular de alguien que había cometido un acto impuro. Negó sabiendo que detrás de la sonrisa de su compañero no había modestia. Hacía lo que quería cuando lo quería y en los días que menos se pensaba. Alan Asselot era esa piedra angular que le recordaba que a pesar de los años ellos seguían allí, indiferentes a los humanos, referentes de la cultura, mitos y leyendas escabrosas que desembocaban sensaciones que hacían palpitar a las mujeres y lograba fastidio en los hombres.

Asselot se había aprovechado en más de una ocasión de la cultura en la que los habían envuelto. Tétricamente detestable, más llevadera para los sensibles, más humana cuando su humanidad se debatía en aceptar la inmortalidad y los sentimientos simples.

—Había olvidado este lugar —comentó—. ¿Qué dices? Tiene mejor imagen que tiempo atrás ¡Quién lo diría!

Elio sonrió ante el comentario.

—¿Ahora qué? Siento especial atracción por visitar Japón.

—¿Japón? —preguntó sorprendido.

—Haziel estuvo un mes en el país, se volvió loca con tanta tecnología. Quiero verlo por mí mismo. Hace tiempo que no vamos.

—Quisiera volver a casa, si no te importa, Alan. Me parece mejor que tus viajes —esbozó aburrido.

—¿Tu casa? ¿Cuál? La que tomaron e hicieron del gobierno y alegaron que un tal rey del que no me interesa rememorar su nombre vivió allí. ¡Por favor, Elio! A estas alturas deberías saber que nuestra casa se parece más al globo terráqueo —exclamó divertido.

Había dejado que el hombre vagara por el mundo todo lo que quisiera, fueron años, muchos años hasta que al final, en una coincidencia planeada, volvió a él. Elio sintió alegría de verlo, más no de saber que seguía siendo el mismo. Suspiró, poco podía cambiar después de todo.

—Pues quiero una casa, Alan. Un lugar al cual regresar de tus fatídicos viajes. El último fue bastante... singular.

Su compañero expandió una sonrisa. Orgulloso, tomaría del mundo lo que le fuera necesario ¿cómo lo hacía? Era un misterio para otros; para ellos, era fácil cuando albergaban viejas cuentas atestadas en planteles tan antiguos. Y eso, para Alan, era parte de la diversión. Ver al mundo crecer le atraía. Con los años cambiaban, siempre cambiaban y con ellos, él y Elio.

—Ha sido emocionante, debes aceptarlo. Aunque de vez en cuando noto que nunca dejaremos de estar solos —comentó.

Graham negó a expensas de esa sonrisa monstruosa que le mostraba todos sus pensamientos y viajó más allá de ellos dos. No deseaba rememorar hechos históricos, mucho menos días que fueron dolorosos y siguen siéndolo.

Su mirada se fue hacia su lateral, muy cerca de la acera, muy cerca de ellos por igual. La melena azabache de una mujer se movía con el viento y el aroma viajaba con el aire. La sonrisa cordial que invitaba a alcanzarle, el pozo en sus ojos, la sutileza de su rostro albergado en esa imagen. Loren, Isabel quién fuera ella no importaba porque estaba ahí. A solo pasos.

Algo en él se removió; un viejo pulso, una olvidada emoción.

—Es curioso cómo siempre volvemos al mismo lugar y podemos volver a dar los mismos pasos —escuchó como un canturreo en la voz de su amigo.

Alan se encogió de hombros sin variar esa sonrisa complaciente y lo vio partir.

Una vez más, otra vez, esta vez mejor. Esta vez en busca de hacer las cosas mejor.




FIN

Aullando a la oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora