Capítulo 2

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No era la primera vez que lo presenciaba en mi vida, ni mucho menos

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No era la primera vez que lo presenciaba en mi vida, ni mucho menos. Pero sí era la primera vez de mi Emma, así que la abracé con todas mis fuerzas y aspiré su aroma infantil.

—¿Dónde está Leura? ¿Está bien? —me preguntó con voz muy débil, como si temiera que las paredes la escucharan.

Forcé una sonrisa, porque no era justo que ella tuviera miedo. Una niña tan buena como Emma no merecía conocer dicho sentimiento.

—No va a pasarle nada. Es como como una mudanza. Se va a otra casa, a vivir otra vida. —Al decir eso me di cuenta de lo ridículas que eran esas palabras, y pensé en lo difícil que sería vivir sin Leura.

—¿Con quién va a irse? Si nosotras somos su familia.

«Eso es verdad», pensé.

Ni yo misma sabía la respuesta. Sabía que cuando una de las chicas conocía a la Roja se celebraba una ceremonia y se iba para siempre. Pero no sabía a dónde ni por qué, ni cómo era exactamente la Roja. ¿Sería una mujer que aparecía cuando había luna llena? ¿O tal vez una preciosísima ninfa del agua?

Todas teníamos ropa especial para las ceremonias. Vestidos más gruesos, con telas de mejor calidad. Todos iguales, de color crema, largos hasta los tobillos y sin mangas.

Nos alisábamos el pelo con planchas. Ayana les tenía pánico, porque hacía unos meses se quemó la mano con una, se le puso muy roja y se le caían trozos de piel. Además, el pelo de Ayana tenía un rizo tan prieto que alisárselo era una misión imposible, y nos llevaba horas.

Una vez arregladas íbamos al salón en el primer piso. Una enorme estancia con moqueta y paredes tapizadas. Había sillones y sofás, y una lámpara de araña colgada del techo. En una esquina se colocaban mesas llenas de viandas. Y solo ese día podíamos saltarnos nuestros hábitos alimenticios y comer cuanto quisiéramos.

Pero yo no tenía hambre, no podía pensar en comer. Para nosotras, la ceremonia no era un día a celebrar como para las blanqueadoras, o esas mujeres tan raras. Era una despedida, un adiós a nuestros seres más queridos.

Cuando vimos a Leura, todas nos abalanzamos a ella. La pobrecilla tenía los ojos rojos e hinchados, y nos miraba apática.

Las preguntas que queríamos hacerle se acumulaban a decenas, pero Leura no respondió ninguna, sino que mantuvo una expresión firme y serena.

—¿No coméis? —nos preguntó Tanya desde el otro lado del salón, y la mayoría de las chicas se acercaron para degustar el menú, ya que no habían desayunado.

Yo me quedé al lado de mi amiga y la miré a los ojos. Cuando nuestras miradas se cruzaron sentí una flecha helada en el corazón.

Esa chica no era Leura.

Físicamente era ella, su figura alta y de piel bronceada. Pero lo vi en sus ojos, en su mirada. No me miraba con ese amor suyo. Comprendí que yo ya no era su amiga, y se me llenaron los ojos de lágrimas.

Al otro lado de la puerta ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora