—Mamá, por favor. — suplicaba Rafael mientras fingía agonizar en el piso de la sala.
Como había temido, iba a ser muy difícil lograr convencer a su madre de que lo dejara ir con Carlos a la playa, al menos de un día para otro. Él no tenía problemas con esperar, pero estaba convencido de que si dejaba pasar más tiempo, la magia de esas lecciones personalizadas perdería el efecto, incluso Carlos podría perder el interés. Además de que había cavado su propia tumba. Le prometió a Carlos que irían mañana, entonces tenía que ser mañana.
Había estado rogándole a su madre desde que regresó de la casa de su mejor amigo; eran pasadas las 10 de la noche, y el muchacho no daba señales de que iba a desistir pronto.
—Cariño, sabes que amo tu espontaneidad, pero esto es demasiado ¿Consideraste que los padres de Carlos pudieran tener planes? —ella se cruzó de brazos frente a su hijo. Rafael levantó la vista del suelo.
—Lo he considerado todo. Demasiado. Alégrate que no lo secuestrara y mínimo estoy pidiendo permiso primero.
—Sé que un día de estos simplemente huirán juntos y me enviarás una postal de un país desconocido...
Rafael se ruborizó al pensar en la idea. Desvió la mirada y se incorporó.
—Diablos mamá, no lo hagas sonar extraño...— aunque lo negara en voz alta, no era la primera vez que tenía ese pensamiento. — ¿Entonces podemos ir? Aun no me has dicho que no.
Observó a su madre cerrar los ojos un momento. Comenzaba a querer tragarse sus palabras, quizá la había hecho molestar con tanta insistencia. Rafael abrió la boca para disculparse, pero se detuvo al observar que su madre sacaba su celular del bolsillo de su pantalón.
— ¿Bueno? ¡Hola Claudia! ¿Cómo has estado? —los ojos del muchacho se iluminaron.
Se levantó del suelo de un salto y comenzó a seguir a su mamá por toda la casa mientras hablaba por teléfono. Así como Carlos y él, era obvio que el resto de la familia estaba muy apegada la una a la otra. Su cerebro volvió a trabajar, negándose a darse por vencido y repasó su plan nuevamente. El día de mañana sería genial.
La conversación se había alargado un poco. Rafael se había cansado de estar de pie, y el tema a tratar no había sido mencionado en lo absoluto. Era cerca de media noche así que entró a su cuarto y se recostó sobre su cama con la mirada clavada en el techo. Quizá la idea de ir a la playa de un día para otro era muy descabellada después de todo. Necesitaba algo más.
«Tienes que ser más original» se regañó a si mismo mientras buscaba la excusa perfecta para anunciarle a Carlos que los planes cambiarían un poco.
No tan original como ir a un lugar con agua para poder explicar el color azul. «Muy original Rafael, eres un genio en potencia, el primer chico en inventar el nobel de la originalidad».
Se odiaba a si mismo por sentir una frustración irracional, le obsesionaba la idea de continuar con la misión que él mismo se había encomendado.
Aún estaba la posibilidad de invitarlo a su casa para poder pasar el rato en algo más cómodo. Como era de esperarse, después de haber esperado unos agonizantes quince minutos, su madre abrió la puerta de su cuarto, diciéndole malas noticias.
Rafael solo refunfuñó, pero agradeció el esfuerzo. Después de que su madre le deseara las buenas noches, apagó la luz y salió de su cuarto. Una vez más, se encontraba absorto en sus pensamientos, en mil y un maneras de encontrar la fórmula perfecta para hacer que Carlos viviera una experiencia como ninguna. Una odisea para descubrir el color. Sonaba muy bien.
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Con Oídos para Ver y Ojos para Escuchar
Teen Fiction«¿Cuál es tu color favorito?» Esa fue la pregunta que Carlos Soto le hizo a su mejor amigo, Rafael Lira, una tarde de verano. Rafael se apartó del librero y observó a Carlos, perplejo, inseguro de cómo responder. Nuestra historia empieza con la mot...