Rafael había estado malhumorado desde que la luz del sol pasó un fuerte rayo sobre sus ojos. Refunfuñando, miró con odio a las cortinas parcialmente cerradas de su habitación, deseando tener poderes telequinéticos para poder cerrarlas sin tener que levantarse. Se giró, de modo que le daba la espalda a la ventana. Era bastante molesto tener que lidiar con cosas insignificantes por la mañana.
¿Por qué estaba tan enojado?
Escuchó una sonora risa proveniente del piso de abajo, eso lo desconcertó un poco. ¿Quién podría estarse riendo como un maniaco a estas horas de la mañana? Entre quejidos, alcanzó su celular, quizás no era tan temprano como él pensaba. ¿Medio día? ¿Tan pronto?
Se levantó de la cama, aflojerado y resignado por tener que bajar a buscar algo de alimento, eran demasiadas horas acostado. Salió de su habitación, el piso de arriba estaba oscuro, un leve olor a café y pan inundó su nariz. Sonrió, recordando que esto solo podía significar que su padre estaba en casa. Recorrió el pequeño pasillo guiado por la luz emitida por el piso de abajo, la cual subía por las escaleras. A medida que se acercaba pudo reconocer el ruido de un programa de televisión y la conversación de sus padres. Estaba feliz.
Emocionado, corrió la poca distancia que quedaba hacia las escaleras, Rafael sintió a sus músculos contraerse gracias al repentino movimiento. Detuvo su camino para sostenerse al borde del barandal.
— ¿Rafael?— dijo su madre desde el piso de abajo— ¿Te sientes bien?
—Sí mamá... es solo que... —Rafael respiró hondo mientras un escalofrío le recorría la espalda—tengo... un calambre... mi pierna... ah... no puedo sentir mi pierna...
— ¡Calambre!— exclamó su padre desde la sala, se acercó corriendo, vio a Rafael tratando de controlar los espasmos con respiraciones profundas— ¿Lo pateo?
Rafael levantó la vista horrorizado, solo para ver la sonrisa burlona de su padre. Ángela solo rodó los ojos y desapareció por la entrada de la cocina.
— ¿Eso es un «sí»? —preguntó.
—Papá... no, no, por favor...—Rafael intentó reír. —De veras que no puedo mover la pierna. Piedad, oh dios antiguo, piedad.
—Dame una buena razón.
—Porque esto es una lección directa de que no debo quedarme dormido. —dijo Rafael, atropellando sus palabras para evitar que el dolor de su pierna no cortara su oración.
—Necesitarás una mejor excusa que esa— anunció su padre, juguetonamente con una voz profunda a medida que subía las escaleras lentamente.
Rafael se disponía a suplicar una segunda vez cuando el timbre del celular detuvo su inminente tortura. Respiró hondo y dejó que la canción pasara. Sabía que era de Carlos, no estaba de humor para contestar, aunque se sintió culpable después de que el teléfono dejara de sonar, sabía que tenía que tomar mejores decisiones.
Si contestaba ese teléfono, terminaría en la casa de Carlos, y por el momento no quería eso. Necesitaba aclarar todo el remolino de contradicciones que se formaban en su cabeza. Por un momento se olvidó completamente del calambre en su pierna y comenzó a bajar las escaleras lentamente, sosteniendo el celular entre sus manos en donde indicaba una llamada perdida de su mejor amigo. «Perdón».
— ¿No vas a devolver la llamada?— preguntó su padre, bloqueando el paso en las escaleras. — ¿Qué no era Carlos?
—Si... pero, no quiero estar con él hoy. —una risa nerviosa escapó de sus labios y le dio una palmada a su padre en el hombro.
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Con Oídos para Ver y Ojos para Escuchar
Teen Fiction«¿Cuál es tu color favorito?» Esa fue la pregunta que Carlos Soto le hizo a su mejor amigo, Rafael Lira, una tarde de verano. Rafael se apartó del librero y observó a Carlos, perplejo, inseguro de cómo responder. Nuestra historia empieza con la mot...