Prólogo.

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Los dos estaban tirados en el jardín de la casa de Nikolay; mirando el cielo, las nubes, y pensando, quizás, en lo que pasaría dentro de unas horas; en cómo iban a hacer los dos sin el uno y el otro, sin verse a diario como lo hacían todo el tiempo, sin hablar con el otro, sin hacer travesuras (eso era lo que más le entristecía a ella), sin molestar a su pequeño vecino, sin ir a la casa de alguno de los dos a dibujar o jugar algo, o simplemente, cómo iban a hacer sin estar juntos, hasta quién sabe cuándo.

Ella había hecho hasta lo imposible por convencer a sus padres de no irse a otra ciudad, pero su padre había conseguido un buen trabajo, y además, la familia de su madre vivía allá. Cuando vio que por más que insistiera en tratar de convencer a sus padres de quedarse, ellos no cederían, y les preguntó si, al menos, podrían regresar los fines de semana para visitar a su amigo y no perder el contacto por completo con él, pero su madre, de la forma más delicada posible, le dijo que no estaba segura de eso porque New York quedaba muy lejos.

Tanto ella como él se sentían frustrados, tristes y un poco enojados. Nikolay también le había preguntado a su madre si algún día podrían ir a New York, pero la madre de Nikolay le había respondido lo mismo que le había dicho la madre de Paige a ella; que quedaba muy lejos.

Desde que se vieron, ese último día, tal vez, de que se volverían a ver, los dos estaban muy callados disfrutando, así, en silencio, la compañía del otro. Todo era demasiado triste para ellos. Paige había llorado la noche anterior en su habitación y su madre la estuvo consolando, y Nikolay, había estado decaído y muy callado en todo el día, sus padres se habían preocupado.

Los dos mejores amigos no se sentían ellos porque los dos eran puras risas y sonrisas, y ahora en ese momento, sentían una gran tristeza en sus cuerpos.

Paige miró de reojo a Nikolay, que ya no miraba el cielo, tenía sus ojos cerrados. Se giró para verlo de perfil y suspiró de forma sonora para llamar su atención.

—Mamá dijo que podíamos mandarnos cartas, o hablarnos por llamadas telefónicas. —dijo.

—Lo sé, mamá me dijo lo mismo —dijo el pequeño Nikolay, con los aún cerrados—. Pero sabes que no es igual, ¿o no?

—¿No se supone que tú eres siempre el positivo? —le preguntó Paige, frunciendo el ceño.

—Hoy no estoy para positivismos.

Ella contrago el rostro con más tristeza y se mordió el labio, para no llorar. Quería hacerlo pero no quería que Nikolay la viera porque, entonces, él se preocuparía y no quería que las cosas se pusieran más dramáticas de lo que estaban.

Nikolay abrió sus ojos, se puso de la misma posición en la que estaba su amiga, para verla, y le sonrió, pero a ella le dolió que esa sonrisa no fuera sincera y que no fuera por felicidad. Trató también de sonreírle, pero Nikolay también supo que esa sonrisa era forzada.

—Oye, Paige, debemos dejar de estar tristes. Tal vez en Navidad nos veamos.

—No lo creo. —le dijo ella con la voz quebrada.

Nikolay cerró sus ojos con dolor, casi también con frustración por ver a Paige a punto de llorar.

—No quiero que llores más. Ni hoy, ni nunca por cosas tristes como estas.

Paige asintió con la cabeza, se secó las lágrimas acomuladas en sus ojos, tomó una respiración honda y le sonrió a Nikolay, un poco contenta.

—Eres el mejor, lo sabes, ¿no?

—Sí, ya me lo habían dicho.

Paige chilló y le dio un golpe en el hombro a Nikolay. Él se rió entre quejidos por el golpe (que no fue tan fuerte) que le dio su amiga, y se dio cuenta que los dos ya estaban volviendo a ser los de antes. Por lo menos, en ese momento reían.

El Destino nos UnióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora