Capítulo 8

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Lo imposible

Mis  habitaciones  eran sorprendentemente cómodas. A diferencia del resto de la mansión, allí no se hacía evidente a cada paso que aquellas estancias formaban parte de una casa riquísima y poderosa. Por el contrario, mi suite era relativamente modesta. Lo más lujoso era la cama, que era  enorme,  con  dosel,  una  de  esas camas con las que yo siempre había soñado. Me preguntaba si Lena también sabía eso.
Todo  el  mundo  parecía  saber  que estaba allí, como si  fuera famosa. De vez en cuando oía murmullos y risas en voz baja al otro lado de mi puerta, y cada vez que me asomaba al enorme ventanal veía a los trabajadores de la finca levantar la vista hacia mí como si supieran que los estaba observando. No me  gustaba  ser  objeto  de murmuraciones,  pero  no  podía  hacer nada   al   respecto,   salvo   correr   las cortinas y esconder la cabeza bajo un montón de almohadas.
El día pasó deprisa y Sofía no tardó en llevarme la cena. Yo seguía enfadada porque no me hubiera avisado de que formaba parte de todo aquello, así que le di las gracias a regañadientes, sin mirarla, y me negué a responder a sus preguntas. De todos modos, saltaba a la vista cómo me encontraba.
Después de que se marchara, picoteé un poco. Estaba tan preocupada por lo que iba a ocurrir al día siguiente que no podía  comer.  Aunque  no  estaba encerrada en mi habitación, no había mucho más que pudiera hacer, al menos de momento. A fin de cuentas, sabía que me sería muy fácil perderme.
Pero por bonita que fuera la habitación,  por  amable  que  fuera  la gente y por buena que estuviera la comida, lo cierto era que seguía siendo una prisionera. Pensé en Winn y me pregunté cuánto tiempo habría esperado en la verja y si después habría ido a ver a  mi  madre. Aquellos seis  meses parecían extenderse delante de mí interminablemente, sin que atisbara su final.  ¿Cumpliría  Winn  su  promesa?
¿Estaría allí cuando acabara aquello, o se habría olvidado de aquel asunto? En el fondo, sabía que allí estaría. No me merecía un amigo así.
Pero ¿seguiría allí mi madre cuando yo volviera? ¿Cumpliría Lena lo que me  había  prometido?  ¿Podía  hacerlo? Yo quería creerle, quería creer que aquello era posible, porque si de verdad podía mantenerla con vida quizá no tuviera que despedirme de ella nunca, o al menos no hasta que a mí también me llegara   mi    hora.   O   quizá   podría mantenerla viva  hasta  que  encontraran una cura para su enfermedad.
No podía salvar a Ava, pero todavía tenía esperanzas de salvar a mi madre, y merecía la pena luchar por ello, costara lo que costase.
No recuerdo haberme quedado dormida, pero cuando abrí los ojos ya no   estaba   en   Midvale   Menor.   Estaba tendida  en  una  manta  en  medio  de Central  Park,  mirando  el  cielo despejado del verano, con el calor del sol dándome en la cara. Me senté, desorientada, y miré a mi alrededor. A mi lado había una cesta de merienda, y dispersas por la hierba había otras personas disfrutando del día. Estábamos en Sheep Meadow, mi lugar favorito del parque. Desde allí se veía el lago, pero las aglomeraciones de turistas estaban lo bastante  lejos  como  para  que  no resultara agobiante. Hacía años que no podía ir allí con mi madre. Empecé a levantarme, decidida a descubrir qué estaba pasando, y de pronto me quedé pasmada de asombro.
Mi madre, tan sana como diez años atrás, mucho antes de que el cáncer hiciera presa en ella, subía por la suave ladera vestida con una falda larga de vuelo y una blusa que no se ponía desde hacía mucho tiempo, desde que estaba tan delgada que aquella ropa le quedaba grande.
—¿Mamá?
Sonrió. Una sonrisa de verdad, no una sonrisa enfermiza, ni la sonrisa que ponía   cuando  intentaba  disimular   el dolor que sentía.
—Hola, cariño —se sentó a mi lado y me besó en la mejilla.
Me quedé quieta un momento, tan perpleja que no podía moverme, pero cuando por fin me di cuenta de que de verdad estaba allí, sana y resplandeciente, la rodeé con los brazos, la estreché con fuerza y aspiré su olor, tan conocido para mí. A manzanas y a fresas. Su cuerpo ya no parecía frágil, y me abrazó con la misma fuerza que yo a ella.
—¿Qué está pasando? —pregunté mientras luchaba por no llorar.
—Que vamos a hacer un picnic — me soltó y comenzó a vaciar la cesta.
Estaba  llena  de  mis  comidas favoritas  de  cuando  era  niña: sándwiches de mantequilla de cacahuete y gelatina, gajos de mandarina, macarrones con queso en recipientes de plástico, y flan de chocolate suficiente para dar de comer a un batallón. Pero lo mejor de todo fue verla sacar una caja de pastelillos de nueces como ella solía hacerlos. La miré con asombro, preguntándome qué había hecho para merecer un sueño tan delicioso, aunque para mí pareciera tan real. Sentía cada brizna de hierba bajo mis manos, y mi pelo, empujado por la brisa cálida, rozaba mis brazos desnudos. Era como si estuviéramos allí de verdad.
Entonces una idea se abrió paso por mi cabeza como un gusano, y miré a mi madre con recelo:
—¿Te ha traído Lena?
Su sonrisa se hizo más amplia.
—¿A que es un encanto?
Respiré hondo y todos los malos pensamientos que había tenido sobre Lena se esfumaron al instante. Estaba cumpliendo su promesa. Podía hacerlo.
—Entonces, ¿esto es un sueño? ¿O es… real?
Me dio un recipiente de macarrones y me  lanzó  una  mirada  que  solo  ella podía poner.
—¿Hay alguna norma que diga que no puede ser las dos cosas a la vez? Si la hay, no la conozco.
Me embargó una esperanza irracional.
—¿De veras es quien dice ser?
—¿Y quién dice ser? —preguntó mientras desenvolvía un sándwich.
Le  expliqué  atropelladamente  todo lo que había pasado desde nuestra llegada a Midvale: que había visto a Lena después de estar a punto de estrellarnos contra una vaca imaginaria; lo que había pasado en el río aquella noche y cómo había resucitado a Ava; lo del trato que habíamos hecho y cómo había intentado disuadirme Winn; la visita de Lena y la muerte de Ava al día siguiente; mi decisión  de  ir  a  Midvale  Manor  para intentar  salvarla y,  por  último, el acuerdo al que había llegado con Lena. De pronto quedarme con ella seis meses ya no me parecía tan malo. Sobre todo, si podía ver a mi madre cada noche.
—Es curioso —comentó ella, aunque sus ojos brillaban divertidos.
Yo  no  veía  nada  de  gracioso  en aquella situación.
—Ojaláme lo hubieras contado antes, Kara.
Me puse colorada.
—Lo siento —contesté, mirándome las manos—.  Pensaba  que  me  estaba volviendo loca o algo así.
—Qué va —agarró mi barbilla y me hizo levantar la cara para mirarla—. Prométeme que a partir de ahora me contarás todo lo que pase, ¿de acuerdo? No quiero perderme nada.
Dije que sí con la cabeza. Más tiempo con ella: era todo lo que podía pedir.
—Mamá… —dije con una vocecilla
—. Te quiero.
Sonrió.
—Lo sé, cariño.
A la  mañana siguiente, cuando me desperté, al principio no supe dónde estaba.  Notaba  todavía  en  la  piel  el calor del sol de mi sueño y abrí los ojos medio esperando ver a mi madre a mi lado, pero solo vi el dosel de mi cama.
Solté un gruñido, me incorporé y parpadeé para despejarme. Algo no iba bien, aunque no sabía qué era. Luego, pasado un momento, me invadió el recuerdo  del  día  anterior,  recordé  el trato que había hecho con Lena y el corazón se me paró por un instante. Así pues, había sido todo un sueño, después de todo.
—¿Crees que ya está despierta? Debería estarlo, ¿no?
—Si no lo estaba, seguro que ahora lo está.
Me quedé paralizada. Los murmullos procedían del otro lado de las cortinas que rodeaban mi cama, y eran voces desconocidas para mí. La primera era alegre y chispeante. La segunda daba la impresión de  estar  allí  a  su pesar, lo cual no me extrañó.
—¿Cómo crees que será? Mejor que la última, ¿verdad que sí?
—Cualquiera será mejor que la última. Ahora cierra la boca o la despertarás de verdad.
Me quedé allí parada un rato, intentando asimilar lo que acababa de oír. La noche anterior había cerrado la puerta con llave, estaba segura, así que ¿cómo habían entrado? ¿Y quién era «la última»?
Antes de que pudiera decir nada me sonaron las tripas. Estrepitosamente. Como cuando te suenan en clase y todo el mundo se vuelve para mirarte y se ríe mientras tú agachas la cabeza e intentas no ponerte como un pimiento.
Por  culpa  de  mi  estómago traicionero, no podría seguir escuchando a escondidas.
—¡Está despierta!
Las cortinas se abrieron de repente y me tapé los ojos, huyendo de la luz de la mañana.
—¡Vaya! ¡Qué guapa es!
—Y rubia. Hacía décadas que no venía una rubia.
—Gracias, supongo —mascullé, aunque con el resplandor del sol no veía con quién estaba hablando—. ¿Quiénes sois?
—¡Jess! —contestó la que hablaba con signos de exclamación, la que me había llamado guapa.
Abrí bien los ojos y la miré con atención. Era más alta que yo, tenía el pelo rubio, por debajo de la cintura, y una cara delicada que se sonrojaba de felicidad. Parecía tan entusiasmada que pensé que iba a ponerse a dar brincos de alegría.
—Yo soy Verónica —dijo la otra chica con aire apagado.
Todavía  con  los  párpados entornados, conseguí verla bien y sentí una punzada de envidia. Tenía el pelo oscuro, era alta, bellísima, y parecía aburrirse como una ostra.
—Y tú eres Kara —dijo Jess—. Sofía nos lo ha contado todo sobre ti, que viniste para ayudar a tu amiga y que vas a quedarte con nosotros seis meses y…
—Para, Jess, la estás asustando. Quizás ese no fuera el término más exacto,  pero  de  momento  servía. Mientras Jess daba saltitos, acercándose más a mí con cada movimiento, empecé a retroceder. Su vehemencia daba miedo.
—Ay, perdona —dijo dando un paso atrás, y se sonrojó de nuevo—. ¿Tienes hambre?
«Respira hondo», me dije. Dentro, fuera, dentro, fuera… Quizás así todo aquello empezara a tener sentido.
—Primero tiene que vestirse —dijo Verónica, dirigiéndose al armario—. Bien, dime, eh…., ¿cuál es tu color favorito?
—Kara, llamadme Kara —dije entre dientes.
Era demasiado temprano para aquello.
—Y no tengo ninguno.
—¿No tienes un color preferido? — preguntó Jess con incredulidad al ir a ayudar a Verónica.
Me levanté y me estiré un poco, pero no pude ver qué estaban haciendo exactamente. Estaban las dos delante del armario, que parecía lleno de ropa hasta rebosar.
—Hoy no —contesté, molesta—. Pero puedo vestirme sola, ¿sabéis?
Sacaron algo largo, suave y azulado del montón de ropa. Se volvieron hacia mí con un… Ay, no.
—A menos que tengas un don sobrenatural para ponerte un corsé, vestirte sola está descartado —dijo Verónica con un destello en los ojos. No supe si era de ironía o de malevolencia. Quizá de ambas cosas.
Levantaron un vestido azul tan escotado que ni siquiera Ava se habría atrevido a ponerse. Las mangas, largas y estrechas, se ensanchaban hacia el final, y había encaje por todas partes. Encaje.
Puse unos ojos como platos.
—No lo diréis en serio.
—¿No te gusta? —Jess arrugó el ceño y pasó una mano por la tela suave —. ¿Qué te parece algo amarillo? Estarías muy guapa de amarillo.
—Yo no llevo vestidos —dije apretando los dientes—. Nunca.
Verónica soltó un bufido.
—Me da igual. Ahora, sí. La encargada del guardarropa soy yo, y a no ser que quieras llevar esa ropa hasta que  huelas  tan  mal  que  nadie  quiera acercarse a ti, vas a ponerte esto.
Me quedé mirando aquel esperpento azul.
—Yo   no   soy  tu   muñequita.   No puedes obligarme a ponerme eso.
—Sí que puedo —repuso Verónica—. Y lo haré. Tengo miles de estilos entre los que elegir, y puedo convertir tu vida en un infierno si intentas resistirte. ¿Alguna vez has intentado sentarte llevando un miriñaque? —me lanzó una mirada cargada de intención—. Pórtate bien y quizá te dé un día de respiro de vez en cuando. Pero en esto soy yo quien elige, no tú. Renunciaste a ese derecho desde el momento en que accediste a quedarte aquí.
—Además, aquí todas llevamos vestido  —añadió  Jess  jovialmente —.  No  puedes  decir  que  no  te  gusta hasta que no lo pruebes.
Verónica me tendió el vestido.
—Tú eliges. Vestidos cómodos y carísimos con los que dentro de un día o dos  estarás  tan  cómoda  que  ni  los notarás, o unos vaqueros que dentro de una semana se sostendrán solos de pie.
Gruñí, le arranqué el vestido de las manos y entré en el cuarto de baño hecha una furia. Podía obligarme a ponérmelo, pero eso no significaba que tuviera que gustarme.
Tardaron casi veinte minutos en abrocharme el vestido, y eso que no me puse el corsé. A eso me negué en redondo,  y  Verónica  era  lo  bastante  lista como para no intentar obligarme. El vestido me quedaba como un guante y no me apretaba en absoluto. Con eso era suficiente. No necesitaba que además me subiera el pecho hasta la barbilla.
En cuanto acabaron de vestirme, Jess me hizo sentar y estuvo un rato trasteando con mi pelo. Canturreaba mientras me peinaba y hacía como que no oía mis preguntas, o las interrumpía elevando el tono de su canción. Justo cuando empezaba a  preguntarme si  no iba  a  acabar  nunca,  anunció  que  ya estaba lista y que me esperaba el desayuno.
El desayuno. Tenía tanta hambre que ni siquiera protesté cuando me obligaron a ponerme unos zapatos de tacón. De eso hablaríamos más tarde, sobre todo si esperaban que bajara las escaleras calzando así. De momento, sin embargo, me aguantaría.
Todavía un poco perdida, las seguí fuera de la habitación. Lamentaba no tener una idea más precisa de lo que estaba pasando. ¿Iban a ser todas las mañanas así, o en algún momento permitirían que me vistiera sola? ¿Eran de  veras  mis  amigas,  como  parecía desear Jess, o solo estaban allí para vigilarme por si intentaba escapar? No eran los interrogantes que más me preocupaban,  pero  sospechaba  que  a esos solo podía responder Lena. Entre tanto,  Jess  y  Verónica  me  debían  al menos una respuesta.
—Jess —dije mientras me guiaban por el laberinto de pasillos y habitaciones. Al parecer había una sala de desayuno en la enorme mansión, pero yo ya no sabía si creerlas. Tenía la sensación de llevar horas caminando sin rumbo—,   ¿a   qué   te   referías   antes, cuando has dicho que era mejor que la última?
Me miró extrañada.
—¿Que la última?
—Antes, cuando pensabais que estaba dormida, has dicho que era mejor que la última. ¿Qué última?
Se quedó pensando un momento. Luego pareció comprender por fin a qué me refería.
—¡Ah, la última! La última chica, quería decir. La última que tuvo Lena.
¿Había habido otra chica?
—¿Cuánto tiempo hace de eso? Cambió  una  mirada  con Verónica,  que guardó silencio.
—¿Veinte años, quizá?
Así que tenía que haber sido casi un bebé. A no ser que estuviera diciendo la verdad y reinara sobre los muertos. Eso, sin embargo, todavía me costaba aceptarlo.
—¿Para qué me ha hecho venir, entonces? ¿Por qué ya no está esa chica?
—Porque mu…
Verónica le tapó la boca con la mano tan fuerte que el ruido que hizo resonó en las paredes.
—Porque no —contestó enérgicamente—.  Eso  no  es  cosa nuestra, Kara. Si quieres saber por qué estás aquí, pregúntaselo a Lena. Y tú… —miró a Jess con enfado.
—Ah —dije en voz baja cuando se me ocurrió otra idea—. Lena me… me dijo que aquí todo el mundo estaba muerto.   ¿Es   eso   verdad?   ¿Vosotras estáis…?
Mi pregunta no pareció sorprenderlas. Verónica retiró la mano y dejó que contestara Jess:
—Sí, aquí todo el mundo está muerto —dijo  mientras  se  frotaba  la  mejilla, lanzando a Verónica una mirada fulminante
—O  es  como  Lena,  que  nunca  ha estado viva.
—¿Vosotras cuándo… eh… cuándo nacisteis?
—Una señora nunca revela su edad —dijo Jess con un soplido.
Verónica bufó y Jess la miró con enfado.
—Verónica es tan vieja que ya ni siquiera sabe en qué año nació —dijo como si fuera algo de lo que avergonzarse.
Sacudí la cabeza, atónita, sin saber si  de  verdad  esperaban  que  me  lo creyera  o  no.  Verónica  no  dijo  nada.  Se limitó a abrir otra puerta, detrás de la cual apareció por fin otra sala con una mesa tan larga que fácilmente cabían en Verónica  treinta  comensales.  Yo  estaba todavía aturdida por lo que me había contado Jess y tardé un momento en darme cuenta de que la sala estaba ya llena de gente.
—Tu corte —dijo Verónica con sorna—. Sirvientes, tutores, todos  aquellos  con los que vas a tener contacto. Querían conocerte.
Me paré en seco en el umbral y sentí que me ponía pálida. Había un montón de  ojos  mirándome, y de  pronto sentí una timidez espantosa.
—¿Van a quedarse aquí mientras desayuno? —susurré. No se me ocurría un modo mejor de quitarme el apetito.
—Puedo decirles que se vayan si lo prefieres —contestó Jess, y asentí con la cabeza.
Se adelantó, dio dos palmadas y la mayoría de los sirvientes comenzaron a desfilar por la puerta. Solo se quedaron los que se encargaban de la comida y dos guardias apostados a los lados y provistos de armas formidables. El alto estaba tan inmóvil que parecía una estatua, y el moreno se removía inquieto, como si no estuviera acostumbrado a estar  quieto  y  en  silencio.  No  podía tener más de veinte años.
—Estarás  escoltada  en  todo momento —dijo Verónica, y la miré con sobresalto. Debía de haberme pillado mirando a los guardias. Se adelantó con la agilidad y la elegancia de un gamo y señaló un sitio en la cabecera de la mesa
—. Tu asiento.
La seguí, haciendo esfuerzos por no pisarme el bajo del vestido, y me senté. Ya solo quedaba un puñado de personas en la  sala, pero todas me  observaban con atención.
Un hombre se acercó y depositó delante de mí un plato tapado.
—Vuestro desayuno, Alteza —dijo. Verónica levantó la tapa sin darme tiempo a levantarla yo. Seguía pareciendo tan aburrida como yo en mi habitación.
—Eh,gracias—dije,perpleja.
¿Alteza? Agarré un tenedor, preparada para pinchar un trozo de fruta y comérmelo, pero una mano blanca me agarró  de   la   muñeca  antes  de   que pudiera hacerlo.
Levanté los ojos, sorprendida, y vi a Jess a mi lado, con los ojos azules abiertos de par en par.
—Tengo  que  probarlo  primero  — dijo con insistencia—. Es mi deber.
—¿Tienes que probar mi comida? — balbucí, pasmada.
—Sí, cuando decidas comer —dijo tímidamente—. También probé tu cena anoche. Pero no tienes por qué comer mientras estés aquí, ¿sabes? Al final se te olvidará cómo es. Pero si aun así quieres, tengo que…
—No —dije, empujando la silla hacia atrás tan bruscamente que chirrió al rozar el suelo de mármol.
El estrés del día anterior y las cosas desconcertantes que habían sucedido esa mañana se apoderaron de mí de golpe, y perdí por completo el control.
—No, de eso nada. Es ridículo. ¿Catadores? ¿Guardias armados? ¿Alteza? ¿Por qué? ¿Qué se supone que tengo que hacer aquí?
Parecieron asombrados por mi estallido, y tardaron unos segundos en reaccionar. Fue Verónica quien respondió:
—Has accedido a pasar aquí seis meses al año, ¿no es así?
—Sí  —contesté,  llena  de frustración.  Ellos  no  lo  entendían—. Pero no he accedido a tener catadores ni a… ni a nada de esto.
—Sí  que  lo  has  hecho  —contestó con calma—. Es parte del acuerdo.
—¿Por qué?
Nadie respondió. Me agarré la falda tan fuerte que pensé que iba a rasgarla.
—Necesito ver a Lena —dije—. Quiero hablar con Verónica.
El silencio era ensordecedor, y sentí que dentro de mí se quebraba algo.
—¡Dejadme hablar con Verónica!
—Estoy aquí.
Su voz grave y tersa me sobresaltó. Me giré bruscamente y logré mantener el equilibrio agarrándome a la silla. Estaba delante de mí, mucho más cerca de lo que   esperaba.  Su  rostro   perfecto  y juvenil   carecía   de   expresión,   y   el corazón me dio un vuelco. Cuando conseguí recuperar el habla mi voz sonó chillona,  pero  no  me  importó. Necesitaba respuestas.
—¿Por  qué?  —dije—.  ¿Por  qué estoy aquí? No soy tu princesa y no he accedido a nada de esto, así que ¿por qué está pasando?
Me ofreció su mano y dudé, pero finalmente la acepté. Su piel me pareció extrañamente  cálida.  No  sé  qué esperaba: que fuera fría como el hielo, quizá. No caliente. Que no tuviera ni rastro de vida.
—Cierra los ojos —murmuró, y los cerré.
Un instante después, sentí el roce de una brisa fresca en mi mejilla y abrí los ojos. Estábamos al aire libre, en medio de un hermoso jardín con fuentes silenciosas dispersas entre los setos y las flores. Un sendero de piedra llevaba desde allí hasta la parte de atrás de la gran mansión, que se cernía a lo lejos, a casi un kilómetro de distancia. Cerbero, el enorme perro que yo había visto en el bosque, se acercó a saludar a Lena y Verónica le acarició detrás de las orejas.
Se me cayó el estómago a la altura de  las  rodillas  y  me  puse  aún  más pálida, si eso era posible.
—¿Cómo has…?
—A su debido tiempo —me interrumpió.
Me senté, aturdida, en el borde de una fuente.
—Ayer dijiste que no querías quedarte, y no te lo reprocho. Pero una vez hecho el trato, no puede deshacerse. Demostraste tener valor la noche en que salvaste  a  tu  amiga,  y  te  pido  que vuelvas a hacer acopio de Verónica.
Respiré hondo e intenté buscar el valor que, según Verónica, había dentro de mí. Pero solo encontré miedo.
—En Midvale dijiste… dijiste que leyera el mito de Perséfone, que así entendería lo que querías —dije con voz temblorosa—. Mi amigo Winn me dijo que era la reina del Inframundo, y yo también lo leí en un libro cuando era…
—sacudí la cabeza. Aquello carecía de importancia—. ¿Es cierto?
Asintió con un gesto.
—Era mi esposa.
— ¿Qué? ¿Es que existió?
—Sí —contestó con voz más suave —Murió hace muchos años.
—¿Cómo?
Su rostro no desveló ninguna emoción.
—Se   enamoró   de   un   mortal   y, cuando el murió, decidió reunirse con él. Yo no se lo impedí.
Había tantas partes de aquella afirmación que no entendía que no supe por dónde empezar.
—Pero Perséfone es un mito. No es posible que existiera de verdad.
—Puede ser —contestó con una mirada distante—. Pero si esto está pasando, ¿quién puede decir qué es posible y qué no?
—La lógica —respondí—. Las leyes de  la  naturaleza.  La  razón.  Algunas cosas son sencillamente imposibles.
—Entonces dime una cosa, Kara. ¿Cómo hemos salido al jardín?
Miré a mi alrededor otra vez, esperando a medias que se desvaneciera como una especie de ilusión óptica.
—¿Me  has  dejado inconsciente de un golpe y me has traído aquí? — pregunté débilmente.
—O puede que haya una trampilla que no has visto —me ofreció de nuevo la mano y me alarmé.
Suspirando, rozó sus dedos con los míos y apartó la mano.
—Siempre hay una explicación racional, pero a veces las cosas pueden parecer irracionales o imposibles si no se conocen todas las normas.
—¿Y entonces  qué?  —pregunté—.
¿Me estás diciendo que a una diosa griega se le antojó construir una mansión en el bosque, en un país al otro lado del mundo?
—Cuando uno vive siglos y siglos, el mundo se vuelve un lugar mucho más pequeño —contestó—. Tengo casas en muchos países, incluida Grecia, pero me gusta esta soledad. Es un lugar muy apacible, y disfruto del paso de las estaciones y del largo invierno.
Me quedé muy quieta, sin saber qué decir.
—¿Podrías hacer un esfuerzo por creerme? —preguntó Lena—. Solo por ahora. Aunque para ello tengas que dejar a un lado todo lo que has aprendido, ¿me harías el favor de intentar aceptar lo que te digo, por improbable que te parezca?
Apreté los labios y me miré las manos.
—¿Eso es lo que haces tú? ¿Hacer como que te lo crees?
—No.
Sentí una sonrisa en su voz.
—Pero tú puedes hacerlo si quieres. Puede que así te sea más fácil.
Aquello no iba a desaparecer. Aunque fuera todo un inmenso truco, aunque estuviera todo planeado desde el principio para hacerme parecer idiota o cualquier  otra  cosa,  lo  único  que  yo podía hacer era esperar el desenlace.
Pero el recuerdo de Ava tendida en medio de un charco de sangre, con el cráneo aplastado, desfiló por mi mente y me acordé de la fresca brisa que había sentido en la mejilla unos minutos antes, cuando estábamos en la mansión. Me acordé de mi madre, vivita y coleando en Central Park. No sabía lo que estaba pasando, pero tarde o temprano tendría que asumir que nunca había experimentado nada parecido.
—Está bien —dije—. Vamos a hacer como que esto es de verdad el Paraíso y que están todos muertos, y que Verónica y Jess tienen un millón de años y que tú eres quien dices ser…
Esbozó una sonrisa.
—No pretendo ser nadie, más que quien soy.
Hice una mueca.
—De   acuerdo,  entonces  finjamos que todo esto es real, que existen la magia y el Ratoncito Pérez. Y que ni yo me he dado un golpe en la cabeza ni tú estás como una regadera. ¿Qué tiene que ver conmigo la muerte de tu mujer?
Se quedó callada un rato.
—Como te decía, Perséfone prefirió morir a quedarse conmigo. Yo era su esposa,  pero  sencillamente  lo  quería más a el.
A juzgar por su expresión melancólica, la cosa no tenía nada de sencillo, pero no quise insistir.
—Sabes que pareces demasiado joven para haber estado casada, ¿verdad? —pregunté, intentando quitar hierro al asunto—.  ¿Cuántos  años tienes?
En sus labios se dibujó de nuevo una sonrisa.
—Más de los que parece —pasado un momento añadió—: Puede que me quisiera, pero no fue decisión suya. Fue mi último regalo, dejarla marchar.
Había en su voz una nota de tristeza que entendí muy bien.
—Lo siento —dije—. De veras. Pero… sigo sin entender qué hago aquí.
—Llevo casi  mil  años gobernando sola, pero hace un siglo me comprometí a reinar solo cien años más. Después, mis hermanos y hermanas me quitarían mi  reino.  No  puedo  seguir  reinando sola, ya no. Sencillamente, son demasiados  para  mí  sola.  Desde entonces he estado buscando una compañera, y tú eres la última candidata, Kara. Esta primavera se tomará la decisión final. Si te aceptan, reinarás conmigo como mi reina seis meses al año. Si no, regresarás a tu antigua vida sin guardar ningún recuerdo de todo esto.
Yo tenía los labios secos y tuve que hacer un esfuerzo por preguntar:
—¿Eso  fue  lo  que  les  pasó  a  las otras?
—Las otras… —fijó la mirada a lo lejos—. No quiero asustarte, Kara, pero tampoco voy a mentirte. Necesito que confíes en mí y necesito que entiendas que tú eres especial. Antes de que aparecieras, me había dado por vencido.
Junté las manos para que dejaran de temblarme.
—¿Qué les pasó a las otras?
—Algunas enloquecieron. Otras sufrieron sabotajes. Ninguna llegó al final, ni mucho menos pasó las pruebas.
Lo miré extrañada.
—¿Las pruebas? ¿Y qué sabotajes?
—Si supiera algo más te lo diría, pero  por  ese  motivo  hemos  tomado precauciones  extremas  para  protegerte —titubeó—. En cuanto a las pruebas, habrá siete y servirán de base para decidir si mereces reinar.
—Yo no he accedido a hacer ninguna prueba —me quedé callada un momento —. ¿Qué pasará si apruebo?
Se miró las manos.
—Que te convertirás en una de nosotros.
—¿De vosotros? ¿Quieres decir que moriré?
—No, no es eso lo que quiero decir. Piensa. Conoces elmito, ¿verdad? ¿Quién era Perséfone? ¿Qué era?
Sentí que una punzada de temor me atravesaba de dentro afuera. Si lo que decía era cierto, entonces había raptado a   Perséfone  y  la  había  obligado  a casarse con ella, y dijera lo que dijese yo no podía evitar preguntarme si intentaría hacer lo mismo conmigo. Mi razón, sin embargo, no podía pasar por alto lo evidente.
—¿De veras crees que eres una diosa? Parece una locura, lo sabes, ¿no?
—Soy  consciente  de  cómo  suena para alguien como tú, sí —contestó Lena—. A fin de cuentas, no es la primera vez que hago esto. Pero sí, soy una diosa. Una inmortal, si prefieres llamarlo así. Una representación física de un aspecto de este mundo, y mientras el mundo exista, existiré yo también. Si pasas las pruebas, eso es en lo que te convertirás tú también.
Atónita, me levanté todo lo rápido que pude con aquellos malditos tacones.
—Mira,   Lena,   todo   eso   suena genial, pero lo que me estás contando procede de un mito inventado hace miles de años. Perséfone nunca existió y, aunque   existiera,   no   era   una   diosa porque los dioses no existen…
Ella también se levantó.
—¿Cómo quieres que te lo demuestre?
—No sé —dije, titubeando—. Haz algo propio de un dios.
—Creía que ya lo había hecho —el fuego de sus ojos no se disipó—. Puede que haya cosas que no te diga, que no puedo decirte, pero no soy una mentirosa y jamás intentaré engañarte.
Me asustó la intensidad de su voz. Creía de veras lo que estaba diciendo.
—Es imposible —dije en voz baja
—. ¿No?
—Pero está sucediendo, así que tal vez sea hora de que revises tu idea de lo que es posible y lo que no.
Me dieron ganas de quitarme los tacones, tomar el camino que llevaba a la verja y marcharme de allí, pero me detuvo el recuerdo de mi sueño. La parte de mi ser que quería quedarse por ella se impuso al escepticismo y la temperatura bajó veinte grados de golpe.
Me estremecí.
—¿Kara?
Me quedé paralizada, con los pies pegados al suelo. Yo conocía esa voz, y después de lo sucedido el día anterior no esperaba volver a oírla.
—Cualquier cosa es posible si le damos la oportunidad de suceder —dijo Lena con la mirada fija en algo que había detrás de mí.
Me giré.
A menos de tres metros de nosotros estaba Ava.

Aprendiz de Diosa (1ra Parte) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora