Capítulo 9

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El regreso de Ava


No sé cuánto tiempo estuve allí, abrazando a Ava tan fuerte que seguramente no la dejaba respirar. El tiempo pasó muy despacio, y solo podía pensar en cómo me estrechaba los hombros mientras intentaba no llorar.
—Ava —dije con voz ahogada—, creía que… Winn me dijo… Todo el mundo pensaba que estabas muerta.
—Y lo estoy —respondió con voz suave pero reconocible—. O, por lo menos, eso dicen.
No   pregunté   qué   había   pasado. Lena lo había hecho una vez, y aunque decía que no podía repetirlo, tal vez lo hubiera intentado después de todo. Quizás hubiera descubierto que no era tan imposible.
Pero  si  estaba  muerta  (muerta  de verdad), ¿significaba eso que Lena decía  la  verdad?  ¿Era  así  como intentaba demostrármelo? Sentí ceder el suelo bajo mis pies. Mi razón decía a gritos que aquello no podía estar pasando, pero estaba abrazando a Ava, sentía su cuerpo cálido y era imposible que alguien se tomara tantas molestias para   gastar   una   inocentada.   En   el instituto todo el mundo la creía muerta. Winn la creía la muerta y yo confiaba en  él,  estaba  segura  de  que  no  me mentiría así.
—Kara —dijo, apartándome—, cálmate. No voy a ir a ninguna parte.
Me aparté. Notaba el escozor de las lágrimas en los ojos y veía borroso.
—Más te vale. ¿Puedes quedarte?
—Todo el tiempo que tú quieras.
Vi a Lena por encima del hombro de Ava. Se había apartado y estaba mirando hacia otro lado.
—Lena, ¿puede quedarse?. Asintió.
—Puede quedarse en la finca, pero no puede salir.
Miré otra vez a Ava y me sequé los ojos con el dorso de la mano.
—Esto no es justo.
—¿Qué no es justo? —preguntó.
—Que yo pueda marcharme y tú no. Se rio, y su risa alegre me crispó los nervios.
—No  seas  absurda,  Kara.  Tengo unos cuarenta años antes de que lleguen mis padres y me digan lo que puedo o no puedo hacer, y apuesto a que aquí hay montones de chicos guapísimos. Voy a tener un montón de cosas que hacer.
—No demasiadas, espero —dijo Lena—. Ava, ¿te importaría dejarnos solas unos minutos?
Ella sonrió.
—Sí. Pero ¿puedo ponerme otra ropa?
Me fijé entonces en que solo llevaba puesta una larga túnica blanca.
—Arriba tengo un armario lleno de cosas —dije—. Pregunta por Verónica. Te enseñará dónde está todo.
—Gracias  —me  dio  un último abrazo y me susurró al oído—: Está buenísima —luego se alejó brincando hacia la casa.
La vi marchar.
—Creía que no volvería a verla.
—Es  lógico  —comentó  Lena. Estaba tan cerca de mí que sentí el calor de su cuerpo—. A veces juzgamos mal lo que es posible y lo que no.
Lo miré y una tensión extraña y desagradable se extendió por mi cuerpo. Por mi cabeza desfilaron un montón de preguntas, pero solo una de ellas iba envuelta en una delicada burbuja de esperanza. Tal vez, si esperaba para formulársela, estallaría la burbuja.
—Entonces, ¿el sueño con mi madre era real?
Pareció muy satisfecho de sí mismo.
—¿Disfrutaste?
—Sí —titubeé—. ¿No… no volverá a repetirse?
—Sí —me miró atentamente, como si temiera que fuera a desmayarme.
Y estuve a punto.
—Mientras estés aquí podrás verla cada noche.
Estudié  el  dibujo  de  la  fuente  de mármol, siguiendo con los ojos las líneas quebradas y las volutas.
—Gracias. Muchísimas gracias.
—No tienes por qué dármelas — pareció desconcertado—. Te dije que cumpliría nuestro acuerdo y voy a hacerlo.
—Lo sé —pero en realidad no había creído que de verdad eso significara que iba a poder pasar más tiempo con mi madre. Y no junto a su lecho de muerte, tomándole la mano con la esperanza de que  se  despertara,  sino  hablando  con ella como cuando no estaba enferma, como si los cuatro años anteriores se hubieran esfumado. Aquello superaba con creces todas mis esperanzas.
Pero que ella cumpliera su parte del acuerdo significaba que yo también tenía que cumplir la mía, y eso me asustaba. El  miedo  comenzó  a  invadir  poco  a poco mi mente y mi cuerpo cuando me di cuenta de que tendría que intentar lo que nadie antes había logrado. En cierto modo, era como si hubiera firmado mi propia sentencia de muerte.
—¿Y ahora qué? ¿Qué se supone que tengo que hacer?
—Ser tú misma, nada más —posó la mano sobre mi hombro, como había hecho con Ava. Pero parecía temerosa de tocarme y el contacto duró solo unos segundos—.  Es  probable  que  las pruebas sean cuando menos te lo esperes. No soy yo quien se encarga de administrarlas, ni soy quien debe tomar la decisión final.
—La verdad es que no se me dan muy bien los exámenes sorpresa —dije.
Se rio y su risa me envolvió y ayudó a disipar parte de mi nerviosismo.
—No son exámenes de ese tipo, ningún profesor va a ponerte nota. Evalúan cómo eres, no lo que tienes almacenado en el  cerebro. Es  posible que te des cuenta de que se trata de una prueba en el momento en que esté pasando, y es posible que no. Pero, en todo caso, sé tú misma. Es lo único que se te puede pedir.
Rozó mi mejilla con los dedos un instante. Esa vez, no me aparté.
—Pero ¿para qué  las  pruebas? — pregunté—. ¿Por qué son necesarias?
—Porque el premio no es algo que podamos entregar a la ligera y tenemos que asegurarnos de que puedes asumirlo.
—¿Cuál es el premio?
—La inmortalidad.
Sentí que un bloque de hielo se formaba en la boca de mi estómago. Así que ahora mi disyuntiva era vivir para siempre o morir en el intento… o bien renunciar a las últimas conversaciones que  podía  tener  con  mi  madre.  No parecía justo.
—Lo harás bien —afirmó—. Lo presiento.  Y  después  me  ayudarás  a hacer algo que nadie más es capaz de hacer. Tendrás un poder inimaginable, y no volverás a temer a la muerte. No envejecerás y siempre serás hermosa. Tendrás  la  vida  eterna  para  pasarla como desees.
Me recorrió un escalofrío y no supe si  era  por  cómo  hablaba,  por  lo  que decía o por cómo me miraba. No quería pensar   en  vivir   eternamente  sin  mi madre. Pero si Lena había podido devolverme a Ava…
—Quizá —dijo en voz baja—, hasta puedas aprender a nadar.
Aquello rompió el hechizo. Solté un bufido sin poder evitarlo.
—Lo dudo mucho. Sonrió.
—O puede que algunas cosas sean imposibles, después de todo.
Después  de  que  Lena  me devolviera a la sala del desayuno, comí tan deprisa que apenas me dio tiempo a saborear la comida a pesar de que tenía un aspecto delicioso. Había una montaña de tostadas untadas con mantequilla, beicon en cantidad, hasta una bandeja de tortitas con sirope de arce, pero Ava estaba en alguna parte de la mansión y quería volver a verla. Necesitaba cerciorarme  de  que  de  verdad  estaba allí. Solo después de comerme unos huevos cocinados exactamente como los hacía mi madre caí en la cuenta de que esa noche, por primera vez desde hacía semanas, no había tenido pesadillas. Tomé nota de que debía preguntarle a Lena si se debía a que había soñado con mi madre. Tenía que ser por eso, aunque lo cierto era que yo había esperado  que  Midvale  Menor  empeorara mis pesadillas, más que ahuyentarlas.
Antes de que pudiera ir en busca de Ava, sin embargo, Jess me informó de que tenía que conocer a mi tutor. Cuando  acabé  de  desayunar  solo quedaba  Ella  para  servirme  de  guía; Ella, en cambio, había desaparecido. Confié en que estuviera ocupada ayudando  a  Ava,  aunque  teniendo  en cuenta lo mucho que parecía detestarme, me pareció lo más lógico que procurara evitar mi presencia.
Cuando íbamos de camino pasamos junto a una fuente llena de fruta y me acordé de una pregunta que no había podido hacerle a Lena.
—¿Por qué catas mi comida? Jess me abrió una puerta.
—Para asegurarnos de que nadie intenta matarte.
—¿Y por qué iban a intentar matarme?
Me miró de un modo que me hizo sentir  idiota  por  no  saber  ya  la respuesta.
—Porque si Lena cede el control sobre  el  Inframundo,  otro  ocupará  su lugar. No todo el mundo está loco por ti, ¿sabes?
—Espera. ¿Qué has dicho? —había estado tan preocupada pensando en lo que sería de mí si pasaba las pruebas que no me había parado a pensar en lo que le sucedería a Lena si fracasaba—.
¿A quién te refieres?
—Eso no puedo decírtelo. ¡Cuidado! Me paré en seco cuando estaba  a punto de chocar contra un jarrón colocado en un pedestal. Parecía muy caro. Y antiguo. Y hecho a mano. Contuve la respiración y lo bordeé con cuidado.
—Por  aquí  —dijo  señalando  otra puerta. La empujó y al entrar me fijé en la única cosa que parecía digna de atención: una mesita de madera con una silla a juego a cada lado. Todo lo demás era  de  un  blanco  apagado,  y  olía  a recién pintado.
—Luego nos vemos —dijo Jess al cerrar la puerta a mi espalda.
Me giré e intenté seguirla, pero tropecé con la gruesa alfombra.
—¡Espera! —grité, pero era demasiado tarde. La puerta ya se había cerrado y vi con espanto que no había picaporte. Era imposible abrirla si no había alguien al otro lado.
Me quedé allí como una idiota casi un  minuto,  intentando  descubrir  cómo salir. En la pared del fondo había un ventanal, pero estábamos en el segundo piso de la mansión. Saltar no sería un suicidio posiblemente, pero dolería. Aparte de la puerta no había otras salidas,  así   que  no  me  quedó  más remedio que esperar.
Me quité los zapatos, me senté a la mesa con los pies doloridos y crucé los brazos. La silla era incómoda y hacía calor  en  la  habitación,  pero  por  lo menos ya no tenía que andar con los dichosos tacones.
El fuerte olor a incienso que impregnaba el aire me hizo estornudar. Miré hacia atrás, vi de pronto una cara conocida y los ojos estuvieron a punto de salírseme de las órbitas. Detrás de mí, de pie, estaba Alex, la secretaria del instituto, vestida con una túnica blanca parecida a la de Ava. La túnica era preciosa y se hinchaba, ondulando, tras ella, pero no era nada comparado con su pelo.  Si  antes  lo  tenía  rojo,  ahora  lo tenía de color rubí, y brillaba tanto al sol que casi deslumbraba. Era imposible que fuera natural.
—Hola, Kara —dijo con una sonrisa amistosa—.  Me  alegro  de  volver  a verte.
Titubeé.
—Lo mismo digo.
Se sentó delante de mí con una gracilidad    que    cualquier    bailarina habría dado un brazo por tener, y sin poder evitarlo sentí una punzada de amargura. ¿Qué se suponía que iba a enseñarme? ¿A ser hermosa?
—¿Hay en la casa alguna otra persona de Midvale y aún no me he enterado? —pregunté. Primero Sofía y ahora Alex. ¿Aparecería también Jack misteriosamente?
Esbozó una sonrisa divertida.
—Supongo que tendrás que esperar, a ver qué pasa, ¿no crees? Disculpa el subterfugio, querida. Te doy mi palabra de que fue por tu bien.
—Sí, ya me lo imagino —mascullé. No me gustaba saber que me habían engañado—. Entonces, ¿tú vas a ser mi tutora? ¿Vas a enseñarme Álgebra y Ciencias y esas cosas?
Se rio, y su risa sonó como un tintineo.
—No,  cosas  más  interesantes. Mucho más interesantes. Lena quiere que estés preparada por si pasas las pruebas,  de  modo  que  tienes  que aprender acerca de las personas. Cómo actúan, cómo se ven a sí mismas y a los demás,  por  qué  toman ciertas decisiones.  Psicología,  principalmente. Y también algo de Astronomía y de Astrología. Aparte de eso, lo más importante es que aprendas sobre este mundo. No solamente sobre el Inframundo, sino sobre todo él.
—¿Sobre  Mitología?  —la  palabra me pareció pastosa al pronunciarla.
—Aquí no es Mitología —contestó con un guiño—. Mientras lo recuerdes, todo irá bien —sacó un grueso libro como de la nada y lo depósito sobre la mesa, que chirrió.
—¿Tengo que leerlo? —pregunté.
—No te preocupes —dijo—, tiene ilustraciones.
No me pareció una respuesta muy tranquilizadora.
—¿Por qué tengo que aprender todo eso?
No tuvo ocasión de responder. La puerta sin picaporte se abrió de pronto y empezaron a oírse gritos ininteligibles.
Me  levanté  tan  deprisa  que  estuve  a punto de volcar la silla. Alex pareció irritada, pero siguió sentada y no abrió la boca.
Jess, Verónica y Ava entraron como si las tres estuvieran empeñadas en ser las primeras en irrumpir en la habitación. Ava llevaba un vestido rosa que yo habría preferido quemar antes que ponérmelo, y Verónica la seguía hecha una furia.
—¡No puedes apropiarte de lo que no te pertenece! —gritó con la cara colorada por la rabia.
—Díselo, Kara —me suplicó Ava.
—Lo siento —dijo Jess, abriéndose  paso  a  empujones—.  He intentado detenerlas, pero no han querido escucharme…
—Es ella la que no escucha —dijo Verónica señalando a Ava.
—¿Perdona? Eres tú quien no quiere hacerme caso.
Se miraron como si fueran a lanzarse a degüello la una contra la otra. Por fin salí de mi estupor y me acerqué.
—Parad las dos de una vez. ¿Todo esto es por el vestido?
Se quedaron calladas y sentí las oleadas de resentimiento que despedían ambas. Fue Jess quien contestó:
—Tu amiga ha entrado en tu habitación buscando algo que ponerse y Verónica le ha dicho que no podía. Dice que tú le has dado permiso y que no tiene nada más que ponerse, pero Verónica le ha dicho que hay otras cosas y que si esperaba un poquito podía…
—¡Estaba   desnuda   y   esta   bruja quería  que  me  marchara!  —exclamó Ava, y se puso a mi lado.
Vi de reojo que lanzaba una mirada fulminante a Verónica, cuyo rostro parecía perfectamente inexpresivo ahora que se había calmado.
—Estaba en tu habitación —dijo con frialdad—. Y nadie puede entrar en ella sin mi permiso expreso.
—Es mi habitación —contesté—. Parece  lógico  que  si  yo  le  digo  que puede entrar, pueda entrar, ¿no crees?
Se quedó callada. Suspiré.
—Está bien, escuchad. Ava puede entrar en mi cuarto siempre que quiera, ¿de acuerdo? Pero necesita tener una habitación para ella si es que hay alguna libre.
Ava resopló.
—En este sitio hay montones de habitaciones.
No le hice caso.
—Y también necesita ropa. Portaos bien las dos, ¿de acuerdo? Por favor.
La cara que puso Verónica me heló la sangre en las venas.
—Como deseéis, Alteza —dijo con voz crispada antes de girar sobre sus talones y marcharse.
Si antes no estaba segura de si me odiaba, ahora ya lo sabía. Tendría que pasarme los seis meses siguientes embutida en corsés y miriñaques.
—Bueno —dijo Jess con una vocecilla—, me llevo a Ava para buscarle una habitación.
Ava dio un respingo.
—No soy una niña. No hace falta que me lleves de la mano.
—Está bien, Jess —dije—. Ya lo haré yo cuando acabemos aquí. De todos modos, tengo que explorar la casa. Puedes acompañarnos si quieres.
—Ya hemos terminado —dijo Alex, exasperada—. Lee las páginas que he marcado para mañana. Haré que lleven el libro a tu habitación.
Asentí sin saber qué decir. Al mirar a Ava sentí una punzada de mala conciencia. Era culpa mía que estuviera allí y que tuviera que aguantar todo aquello. Verónica no parecía llevarse bien con nadie, pero era mi deber asegurarme de que Ava no lo pasaba mal. El hecho de que yo estuviera allí atrapada no significaba que ella también tuviera que pagar los platos rotos.
El resto de la mañana no fue mucho mejor, y la tarde fue cien veces peor. Después de comer, Verónica se reunió con nosotras y nos siguió en silencio, como una sombra, mientras recorríamos la mansión. Me puso tan nerviosa que me dieron ganas de tirarme del pelo. Por suerte, después de algunas pullas bien dirigidas, procuró evitar a Ava y Ava hizo un esfuerzo por ignorarla.
Para mí era tranquilizador que Ava estuviera   allí.   Era   un   trozo   de   la realidad  que  conocía  y  del  que  me servía para anclarme, la prueba que necesitaba  de  que  todo  no  era  una extraña y compleja alucinación. Con ella allí me resultaba más fácil creer que no me estaba volviendo loca. Tal vez eso era lo que pretendía Lena.
Mientras recorríamos los pasillos y explorábamos las innumerables habitaciones, no me despegué de Ava. A ella no pareció importarle, y hasta me agarró del brazo, me llevó de un lado a otro y fue describiéndome las habitaciones como si intentara venderme una casa. Jess también intervenía, pero Ella siguió manteniendo las distancias. A pesar de la tensión, fue divertido. Pero las cosas se volvieron insoportables  cuando  volvimos  a  mi suite, y todo por culpa de la noticia que Sofía nos llevó a media tarde.
—¿Un baile? —dije, desanimada—. ¿De los de bailar?
A las demás no pareció importarles. Jess soltó un chillido de contento y hasta Ella pareció animada.
—¿Un baile? —preguntó Ava mientras daba palmas de emoción—. Y yo sin nada que ponerme. ¿Qué voy a hacer?
—¿Saquear otro armario? —dijo Verónica, pero no le hicimos caso.
—Un baile formal, mañana por la noche —explicó Sofía—, celebrado por el consejo en tu honor. Casi siempre se celebra en el solsticio de invierno, pero dado que eres la última y todo el mundo está ansioso por conocerte, lo han adelantado.
—¿Quieres decir que no tiene nada que ver con el hecho de que la mitad de las chicas murieran en sus bailes de bienvenida  y  con  que  Lena  quiera asegurarse de que va a sobrevivir antes de invertir más tiempo en Ella? — preguntó ella con aire inocente.
Sofía  le  lanzó  una  mirada  y  se volvió hacia mí.
—Considéralo tu presentación en sociedad.
Respiré hondo y procuré hacer caso omiso de lo que había dicho ella. Lena no permitiría que me ocurriera nada. Sobre todo teniendo en cuenta que yo era su última oportunidad.
—No necesito presentarme en sociedad. La sociedad y yo no nos tratamos desde hace años, y nos va perfectamente a las dos, muchísimas gracias.
—¿Esta vez viene todo el consejo? —preguntó Jess con nerviosismo.
—Es por Lena —afirmó Verónica con una  mueca  de  fastidio—.  ¿De  veras tienes alguna duda de que quieren conocerla todos?
—¿Qué  es  el  consejo?  —pregunté —. ¿Y por qué os da tanto miedo?
—No  nos  da  miedo  —respondió Verónica al sentarse en un sillón, algo apartada—. Es la familia de Lena. Sus hermanos, hermanas y sus sobrinos y sobrinas, aunque en realidad no son parientes  consanguíneos.  Es  más  bien que se han adoptado los unos a los a los otros, puesto que comparten al mismo creador y son los seis dioses originales.
En todo caso, así se llaman entre sí, y es una forma de hacerlo tan buena como otra cualquiera.
—¿Zeus y tal? —preguntó Ava, sentada sobre mi cama—. ¿El de los rayos?
Casi vi cómo empezaba a salir humo por las orejas de Verónica.
—¿Estás loca o sencillamente es que eres idiota?
Ava soltó un bufido.
—Ninguna de las dos cosas, si no te importa. Jess, ¿es el de los rayos?
—Sí, ese es —dijo Jess desde el sillón en el que se había dejado caer al saber la noticia—. Es el hermano de Lena.
Me mordí el labio sin saber qué decir. Ya me costaba creer todo aquello. Si además aparecía el rey de los dioses, sería casi imposible que me lo tomara en serio. Además, no me cabía ninguna duda de que si empezaba a creerme lo que estaban diciendo, me desmayaría en el acto, y no me apetecía nada. De momento, el consejo era solo la familia de Lena. Una familia muy grande e imponente, pero su familia. Lo de los rayos y los truenos podía olvidarlo mientras tanto.
—Una nueva norma —dije tragándome el nudo que tenía en la garganta—. Nadie puede hablar de ellos a  menos  que  yo  pregunte.  Me  estáis asustando y no lo conseguiré si estoy asustada, así que… dejémoslo. Por lo menos hasta que pase el baile, ¿de acuerdo?
No pareció disgustarles la idea y asintieron, incluso Ava.
—De   todos   modos,   no   se   nos permite contarte gran cosa —reconoció Jess.
Fruncí el ceño, pero no insistí. Si Lena no quería contármelo, tendría que descubrirlo por mis propios medios.
—Una cosa más —dijo Verónica—. Es lo último que digo, pero es necesario que lo sepas. El consejo será quien decida si superas las pruebas o no. Y si no apruebas, serán ellos quienes decidan qué hacer contigo después.
Empezó a darme vueltas la cabeza y dije con una vocecilla:
—¿Qué hacer conmigo después? Creía que Lena había dicho que no me acordaría de nada.
Jess lanzó una mirada asesina a Verónica.
—¡No te preocupes! —dijo—. No recordarás nada. Y no te harán daño ni nada parecido. Al menos, eso creo — titubeó—. Hasta ahora nadie ha llegado a ese punto.
Por cómo me miró Verónica tuve la sensación  de  que  no  me  estaban diciendo toda la verdad. Me dio un vuelco el estómago y por un momento pensé  que  iba  a  vomitar.  Si  no  les gustaba lo tenía crudo, y a nadie le importaría lo que hicieran conmigo.

Aprendiz de Diosa (1ra Parte) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora