Capítulo 14

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Navidad


Durante las dos semanas siguientes, el tiempo que pasé con Lena se me hizo casi insoportable. Seguimos pasando las veladas  juntas,  pero  ya  no  era  fácil como antes, y cada conversación, cada roce accidental, parecía cargado de tensión. Ya nunca me miraba a los ojos y cuanto más se acercaba Navidad más parecía distanciarse de mí. Cuanto más se distanciaba ella, más ganas me daban a mí de tirarme del pelo y de decirle sin rodeos que o las cosas cambiaban o me largaba. Pero era una amenaza hueca y se daría cuenta, ese era el problema.
Y lo que era peor aún: me daba miedo que me tomara la palabra.
—No lo entiendo —dije, paseándome de un lado a otro por la acera—. Se comporta como si ya no quisiera tener nada que ver conmigo.
Estaba con mi madre cerca de un parque  infantil,  en  Central  Park,  y  a pesar de que ya había pasado la primera mitad de mi estancia en Midvale Menor y una gruesa capa de nieve había rodeado la mansión con la llegada del solsticio de invierno, allí estábamos en pleno verano. Oía a lo lejos los gritos de los niños, pero estaba tan absorta pensando en la conducta de Lena que no podía disfrutar de nada.

—¿A qué crees que se debe? — preguntó mi madre. Estaba sentada en un banco y me miraba tranquilamente.
—No lo sé —contesté, exasperada
—.  ¿Y  si  de  veras  se  ha  dado  por vencida? ¿Qué voy a hacer entonces?
—Seguir intentándolo hasta que no te queden más oportunidades —contestó con una nota acerada que me hizo preguntarme si de veras le preocupaba aquello tan poco como parecía—. Y si eso pasa, seguir adelante aun así.
Me metí las manos en los bolsillos. No era tan fácil y ella lo sabía.
—Winn  dijo  que  ninguna  de  las otras chicas había sobrevivido más allá de Navidad. ¿Crees que puede ser por eso por lo que me evita? ¿Que tal vez crea que voy a caer fulminada en cualquier momento?
—Puede ser —dijo—. O puede que se haya dado cuenta de que le importas y tema perderte a ti también.
Solté un bufido.
—Lo dudo mucho. Ni siquiera me mira.
Mi madre suspiró.
—Eres tú quien pasa tiempo con ella Kara, no yo. Yo solo puedo juzgar por lo que me dices, y si Lena de verdad es tan infeliz como parece, dudo que haya otra  persona  aparte  de  ti  capaz  de sacarla de su tristeza.
—¿Y cómo sugieres que lo haga? —  pregunté con más aspereza de la que pretendía. Enseguida me sentí culpable y me acerqué a ella. Se retiró para dejarme sitio en el banco y me senté a su lado.
—Como puedas —contestó mientras me apartaba un mechón de pelo de los ojos—. Si quieres hacer esto por ella, no vas a tenerlo fácil. No será fácil superar el resto de las pruebas, pero tampoco será  fácil  darle  un  motivo  para continuar.
Fruncí  el  ceño  y  me  devané  los sesos por  enésima vez, intentando dar con algún motivo, pero no se me ocurrió ninguno. Había tenido una ocurrencia brillante  para  hacerle  un  regalo  de Navidad a Lena, pero hasta eso era un riesgo.
—Pero estás teniendo cuidado, ¿verdad? —preguntó mi madre, preocupada—. No quiero que te pase nada, y si lo que dice es cierto y hay peligro…
—No pasa nada —dije—. En serio. Nadie ha intentado liquidarme todavía, te lo aseguro. Y si no consigo convencer a Lena de que merece la pena seguir adelante, puede que de todos modos me maten.
—No hables así. No me importa lo que pase en los próximos tres meses, pero no puedes darte por vencida, ¿me has entendido?
Hablaba con tanta pasión que me sobresalté, y me erguí en el banco.
—No voy a darme por vencida — dije—. Pero si Lena ni siquiera lo intenta, morirá y tú…
Y Veronica moriría también. Yo sabía que era inevitable, pero aún no estaba lista para decirle adiós. Quedaban todavía tres meses para el equinoccio de primavera, y pensaba disfrutar de cada segundo que pasáramos juntas. No iba a permitir que Lena me lo impidiera.
—Tú seguirás viviendo, pase lo que pase con Lena o conmigo —afirmó mi madre, aunque con voz más suave—. Ninguna  de  los  dos  merece  que renuncies a tu vida por nosotros, y si lo haces serás igual que Lena. Pero yo sé que eso no va a pasar, ¿verdad?
Asentí en silencio. Si hubiera tenido el ímpetu y la convicción de mi madre, estaba segura de que no me habría sido tan difícil convencer a Lena.
—Quizá deberías hablar con ella. Seguro que a ti te haría caso.
—Seguramente.
Vi un destello en sus ojos que no entendí.
—Pero eso es asunto tuyo, cariño, y sé que puedes hacerlo.
No me quedaba otro remedio, si no quería que se muriera todo el mundo a mi alrededor.
—Espero que tengas razón.
Me dio un sonoro beso en la mejilla.
—Yo siempre tengo razón.
No pudimos decir nada más porque el cielo se oscureció de pronto. Levanté la vista, sorprendida, y cuando me volví hacia mi madre para preguntarle qué ocurría,  había  desaparecido  y  en  su lugar estaba la última persona a la que me apetecía ver.
Winn.
Me levanté de un salto.
—¿Qué diablos haces tú aquí? ¿Qué has hecho con mi madre?
—No pasa nada —dijo, poniéndose en pie.
Eché a andar a toda prisa por el sendero en busca de mi madre, pero me alcanzó enseguida.
—Escucha, Kara… Tu madre está perfectamente. Quiero hablar contigo.
—¿Y por eso me robas el único rato que puedo pasar con ella? —me giré y se paró en seco, a unos centímetros de mí—. El hecho de que seas una especie de dios no te da derecho a hacerme esto. Te dije que no te acercaras a mí.
—Lo sé —se metió las manos en el bolsillo. Tenía una mirada tan triste que olvidé por un momento que era el malo de la película—. Solo necesito que me concedas unos minutos, y te prometo que luego todo volverá a la normalidad. Por favor.
Suspiré, irritada.
—Está bien. Tienes cinco minutos.
—Es más que suficiente —sonrió, pero al ver que seguía mirándolo con enfado su sonrisa se borró lentamente—. No soy yo quien intenta matarte.
Parpadeé, sorprendida. No me esperaba que dijera aquello.
—Sería lo más lógico que fueras tú —dije despacio—. Puedes negarlo todo lo que quieras, pero sería una idiota si te creyera sin más, sin ninguna prueba.
Inclinó la cabeza, haciendo un extraño y arcaico gesto de asentimiento, lo cual me hizo recordar quién y qué era.
—Yo no te pediría tal cosa, pero si quieres puedes preguntar a Lena. Nunca he   participado   en   las   pruebas   por razones obvias. Eres mi amiga y jamás te haría daño.
—¿Por eso he sobrevivido tanto tiempo? —dije con acritud—. ¿Porque somos amigos?
Su semblante se ensombreció.
—Ya te he dicho que no soy el asesino. Tú me conoces, deberías saberlo.
—Últimamente tengo la sensación de no conocerte en absoluto —repliqué, y al menos tuvo la decencia de parecer avergonzado.
—Has sobrevivido tanto tiempo porque todos hemos tomado medidas extraordinarias para mantenerte a salvo —dijo—. Los  guardias, las  damas  de compañía, los catadores… No tienes ni idea de lo atentamente que te vigilan.
Sentí un escalofrío.
—Después de un siglo, ¿en serio no tenéis ni idea de quién es el asesino? Creía que los dioses erais omniscientes.
Se rio, pero su risa sonó hueca.
—Sería estupendo, ¿verdad? Resolvería un montón de problemas. Pero no, no lo somos. Hemos seguido las pistas, hemos cambiado al servicio, hemos interrogado a todo el mundo, pero no hemos llegado a ninguna conclusión. Lena hasta ha bajado al Inframundo a interrogar a las chicas que fueron asesinadas,  pero  no  vieron ningún indicio de lo que iba a ocurrir.
Fruncí   el   ceño.  Sabía  que   para Lena era muy duro saberme en peligro, pero no podía ni imaginar lo terrible que tenía que haber sido para ella hablar con las chicas que habían muerto por ella.
—Entonces, ¿qué? —pregunté, exasperada, para disimular mi miedo—. Si a vosotros no se os ocurre nada, yo no tengo nada que hacer. No podré descubrirlo, así que ¿por qué me cuentas todo esto?
—Porque no quiero que te pase nada —respondió—.  No  hace  falta  que confíes en mí, pero al menos escucha lo que te digo y haz lo que tengas que hacer para protegerte. Lena se ha asegurado de  que  el  asesino  no  pueda  volver  a utilizar ninguno de los métodos que empleó con las otras chicas, pero eso solo significa que intentará hacerlo de otro modo. Lena lo sabe, todos lo sabemos, y tú también debes saberlo.
—Genial —contesté poniendo cara de fastidio—. Así que en lugar de temer que me envenenen  con   la   comida, ¿debería estar atenta por si me ataca un enjambre de abejas asesinas? ¿O por si me cae un yunque encima de la cabeza?
—Debes  estar  atenta  a  cualquier cosa que se salga de lo normal —dijo —.  Y  si  alguna  vez  sospechas  que ocurre algo raro, sal de donde sea, ¿de acuerdo? Da igual que parezcas caerles bien.  Alguien  en  esa  casa  te  quiere muerta, y si quieres tener alguna oportunidad de sobrevivir, no debes olvidarlo.
No  respondí.  Me  había acostumbrado a vivir en Midvale Menor y, aunque no era perfecto, al menos ya no me sentía desgraciada. Sin embargo, la idea de que la persona que intentaba matarme podía ser alguien a quien conocía me impresionó más profundamente  de  lo  que  quise reconocer. Por primera vez comprendí que no eran solamente las vidas de mi madre y de Lena las que estaban en juego, sino también la mía.
—¿Por qué me cuentas esto?— pregunté en voz baja mientras se oía un trueno—. Si muero, Lena se desvanecerá  y  tú  conseguirás  todo  lo que deseas.
Fijó la mirada en el suelo.
—Todo, no.
Antes de que me diera a tiempo a pensar si se refería a perderme a mí o a perder a Lena, empezó a llover a mares por primera vez en mis sueños.
—Prométeme  que  tendrás  cuidado —dijo   Winn—.  Prométeme  que   no harás ninguna tontería.
Asentí. Ardía en deseos de encontrar un   pedacito   de   felicidad   entre   los jirones de mi vida, pero no estaba dispuesta  a  morir  por  ello.  Por  mi madre, sí, pero no por mí misma.
—Gracias —dijo, aliviado—. Nos veremos en primavera. Y Kara…
Lo miré en silencio mientras el parque empezaba a emborronarse.
—Lo  siento  —añadió,  y  fue   lo último  que  oí  antes  de  que  me envolviera por completo la oscuridad.
Seguía furiosa con él, pero cuando me desperté sola en mi cama, no pude evitar pensar que, mientras luchaba con tanto ahínco por salvar la vida de mi madre y la de Lena, quizá Winn solo intentaba luchar por salvar la mía.
La Navidad era la única fiesta que celebrábamos mi madre y yo, y siempre era muy alegre. En nuestro minúsculo apartamento de Nueva York apenas había sitio para un árbol, pero aun así metíamos uno en el rincón del cuarto de estar y nos pasábamos horas decorándolo. Un trocito de naturaleza en una jungla de metal, decía mi madre cuando nos retirábamos para admirar nuestra obra, al acabar.
Al lado de los enormes árboles navideños dispersos por Midvale Menor, los nuestros habrían parecido ramitas. Parecieron crecer de la noche a la mañana por toda la mansión, y el aroma a galletas impregnó los pasillos durante semanas. Los sirvientes parecían flotar de contento, y en   todas partes se respiraba una atmósfera alegre que no podía ignorar ni en mis peores momentos. Yo esperaba que celebraran el solsticio de invierno y no la Navidad, pero  Veronica  me  aclaró  que  iban a celebrarla en mi honor.
Tenía siempre presente que ninguna de las demás chicas había sobrevivido más allá de Navidad, y pese a lo enfadada  que  estaba  con  Winn procuraba no quedarme nunca sola. Pero a medida que se acercaba la Navidad veía cada vez menos a Lena, y eso dificultaba las cosas. Durante el otoño nos veíamos de vez en cuando por la mansión,  pero  ahora  solo  conseguía verla por  las  noches. Las  cosas entre nosotros iban de mal en peor, y pese al consejo de mi madre no encontraba el modo de insuflarle el deseo de vivir. Confiaba en sobrevivir a la Navidad, pero de todos modos eso no me garantizaba nada. Y en cuanto a la posibilidad de que me asesinaran, ni siquiera me permitía pensarlo.
Sabía, no obstante, que quería que Lena pasara una Navidad feliz. Se suponía que todos los habitantes de la casa cenaríamos juntos y, aunque eso era un buen comienzo, yo quería enseñarle cómo solíamos pasar la Navidad mi madre y yo. Tal vez si la invitaba a compartir una parte íntima de mi vida ella haría  lo  mismo  por  mí,  o  al  menos dejaría de ponerme mala cara. Además, egoístamente,  no  quería  pasar  la Navidad sola.
El día de Nochebuena, mientras desayunaba, apareció en mi habitación un árbol de Navidad gigantesco, junto con dos grandes cajas de adornos. Mis clases se habían suspendido con motivo de las fiestas, así que llevé a Ava a rastras a mi cuarto para que me ayudara antes de que tuviéramos que arreglarnos para la cena. Cuando no estaba con Lena, Veronica era la única persona con la que me atrevía a estar sola. A fin de cuentas, no había coincidido allí con las otras chicas, y yo estaba más o menos segura de que no iba a intentar matarme por no aceptar el ofrecimiento de Lena en el equinoccio de otoño.
A primera hora de la tarde, sin embargo, empecé a arrepentirme de haberla invitado.
—Si   llego  tarde  a   mi   cita  con Mon-el esta noche, te haré responsable a ti personalmente —dijo malhumorada mientras intentaba desenredar una sarta de bombillitas.
Kripto, mi perrito, nos observaba con interés.
—No  tires  tan  fuerte  —dije, saltando por encima de un montón de espumillón para quitarle las luces de las manos—. Son muy delicadas. Y no vas a llegar   tarde.   Además,   ¿no   estabas saliendo con Maxwell?
—Ya no —contestó con voz cantarina—. He vuelto con Mon-el y me ha invitado a su habitación para que cenemos en privado en vez de ir al banquete.
No contesté.
—Ten, ayúdame con esto —le ofrecí un extremo de la sarta de luces y desenredé el nudo hábilmente—. Ahora rodea   el   árbol…   ¡y   no   pises   los adornos! Sí, así.
Sujetó las luces mientras yo las colocaba, pero para decorar las ramas más  altas  tuve  que  servirme  de  un gancho.
—¿Qué vais a hacer Lena y tú esta noche?
—Es un secreto —contesté. Cuando di la vuelta al árbol y vi su cara tuve que poner  los  ojos  en  blanco—.  Eso  no.
¿Qué vais a hacer Mon-el y tú?
—Eso —me lanzó una mirada maliciosa y fruncí el ceño—. ¿Qué? Estoy muerta. Ya no importa.
—No juegues con ellos, Ava —me agaché para recoger algunos adornos de cristal y procuré olvidar la imagen de Lena y Perséfone que me asaltó de pronto. Necesitaba creer que Ava no le haría eso a alguien a quien amaba—. Lo digo en serio. Esto no es un juego. A Lena no le gusta que la gente líe las cosas, y no creo que te convenga hacerle enfadar. Por favor, hazlo por mí. Ten, coloca estos.
Ava agarró los adornos y empezó a colgarlos de cualquier forma, amontonándolos o poniéndolos en ramas que se inclinaron peligrosamente por su peso. Hice una mueca y empecé a cambiarlos de sitio. Seguimos así unos minutos, hasta que por fin se giró bruscamente  para  mirarme. Sobresaltada, dejé caer el adorno que tenía en la mano, pero por suerte cayó sobre la alfombra.
—Crees que soy una zorra, ¿verdad?
—¿Qué? —dije, fijándome en sus mejillas coloradas y sus ojos enrojecidos. Estaba a punto de llorar—. ¿Por qué piensas eso?
—Porque… —se puso otra vez a colgar adornos, haciendo temblar todo el árbol al tirar de las ramas. Se cayó otro adorno, y finalmente Ava se sentó en el suelo—. Creo que a Mon-el solo le gusto porque me acuesto con él.
—¿Y eso por qué? —pregunté con cautela al arrodillarme a su lado. Era muy posible que tuviera razón, pero eso no significaba que fuera el único motivo. Excepto Lena, todos los hombres la miraban allí donde iba, así que yo no entendía muy bien qué esperaba, si no eso.
—No sé —dijo—. Nunca hablamos. Me cuenta cosas o me enseña cosas, o me besa, pero si no me acuesto con él de pronto siempre encuentra algo que hacer. O intenta ponerme celosa con otras chicas.
—Entonces es que es un capullo — dije tajantemente—. Y estarás mejor sin él.
Sollozó.
—¿Tú crees?
—Sí, eso creo —hice una pausa—. ¿Y Maxwell? Era majo, ¿no?
Puso cara de fastidio.
—Me protegía tanto que casi no me dejaba respirar. Pero sí —añadió suavemente—, era majo. Muy sensible, pero majo.
—Entonces, ¿por qué no rompes con Mon-el?  —pregunté—.  Sobre  todo  si vas a ser más feliz sin él.
—Pero no voy a serlo —me miró llorosa—. Aquí estoy muy sola, Kara, tú lo sabes.  Tú estás   todo el tiempo ocupada y a Veronica no le caigo bien, y a mí no me cae bien Jess, y… Si no tengo a Mon-el, ¿quién me queda?
Intenté pensar en algo que decirle, pero no se me ocurrió nada. Ava estaba tan sola allí como yo, y aunque nos teníamos la una a la otra, o algo así, ella había perdido tantas cosas como yo al morir. Había perdido a sus padres, y aunque lo  disimulaba  bien, momentos como aquel servían para recordármelo.
—Lo siento —dije, abrazándola—. Aunque a veces esté ocupada, siempre puedes recurrir a mí, siempre estaré a tu lado. Te lo prometo. Pero ten cuidado, ¿de acuerdo?
Tardó unos segundos en reaccionar. Luego escondió la cara en el hueco de mi cuello y me rodeó con los brazos. Se echó a llorar, le temblaban los brazos y respiraba entrecortadamente. Le froté la espalda  para  tranquilizarla  y  lamenté que no se me dieran mejor aquellas cosas.   Nadie   a   quien  conociera  en Nueva York se había deshecho en lágrimas delante de mí. Pero de todos modos pareció ayudarla, así que me quedé quieta y esperé a que se desahogara por completo.
Por fin se apartó lo justo para mirarme. Al  ver  su mohín, comprendí que lo peor había pasado.
—¿Cómo podemos ser amigas si ni siquiera me dejas que te enseñe a nadar?—preguntó mientras se enjugaba los ojos con delicadeza.
—A mí no vas a convencerme poniendo esa cara, Ava —le advertí—, por más que te haya servido con tus novios.
Dejó caer los hombros otra vez y yo suspiré.
—No quiero aprender a nadar, pero no es por ti, es porque me da miedo el agua. No me puedo lanzar a  aprender como si nada, ¿entiendes?
Abrió mucho los ojos.
—¿Te  da  miedo  el  agua?  ¿Me  lo dices de verdad?
No  parecía dispuesta a  facilitarme las cosas.
—Me aterroriza —contesté—. Cuando tenía cuatro o cinco años, se me ocurrió que sería divertido nadar en el lago de Central Park, así que me tiré al agua y me hundí como una piedra. Mi madre tuvo que lanzarse a salvarme, y desde entonces ni siquiera me atrevo a intentarlo.
Hablar de mi madre tan tranquilamente me puso un nudo en la garganta, pero por suerte Ava no pareció notarlo. Me miró con aire calculador y yo comprendí que me había metido en un lío.
—¿Sabes qué te digo? —dijo, irguiéndose—. Que cuando haga mejor tiempo yo te enseñaré a nadar y tú… No sé, te deberé un enorme favor, ¿qué te parece?
—No puedes ofrecerme nada para convencerme de que me meta en el agua —me incorporé de nuevo y empecé a recoger adornos. Solo quedaban unos pocos y debajo de ellos había una cajita en forma de corazón, envuelta en delicado papel de seda rosa. En una tarjeta, escrito con letra florida, se leía mi  nombre. Fruncí  el  ceño  y tomé  la cajita—. ¿Esto es tuyo?
Ava la miró.
—No. ¿Dónde estaba?
—Con los adornos —desaté la cinta, pero Ava me apartó la mano de un golpe
—. ¡Eh!
—No  lo  toques  —dijo,  y dejó  la caja sobre la cama como si fuera una bomba a punto de estallar—. No sabes de dónde viene.
Me volví hacia los adornos, irritada.
—Es  un  regalo  de  Navidad,  Ava, ¿has oído hablar de ellos?
La advertencia de Winn resonaba en mi cabeza, pero solo había intentado desenvolver el regalo. No era tan idiota como para comerme o ponerme algo sin saber de dónde procedía. Además, quizá dentro hubiera una tarjeta firmada.
—El tuyo está debajo de la cama si lo quieres.
Se metió bajo la cama y sacó una cajita envuelta en papel azul, con su nombre puesto. La vi abrirla y sacar los aros  de  oro  que  había  dentro,  pero aunque intentó parecer entusiasmada no paraba de mirar mi regalo inesperado.
—Gracias —dijo mientras se ponía los pendientes—. Son preciosos.
—De nada —me acerqué a la cama
—. En serio, Ava, solo es un regalo. Estoy segura de que no va a intentar morderme ni…
—¡Para!
La voz de Lena resonó en la habitación y mi mano se detuvo a unos centímetros del envoltorio de color rosa. Estaba en la puerta, delante de una docena de guardias armados. Irradiaba poder en oleadas, y la temperatura había caído tan bruscamente que me pareció ver mi aliento convertido en vaho. Entonces entendí  por  primera vez por qué todo el mundo se mantenía a una distancia respetuosa de ella, sobre todo cuando estaba enfadada.
Intenté refrenar mi nerviosismo.
—Es un regalo…
—Kara —dijo con frialdad—, apártate.
Obedecí a regañadientes. Crucé los brazos y la vi recoger el regalo. De pronto se formó una burbuja irisada que lo envolvió por completo. Yo me quedé boquiabierta.
—¿Cómo has…?
—Tengo que abrirlo —dijo—. Es la manera más segura.
La tapa de la caja se levantó sin que nadie la moviera. Dentro había un surtido de bombones, todos distintos en forma y color. Uno adornado con una flor morada se elevó por encima de los otros y se partió por la mitad.
Pero dentro no había una avellana, ni mermelada de fresa, sino un líquido verdoso que al gotear sobre el papel de seda rosa emitió una especie de siseo que yo oí a un metro de distancia.
—Cancelad la cena —ordenó Lena a los guardias—. Aseguraos de que todo el mundo esté en su habitación. Quiero un registro exhaustivo de la mansión.
Tardé un momento en recuperar el habla, y cuando por fin lo logré me salió la voz ronca:
—No  puedes  cancelar  la  cena  de Navidad.
—Puedo y voy a hacerlo —dijo—. Y tú no saldrás de tu habitación esta noche, ¿entendido?
¿Entendido? ¿Es que se había vuelto loca?
—No saldré de  mi  habitación con dos  condiciones  —dije  enérgicamente —. Una, que después de que hayan registrado la mansión dejes que se celebre la cena. Hay tiempo suficiente para hacer las dos cosas.
Tensó la boca, molesta, pero asintió.
—Está bien. ¿Y la segunda condición?
Titubeé. Había otras cosas en juego, además de las fiestas, y si se negaba… Pero por lo menos tenía que intentarlo.
—Dos, que pases la noche conmigo. Y que te diviertas todo lo que puedas. Y —añadí— que dejes de estar tan tensa todo el tiempo. Me saca de quicio.
Tardó unos segundos en contestar y cuando lo hizo se limitó a asentir con la cabeza, pero por un instante me pareció que esbozaba una sonrisa.
—Vendré en cuanto nos hayamos asegurado de que no hay peligro. Mientras tanto, no abras ningún paquete raro.
Al salir le indicó a Ava que la siguiera. Ella se encogió de hombros, se tocó los pendientes nuevos y me guiñó un ojo antes de salir, dejándome sola en mi  suite. Suspiré, me  dejé  caer  en la cama y procuré no pensar en cuánto tiempo tardarían en registrar la mansión… ni en por qué había sospechado Ava del regalo envenenado.
Pasé el resto de la tarde decorando mi habitación para no pensar en lo ocurrido. Con las luces bajas el árbol estaba espléndido, y hasta había conseguido ponerle una estrella en lo alto. Pero lo mejor eran las sartas de lucecitas extendidas por el dormitorio. Cuando lo crucé, vi sus colores reflejándose en mi piel. Hasta olía a galletas. Lo único que faltaba era la música.
Cuando acabé, estaba convencida de que Lena no aparecería. Fuera estaba oscuro y era tan tarde que me sonaban las tripas. Pregunté varias veces a mis guardias, pero nadie parecía dispuesto a decirme cuándo iba a llegar Lena.
Como pensaba que iba a pasar  la noche sola, me puse el pijama y me fabriqué un nido de mantas y almohadas en el suelo, en medio de la habitación. Pero justo cuando me estaba poniendo cómoda oí que se abría la puerta. Lena entró llevando una bandeja de plata cargada con manjares, seguida por Cerbero y Kripto. Me ofreció en silencio una taza de chocolate caliente.
Acepté la taza y bebí un sorbo. Me pareció ver que en la bandeja había pastelillos de nueces. Olía igual que los que solía hacer mi madre, y se me hizo la boca agua.
—Como te has perdido la cena, he pensado que tendrías hambre —su tono sonó  penosamente neutral, como si se esforzara por ser amable. Miró indecisa las mantas que había amontonado en el suelo—. ¿Hay sitio para uno más?
—De sobra —dije, intentando parecer acogedora—. Pero si no te gusta sentarte  en  el  suelo  puedes  traer  una silla. Funciona casi igual de bien.
Después de dudar un momento se sentó a mi lado y me moví para dejarle sitio. Se removió un poco, incómoda, pero por fin se quedó quieta.
—¿Tu madre y tú hacéis esto todos los  años?  —preguntó—.  ¿Amontonáis los cojines y miráis las luces?
—Sí, normalmente —bebí un sorbo de mi cacao—. Las tres últimas Navidades las ha pasado en el hospital, pero aun así siempre nos las apañábamos.  ¿Habéis  encontrado  algo en el registro?
—No —contestó—, pero el servicio ha tenido su fiesta, como te prometí.
Asentí, y se quedó en silencio, tenso, a mi lado. Pero al menos estaba allí. Estuve mirando el árbol hasta que el resplandor de las luces hizo que me escocieran los ojos, y cuando miré para otro lado seguí viendo su filigrana de colores.
—¿Cómo es estar muerto?
Me puse colorada al darme cuenta de lo que había preguntado, y ella tardó en contestar,  lo  cual  solo  empeoró  las cosas.
—No lo sé —dijo por fin—. Pero tampoco sé cómo es estar vivo.
Apreté los labios. Estupendo. Siempre se me olvidaba.
—Pero  si  quieres  —añadió—, puedo hablarte de la muerte.
La miré.
—¿Qué diferencia hay?
—La muerte es el proceso de morir. Estar muerto es lo que sucede después de la muerte.
—Ah —yo procuraba no pensar en la agonía de mi madre, en sí sería dolorosa o no, en si vería una luz brillante o si sería consciente de lo que le estaba pasando. Pero Lena hablaba con   conocimiento   de   causa—.   Por favor…
Extendió el brazo, indecisa, y vi con sorpresa que lo posaba sobre mis hombros. Seguía estando tensa, pero hacía semanas que no estábamos tan cerca.
—No es tan terrible como soléis pensar los mortales. Es muy parecido a quedarse dormido, o eso me han dicho. Hasta cuando se trata de una herida dolorosa, dura muy poco.
—¿Qué…? —tragué saliva—. ¿Qué sucede después de lo de quedarse dormido? ¿Hay una… una luz brillante?
Tuvo al menos la delicadeza de no reírse.
—No,  no  hay  ninguna  luz  blanca.

Pero sí una puerta —añadió, y me lanzó una mirada cargada de intención. Yo, sin embargo, no entendí qué quería darme a entender, y dándose por vencido añadió —: La verja de entrada a Midvale Menor.
Parpadeé.
—Ah —luego me lo pensé—. Ah.
¿Quieres decir que aquí…?
—A veces, cuando pueden ser útiles —contestó—. La gran mayoría son enviados directamente al más allá.
—¿Qué es el más allá?
—El Inframundo, donde permanecen las almas para toda la eternidad.
—Entonces, ¿existe el paraíso? Rodeó lentamente con los dedos mi brazo desnudo y me recliné contra ella.
Quizá mi madre tuviera razón; quizá se había mostrado tan distante porque temía que no sobreviviera a la Navidad. O quizá solo intentaba reconfortarme. En cualquier caso, era agradable estar a su lado, y yo ansiaba su contacto.
—Al principio había muchas creencias   distintas, así que era un ámbito indefinido —explicó en tono clínico—. Luego aparecieron religiones más sólidas y con ellas se formaron el Tártaro  y  los  Campos  Elíseos,  entre otras cosas. A partir de entonces, con el desarrollo  de  las  religiones…  —hizo una pausa, como si escogiera con todo cuidado sus palabras—, la vida después de la muerte es lo que el alma desea o cree que ha de ser.
En mi cabeza se agolpó de pronto un sinfín de posibilidades y me sentí aturdida.
—¿Eso no complica mucho las cosas?
—Sí —sonrió—. Por eso precisamente no puedo gobernar sola. Winn ha estado ayudándome temporalmente.
Se me agrió el buen humor de inmediato.
—Si no puedes gobernar sola, ¿cómo va a hacerlo él si te desvaneces?
Cambió de postura y temí por un momento que fuera a apartarse. Puse mi mano sobre la suya y se quedó quieta.
—No sé. Si las cosas llegan a ese punto, ya no será asunto mío, pero teniendo en cuenta cómo se ha comportado contigo, yo diría que piensa pedírtelo a ti, pero el dictamen del consejo es  definitivo. Si  no te dan el visto bueno para mí, tampoco te lo darán para él.
Nunca se me había ocurrido que a Winn le gustara lo suficiente como para que estuviera dispuesto a aguantarme toda la eternidad. Respiré hondo, intentando no moverme de puro nerviosismo.  Quizá  Lena  se equivocara. Winn y yo solo éramos amigos, y quizá ya ni eso. Ella lo sabía. Los dos lo sabían.
—¿Qué tendría que hacer? Si apruebo, quiero decir. ¿Cómo funciona?
—Es un trabajo, como casi todo — contestó, y vi las luces del árbol reflejadas en sus ojos—. Consiste en su mayor parte en mediar en disputas o, cuando  un alma  está  indecisa, en ayudarla a llegar a una comprensión más amplia de las cosas. No intervenimos a no ser que el alma crea que va a ser juzgada.
—¿Y qué ocurre entonces? — pregunté, intentando recordar qué era mi madre. ¿Metodista?        ¿Luterana? ¿Presbiteriana? ¿Tenía alguna importancia lo que fuese?
—Eso  depende  únicamente  de  su corpus de creencias —explicó—. Si creen que van a andar por ahí con forma humana, eso es lo que sucede. Si creen que solo van a ser una bola de luz y calor, eso son.
—¿Y si lo que creen y lo que desean son dos cosas distintas?
—También intervenimos en esos casos.
Me quedé callada. La perspectiva de pasar el resto de la eternidad reinando sobre los muertos me parecía imposible, como una cosa lejana que jamás lograría alcanzar, ni sabía si quería alcanzar. No estaba haciendo aquello por el trabajo; ni siquiera para conseguir la inmortalidad. Después de ver a Lena, podía imaginarme lo solo que debía de sentirse uno siendo inmortal, y no me apetecía vivir esa experiencia.
—¿Y si no puedo soportarlo? — pregunté—. ¿Y si fracaso estrepitosamente y tienes que buscar a otra persona?
Pasó un rato antes de que contestara:
—Para eso son las pruebas. Yo ya hice mi parte al escogerte, y creo que eres capaz de soportarlo. Mis hermanos y hermanas te ponen a prueba porque se trata de una enorme responsabilidad y no  hay  cabida  para  el  error.  Si  no puedes hacerlo, no lo harás. Es así de sencillo.
No tenía nada de sencillo, pero no podía concentrarme en lo que sucedería después. A fin de cuentas, aún tenía que llegar a la primavera. Aunque aprobara todas las pruebas, si no le gustaba al consejo todas aquellas especulaciones serían inútiles. Ya tenía un voto en contra: el de Winn. Si hacía falta que la decisión fuera unánime, ya había suspendido.
—Lena… —dije en voz baja.
Ella estaba mirando el árbol fijamente.
—Sabes que quiero aprobar, ¿verdad?
—Eso he deducido, sí, ya que sigues aquí.
Hice  caso  omiso  de  su  sarcasmo. Apreté su mano cálida.
—No es solo por mi madre. También es por ti. Sé que llevas mucho tiempo intentándolo y que no soy más que una tontuela más que intenta echarte una mano, y sé que crees que voy a fracasar, pero…  Me  gustas,  Lena, y también estoy haciendo esto por ti, ¿de acuerdo? No quiero que te desvanezcas.
No me estaba mirando, pero vi que sus labios dibujaban una sonrisa desganada.
—Tú jamás serás una tontuela más —afirmó—. No quiero influirte, ni ponerte las cosas más difíciles, pero no creas que no me importa lo que te pase, Kara. Quizá sea imposible que alguien ocupe el lugar de Perséfone, pero si así es, no será por tu culpa. Y si alguien es capaz de ocuparlo, estoy segura de que eres tú.
—Entonces, por favor, no te rindas —dije—. Nunca seré Perséfone y lo sé, pero… Podríamos ser amigas. Y ya no tendrías que estar sola.
Apartó la mirada, ocultando por completo su cara a mi vista. Cuando habló, su voz sonó tensa, como si estuviera haciendo un esfuerzo por hablar con firmeza.
—Me gustaría muchísimo —dijo, y yo dejé escapar el aire que había estado conteniendo sin darme cuenta, y me aparté de ella.
No  me  miró,  pero  posó  la  mano sobre su regazo.
—¿Puedo darte ya mi regalo? — pregunté—. Te prometo que no está envenenado.
Respondió a mi estúpida broma con una media sonrisa. Me desenredé de las mantas, metí la cabeza bajo la cama, saqué un paquete grande envuelto en papel dorado y se lo llevé. Me llevé una sorpresa al ver que había otro regalo en el sitio donde había estado sentada un minuto antes.
—Tu regalo —dijo—. Tampoco está envenenado.
—Gracias.
Me senté y le di  el  suyo, pero lo puso a un lado mientras me miraba abrir el mío. Quité el papel plateado y vi una caja corriente. Entornando los párpados en medio de la penumbra, levanté la tapa y aparté el papel de seda, dejando al descubierto una fotografía en blanco y negro enmarcada.
Me  quedé  de  piedra.  Era  mi fotografía preferida con mi madre, de cuando tenía siete años. Estábamos en Central Park, el día de mi cumpleaños, en el mismo sitio donde nos encontrábamos todas las noches en mis sueños. Habíamos desplegado toda una comida campestre, pero un perrazo que se había escapado de su dueño nos la había echado a perder. Solo se habían salvado los  pastelitos  que  yo  había ayudado a hacer a mi madre.
En  la  fotografía  aparecíamos sentadas en medio del estropicio en el que se había convertido nuestra comida, cada una con un pastelito en la mano. Chocolate con crema de color lila, recordé   esbozando   una   sonrisa.   Mi madre me rodeaba con los brazos y aunque las dos sonreíamos no estábamos mirando a la cámara. La dueña del perro nos había hecho unas cuantas fotos para compensarnos por haber dado al traste con nuestro picnic, y al final había sido aquella la  que  se  había  pasado once años colocada en un marco encima de mi mesita de noche.
Pero mientras la miraba me di cuenta de que no era la misma. Aquella tenía profundidad, como la imagen del cuarto de Perséfone. Un reflejo, había dicho Lena, pero  a  diferencia  del  de Perséfone y ella, aquel no era una esperanza, ni un anhelo. Era real.
Me sequé los ojos con el dorso de la mano.
—Lena, no sé…
Levantó una mano y me quedé callada.
—Espera a que yo abra el tuyo. Esperé con la vista borrosa mientras desenvolvía la gran caja. Me había costado cuatro intentos envolverla bien. Cuando levantó la tapa, se quedó parada.
—¿Qué es esto? —preguntó, perplejo, mientras examinaba la manta que yo había decorado con todo esmero. Me había negado a que me ayudaran, a pesar de que sabía que, si hubiera aceptado ayuda, habría tardado días en lugar de semanas.
—Es el firmamento —contesté con mi fotografía pegada al pecho—. ¿Ves los puntos? Son estrellas. Me acordé de lo que dijiste sobre el movimiento de las estrellas. Dijiste que habían cambiado de  lugar  desde  que  conociste  a Perséfone y…  Así  son ahora. Cuando me has conocido a mí.
Contempló las constelaciones que yo había bordado meticulosamente sobre la manta, y rozó suavemente con los dedos la de la Doncella. Virgo. Kore.
—Gracias —me miró con sus ojos hechos de luz de esmeralda y de pronto sentí que algo había cambiado.
La barrera que había estado allí todo ese tiempo había desaparecido, y por un instante casi pareció otra persona.
—Por todo. Nunca me habían hecho un regalo tan maravilloso.
Levanté una ceja.
—No sé si creerte.
—Debes creerme —siguió pasando la mano por la tela—. Hacía mucho tiempo que no recibía un regalo tan extraordinario.
Seguí mirándola, incapaz de apartar los ojos, absorta en cada detalle de su cara. Desaparecida aquella barrera, era casi como si pudiera ver cómo era en realidad: un ser bondadoso, asustada y solitaria cuyo mayor deseo era ser amada.
—¿Puedo probar una cosa?— pregunté—. Si no te gusta, paro.
Asintió y yo respiré hondo y procuré que mi estómago dejara de dar saltos mortales. Haciendo acopio de todo el valor que pude encontrar, me incliné hacia delante y pegué mis labios a los suyos. Solo había besado a un par de chicos en mi vida, y me pareció extraño, pero no violento. Agradable, pensé. Era agradable.
Pareció sorprendida, pero no se resistió. Pasaron unos segundos un tanto penosos, pero por fin se relajó y me devolvió el beso, apoyando la mano sobre mi cuello. El calor de su piel en contacto  con  la  mía  era  casi insoportable.
No sé cuánto tiempo tardé en apartarme,  haciendo  un  esfuerzo. Contuve el aliento y la miré indecisa, temiendo que se asustara y saliera corriendo. Pero se quedó muy quieta, con el semblante inexpresivo, y finalmente no pude resistir más el silencio.
—Ha  sido… —titubeé y le  ofrecí una sonrisa—. Me ha gustado. Mucho.
Después de que pasara un siglo, o eso me pareció, respondió a mi sonrisa con otra muy tenue.
—A mí también.
Alargué la mano con nerviosismo para entrelazar sus dedos con los míos y miré nuestras manos unidas en vez de mirarla a la cara. Mi mano era tan pequeña y la suya tan suave como algodón.
—Lena… No te lo tomes en el mal sentido…
Noté que se ponía tensa y enseguida me sentí culpable, aunque procuré disimular con una mirada provocativa.
—Déjame acabar —dije—. No te lo tomes en el mal sentido, pero como es Navidad y todo eso… ¿te importaría quedarte conmigo esta noche?
Sus ojos se dilataron ligeramente y enseguida sacudí la cabeza y me puse colorada de vergüenza.
—No me refiero a eso. Eso tienes que ganártelo, y cuesta más que una foto, ¿sabes? —mi débil intento de bromear consiguió romper la tensión lo justo para que esbozara una sonrisa de disculpa—. Pero ¿podrías… quedarte a pasar la noche?
Pasaron  unos  segundos  y  me abofeteé  para  mis  adentros  por habérselo preguntado así, como si fuera una adolescente poseída por las hormonas que solo pensaba en eso. Pero no era lo que yo buscaba, en absoluto. Buscaba su compañía. Me hacía feliz, y esa noche, más que ninguna otra, no quería estar sola. Y tampoco quería que lo estuviera ella.
—Sí —contestó—. Me quedo.
No ocurrió nada.
Pasamos el resto de la velada charlando y mirando las luces del árbol. Cuando llegó la hora de irse a dormir, me acurruqué a su lado y me serví de su pecho como almohada sin ningún pudor, pero eso fue todo.
No volví a besarla, me encontraba demasiado a gusto como para arriesgarme a echarlo todo a perder. Lena no se merecía que la presionara así, y yo de momento solo anhelaba su compañía, aunque dar el paso siguiente abría un montón de nuevas posibilidades. Habría sido muy violento para las dos, y ambas nos merecíamos disfrutar tranquilamente de la Navidad.
Mi madre y yo paseamos por Central Park, agobiadas por la canícula del verano en la ciudad. Pareció ponerse contenta cuando le conté lo que me había pasado con Lena, y me abrazó cuando le dije que nos habíamos besado.
—Esa es mi niña —dijo, feliz como nunca desde hacía años.
Pasamos nuestra última Navidad juntas comiendo helado y vagando por los jardines al sol ardiente del verano. Fue   señalándome  las   variedades  de flores que crecían silvestres sin apartar el brazo de mis hombros, y cuando sentí que empezaba a despertarme le deseé feliz Navidad por última vez.
Pero mi dicha no duró mucho tiempo. Al despertar oí que alguien aporreaba mi puerta. Me incorporé, aturdida y despeinada, y me pasé los dedos por el pelo mientras Lena se levantaba e iba a abrir. En ese momento la odié. Estaba impecable, sin un solo pelo fuera de su sitio, y se movía con la misma elegancia de siempre. Yo, en cambio, me pasaría el día pagando las consecuencias de haber dormido en el suelo.
— ¿Sí? —preguntó al abrir la puerta. Vi  con  sorpresa que Veronica entraba rápidamente, seguida por Jess. Veronica estaba llorando y tenía la cara colorada como un tomate y Jess parecía destrozada, con los hombros hundidos y el semblante acongojado.
—¡Quiero  que  se  marche!  —gritó Veronica furiosa, mirándonos a los dos.
—¿Es una petición —preguntó Lena mientras regresaba al lecho de mantas y almohadas hecho en el suelo— o una exigencia?
—¡Le  ha  hecho  daño!  —continuó Veronica, mirándola fijamente—.Le ha hecho daño y él ha intentado encontrarla y ahora…
Yo me levanté con esfuerzo.
—Espera. ¿Quién? —pregunté—. ¿Qué está pasando?
Veronica se deshizo en llanto. Lena, que estaba a mi lado, miró a Jess con expectación, pero Veronica clavó la mirada en el suelo.
—Ava —dijo—. Ha pasado la noche con Mon-el y Maxwell los ha encontrado esta mañana, se han peleado y… Lena se puso tensa y a mí se me heló la sangre en las venas.
—¿Y? —preguntó.
—Mon-el ha pasado al más allá.

Aprendiz de Diosa (1ra Parte) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora