Capítulo 11

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La primera prueba


Me quedé sin habla. Tendida de lado en la enorme cama estaba Lena, vestida con una bata de seda y unos pantalones de pijama. Sostenía en la mano una gruesa novela y, en lugar de saludarme o de disculparse, me miró como si le hubiera interrumpido en medio de un pasaje apasionante.
—¿Qué…? ¡Esta es mi cama! — como todavía llevaba puesto el corsé, me costó recuperar el aliento—. ¿Qué haces tú aquí?
—Estoy leyendo —contestó, sentándose—. ¿Quieres que te ayude con eso?
Me di cuenta entonces de que estaba casi arañando mi vestido, intentando liberar a mis pulmones de su prisión. Lena no me dio ocasión de responder: se acercó a mí en un segundo y desató los lazos con rapidez.
—Ya está —dijo cuando acabó y yo por fin puede respirar hondo—. Todo arreglado.
—Necesito… Tengo que cambiarme —dije tontamente mientras me agarraba el vestido por delante.
—No voy a mirar.
Se  tumbó  en mi  cama  y volvió  a abrir el libro como si no pensara marcharse de allí en un buen rato. Crucé la habitación dando traspiés, hasta el rincón donde estaba el biombo. Escogí el pijama más oscuro que encontré y me cambié rápidamente, sin hacer caso del rasgón que oí cuando tiré del vestido para sacármelo por encima de las caderas.
Salí menos de un minuto después envuelta en una gruesa bata. Aquello era una locura. ¿De veras creía Lena que iba a dormir allí? Eso no formaba parte del trato. Si quería quedarse en aquella cama, yo me buscaría otra. Dormiría en el suelo si hacía falta. En todo caso, no pensaba quedarme allí con ella.
—¿Qué haces aquí? En serio, quiero decir  —le  pregunté  mientras  me acercaba a la cama con cautela—. Y no me digas que estás leyendo, eso ya lo sé. Lo veo, y… —me detuve—. ¿A qué has venido?
Dejó marcada la página del libro y me miró. Su mirada seguía siendo tan turbadora como el día anterior en el jardín, solo que esa vez yo estaba tan cansada y molesta que no me importó.
—He venido porque el consejo ha decidido que debo pasar tiempo contigo cada noche. Tanto tiempo como tú permitas.  Si  deseas  que  me  vaya,  lo haré. De lo contrario, si no me lo pides, me quedaré.
Me quedé mirándolo con un nudo en el estómago.
—¿A pasar la noche? ¿Toda la noche?
Levantó una ceja.
—Estoy segura de que esta noche me pedirás que me vaya mucho antes de que eso sea posible.
—¿Y las demás noches? —pregunté con voz chillona—. ¿Vas a…? ¿Se supone que tengo que… que tenemos que hacer… eso?
Yo no lo había hecho con nadie. No había tenido tiempo de salir con chicos ni chicas en ese plan, mientras mi madre había estado enferma, y mucho menos de llegar a aquello, y no pensaba empezar ahora.  Si creía que porque me había hecho comer un puñado de semillas podía controlarme, estaba muy equivocada.
Se rio y yo me sonrojé. Lo menos que podía hacer era no tratarme como si fuera idiota.
—No, eso no es necesario, ni lo será nunca.
Tuve que hacer un esfuerzo para no suspirar de alivio. Era súper atractiva, pero por guapa que fuese no me haría transigir con eso.
—Entonces, ¿para qué estás aquí?
—Porque deseo conocerte mejor — me miró fijamente—. Me intrigas y, si consigues superar las pruebas que te ponga  el  consejo,  algún día  serás  mi esposa.
Abrí la boca y volví a cerrarla, intentando decir algo.
—Pero… has dicho que no tendría que casarme contigo.
—No  —contestó  con  paciencia—. Lo que dije fue que no te estaba proponiendo  matrimonio.  Y  no  te  lo estoy  proponiendo  todavía.  No  hace falta que lo haga a menos que pases las pruebas. Si lo haces, entonces sí, serás mi esposa seis meses al año.
Me removí, nerviosa.
—¿Y si no quiero ser tu esposa?
Se quedó quieto y su sonrisa desapareció.
—Entonces te será bastante fácil fracasar en las pruebas a propósito.
Su frío tono de voz hizo que me sintiera culpable de inmediato.
—Lo siento, no quería…
—No te disculpes —su voz siguió sonando desprovista de emoción, y yo me sentí aún peor—. Es decisión tuya. Si en algún momento te pido demasiado, puedes marcharte.
Y entonces mi madre moriría.
Cerré los puños con tanta fuerza que me clavé las uñas en las palmas y tardé un momento en dar con algo que decir. Podía ofrecerle una tregua, aunque solo fuera eso. Tal vez si fingía que cabía la posibilidad de que me casara con ella, no parecería tan desanimada.
—¿Y luego qué? —pregunté—. Si nos… si nos casamos… ¿tendré que…? Ya sabes.
—No —pareció ablandarse un poco cuando volvió a mirarme.
Yo  estaba  convencida  de  que  me veía claramente las intenciones.
—Serás mi esposa solo nominalmente, y ni  siquiera te pediría eso si no fuera necesario para que el Inframundo te reconozca como su gobernante del mismo modo que reconoció a Perséfone. No espero que me ames, Kara. No me atrevo a abrigar la esperanza de que me veas como otra cosa que como una amiga, y sé que hasta eso debo ganármelo. Entiendo que este no es tu ideal de vida, y no quiero ponerte las cosas más difíciles de lo que ya son. Mi único deseo es ayudarte a superar las pruebas.
Y también impedir que alguien me matara. Me senté con cautela al borde de la cama. Seguíamos estando lo bastante separadas como para que me sintiera segura, pero aun así el aire parecía chisporrotear entre nosotros.
—¿Qué hay del amor? ¿No…? Ya sabes,    ¿no    quieres    tener    pareja? ¿Familia y esas cosas?
—Ya tengo familia —repuso, pero antes de que yo pudiera explicarme añadió—: Si te refieres a hijos, la respuesta es  no. Nunca he  creído que eso formara parte de mi futuro.
—Pero ¿es lo que deseas? Esbozó una sonrisa.
—Llevo mucho tiempo sola. Sería una tontería esperar otra cosa del porvenir.
A pesar de que parecía solo unos años mayor que yo, me resultaba inimaginable lo vieja que  tenía  que ser… y en realidad no sabía si quería saberlo.
Pero ¿cómo podía alguien vivir tanto tiempo y estar solo? Yo a duras penas había podido soportar las pocas noches que había pasado en casa sin mi madre. Si eso se multiplicaba por una eternidad… No alcanzaba a entenderlo.
—Lena…
—¿Sí?
—¿Qué  pasará  contigo  si  no apruebo?
Se quedó callada un rato mientras deslizaba ociosamente los dedos por la seda de su bata.
—Que me desvaneceré —contestó con calma—. Otro se hará cargo de mi reino, de modo que no habrá razón para que siga existiendo.
—Entonces,   morirás   —comprendí de pronto la gravedad de la situación y desvié los ojos, incapaz de mirarla. No era solo la vida de mi madre la que dependía  de  que  pasara  aquellas pruebas.
—Me desvaneceré —puntualizó—. Los vivos mueren y sus almas permanecen en el Inframundo para toda la  eternidad.  Mis  congéneres,  en cambio, no tienen alma. Dejamos de existir por completo, sin que quede un solo jirón de nuestra existencia previa. No se puede morir si nunca se ha estado vivo.
Cerré la mano sobre la colcha. Entonces, era aún peor que morir.
—¿Quién?
Me miró con desconcierto.
—¿Quién qué?
—¿Quién te sucederá si renuncias?
—Ah —sonrió con tristeza—. Mi sobrino.
—¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿Forma parte del consejo?
—Sí, así es —contestó—, pero me temo que no puedo decirte su nombre.
—¿Por qué? —allí no parecía haber nadie dispuesto a  confiar  en  mí,  y aunque podía entender que Jess no me lo contara todo, Lena estaba al corriente de lo que sucedía. Debía decírmelo.
Carraspeó y al menos tuvo la decencia de mirarme a los ojos.
—Porque temo que te disgustes y ya eres suficientemente desgraciada. No quiero empeorar las cosas.
Me quedé callada intentando deducir quién   podía   ser   para   que   pudiera llevarme un disgusto si me enteraba. No se me ocurrió nadie.
—No entiendo.
—Ya lo entenderás.
Me sentí incapaz de decir nada y pareció notarlo, porque en lugar de mirarme con expectación volvió a fijar la mirada en su libro.
Estuve observándola en busca de algún indicio de que no era humana. Sus facciones eran  demasiado  simétricas para ser normales, en su piel tersa no se adivinaba ni un asomo de edad, el cabello, abundante y de un negro azabache, le llegaba hasta los hombros, y el inquietante color de sus ojos… Eran sus ojos los que la delataban, aquellas perlas de verde que parecían en constante movimiento.
Casi relucían en la penumbra.
Solo  cuando se  aclaró la  garganta me di cuenta de que estaba mirándola fijamente. Seguía enfadada porque no quisiera  decirme  la  verdad,  pero  de todos modos quería romper la tensión, así que dije lo primero que se me pasó por la cabeza:
—¿Qué  haces  durante  el  día? Cuando no estás aquí, quiero decir. ¿O estás siempre aquí?
—No,   no   siempre   —deslizó   de nuevo un marcapáginas dentro del libro y lo dejó a un lado—. Mis hermanos y hermanas y yo tenemos responsabilidades que atender. Yo gobierno sobre los muertos, así que paso la mayor parte del tiempo en el Inframundo, supervisando decisiones y asegurándome de que todo marcha como debe.  Es  mucho  más  complicado  que eso, claro, pero si pasas las pruebas ya aprenderás con todo detalle este oficio.
—Ah —me  mordí  el  labio—.  ¿Y cómo es el Inframundo?
—Todo a su debido tiempo — contestó, y puso un instante su mano sobre la mía. Su palma era cálida, y tuve que hacer un esfuerzo para no estremecerme al sentir su contacto—. ¿Y tú? ¿A qué te gusta dedicar tu tiempo?
Me encogí de hombros.
—Me gusta leer. Y dibujar, aunque no se me da muy bien. A mi madre y a mí nos gustaba trabajar en el jardín, y ella me enseñó a jugar a las cartas —lo miré—. ¿Tú sabes jugar?
—Conozco un par de juegos, pero no sé si siguen estando de moda.
—Quizá podríamos jugar alguna vez —propuse—. Si vas a venir todas las noches, quiero decir.
Asintió.—Estaría bien.
Nos quedamos calladas otra vez. Ella parecía a gusto tumbada en la cama, como si hubiera vivido aquella situación cien veces antes.
Y así era, que yo supiera, aunque no quería pensar en eso. Yo no era la primera,  pero  sería  la   última. Rechazarle no nos favorecería a ninguna de los dos (se me aceleró el corazón al pensarlo) y ya que tenía que pasar allí seis meses, no me apetecía ver su lado malo. Pero de todos modos, estaba agotada.
Me debatí unos segundos, oscilando entre lo que me parecía lo correcto y lo que deseaba. Debería haber hablado con ella, haberle hecho más preguntas para conocerla mejor, pero lo único que me apetecía era dormir y no podría hacerlo si se quedaba, aunque no hiciera ningún ruido. Dijera lo que dijese sobre sus expectativas, mi inquietud no se disiparía de la noche a la mañana.
—Lena —dije en voz baja.
Estaba otra vez leyendo, pero enseguida me miró.
—Por favor, no te lo tomes a mal, pero estoy cansadísima.
Se levantó con el libro en las manos. Pero no pareció enfadada, ni dolida. Su expresión era tan neutra como de costumbre.
—Ha sido un día muy largo para las dos.
—Gracias —le lancé una sonrisa agradecida con la esperanza de que no me guardara rencor.
—No hay de qué —se acercó a la puerta—. Buenas noches, Kara.
La nota de cariño que advertí en su voz hizo que me pusiera colorada.
—Buenas noches —contesté, confiando  en  que  no  viera  mi  rubor desde el otro lado de la habitación.
—Así que te gusta —no era una pregunta, y miré enfadada a mi madre, que sonreía sentada en un banco, a mi lado, mientras veíamos pasar a los corredores y a la gente que paseaba a sus perros.
—Yo no he dicho eso —respondí, hundiéndome en el banco.
A mi lado, mi madre se sentaba muy erguida, como si estuviéramos cenando con la  realeza  y  no  en Central  Park, pasando la mañana.
—Es solo que… no quiero que muera, nada más. No quiero que muera nadie más por mi culpa.
—Nadie ha muerto por tu culpa — contestó, y pasó los dedos por mi pelo, apartándomelo de los ojos—. Aunque no apruebes, no será culpa tuya. Mientras lo hagas lo mejor que puedas, todo irá bien.
—Pero  ¿cómo  voy  a  hacerlo  lo mejor que pueda si ni siquiera sé cuáles son las pruebas? —metí las manos entre las rodillas—. ¿Cómo voy a hacerlo?
Me pasó el brazo por los hombros.
—Todo el mundo confía en ti menos tú,  Kara  —dijo  con  ternura—.  Quizá debas tenerlo en cuenta.
Aunque confiaran en mí, eso no presuponía que tuvieran razón o que fuera a pasar las pruebas. Solo significaba que además tenía que preocuparme de no decepcionarles. O, en el caso de Lena, de no obligarle a una jubilación forzosa de su existencia en general.
—Pero te gusta, ¿a que sí? — preguntó  mi  madre  pasados  unos minutos.
Estiré el cuello para mirarla y me sorprendió  ver  una  expresión preocupada en su cara.
—Es simpática —dije precavidamente mientras me preguntaba adónde quería ir a parar—.  Creo que podríamos ser amigas.
—¿Te parece guapa? Puse cara de fastidio.
—Es un diosa, mamá. Claro que es guapa.
Una sonrisa irónica se extendió por su cara.
—Ya era hora, por fin admites que es una diosa.
Me encogí de hombros y aparté la mirada.
—Sería  difícil  negarlo  a  estas alturas. Pero es amable, así que supongo que, mientras no intente convertirme en un montón de ceniza, podré acostumbrarme a ello.
—Bien —me abrazó y me dio un beso en la sien—. Me alegro de que te guste. Puede que sea muy buena para ti, y no debes estar sola.
Suspiré para mis adentros, pero no me molesté en sacarla de su error. Si era feliz pensando que me gustaba Lena, mejor así. Se merecía un poco de felicidad antes de llevarse una desilusión.
Esperaba  que los días en Midvale Manor se me hicieran eternos, pero sucedió al contrario: la rutina hizo que pasaran a toda velocidad. Jess y Verónica me  ayudaban a  arreglarme por  la mañana, y Ava se sentaba siempre al borde de mi cama y hablaba animadamente sobre su nueva conquista. Después de salir un par de semanas con Mon-el, el guardia, había pasado página.
—Se llama Maxwell —dijo, tan emocionada que apenas podía estarse quieta—. Está buenísimo, es muy alto y muy listo, y dice que tengo los ojos más bonitos que ha visto nunca.
Vi por el espejo que el semblante de Verónica se endurecía.
—Apártate de él —le espetó.
Intenté volverme para verlas a las dos, pero Jess, que todavía no había acabado  de   peinarme,  me   obligó  a permanecer en la misma postura.
—¿Por qué? —preguntó Ava altivamente—. ¿Es que es tu novio?
Ella entornó los párpados.
—Es mi hermano gemelo. Suspiré.
Si iba a tener que soportar aquello cinco  meses  más,  acabaría  por  hacer algo drástico.
—¿Y qué? —Ava cruzó los brazos
—. Le gusto y él a mí. Yo no veo el problema.
Yo no me explicaba cómo era capaz de mirar a la cara a Verónica y no acobardarse, pero Ava sería  Ava  por más que Verónica la fulminara con la mirada.
—Si le haces daño, te daré caza y volveré a matarte, y esta vez me aseguraré de que no puedas volver al paraíso —dijo Verónica en tono amenazador.
Abrí la boca para decirle lo que ocurriría si lo intentaba siquiera, pero Ava se me adelantó.
—¿Y si es él quien me hace daño a mí?
—Entonces seguro que habrás hecho algo para merecértelo.
A partir de ese día, apenas soportaron estar juntas en la misma habitación, y no pude reprochárselo.
Yo me fui acostumbrando poco a poco a mi nuevo entorno y comprendí que  Lena tenía  razón:  cuando  acepté por fin que aquello no era una broma de mal  gusto, todo se  volvió mucho más fácil y dejé de agotarme intentando dar sentido a lo incomprensible.
Siguió sin gustarme la idea de tener escolta o de que Jess tuviera que probar mi comida (a pesar de que Verónica intentó con denuedo que Ava se hiciera cargo de esa tarea). Fingí que estaba atrapada  en  el  siglo XVIII,  y  eso  me ayudó a asimilar todo lo que sucedía a mi alrededor, con la sola excepción de mi extraña relación con Lena.
Con el paso de las semanas la noche se convirtió rápidamente en mi parte favorita del día, debido en parte a que a esas horas no tenía que oír las pullas que  Ava y Verónica se lanzaban constantemente. Lena y yo hablábamos de lo que había hecho ese día. En cambio, nunca hablábamos de lo que había hecho ella, y aunque Lena intentaba distraerme, yo nunca dejaba de notarlo.
Le enseñé a jugar a mis juegos de cartas preferidos y pareció gustarle aprender. Me preguntaba educadamente y nunca interrumpía mis largas y farragosas respuestas. A veces yo también reunía valor para preguntarle algo, pero contestaba con vaguedades, si llegaba a contestar. Seguía negándose a decirme cuáles eran las pruebas, pero parecía deseosa de que me sintiera lo más a gusto posible.
En mi  rutina cotidiana todo estaba cronometrado. Media hora para el desayuno, que siempre se componía de mis  platos  favoritos.  Como  no engordaba, tenía la excusa perfecta para comer cuanto quería. Después del desayuno, tenía cinco horas de clase durante las cuales estudiaba Mitología, Arte, Teología, Astronomía y todo aquello que Alex consideraba necesario que  aprendiera.  Tampoco  podía quedarme pensando en las musarañas, dado que era su única alumna, y ella jamás  se  compadecía  de  mí: le importaba muy poco que me interesara o no lo que estaba aprendiendo. Aun así, el Álgebra no entraba en el programa y eso, al menos, era un consuelo.
Pasamos un montón de tiempo hablando de los Olímpicos, los dioses griegos que regían el universo y podían decidir mi suerte.
—La mayoría de la gente cree que solo eran doce —me dijo Alex—, pero si analizas la historia con atención te darás cuenta de que son catorce.
Enseguida comprendí lo que significaba aquella cifra: catorce dioses olímpicos, catorce tronos. Serían ellos quienes decidirían mi destino, así que presté especial atención a aquellas lecciones, como si el hecho de aprender todo lo que podía sobre ellos pudiera darme alguna ventaja.
Aprendí acerca de Zeus, de Hera y sus hijos, sobre los hijos que tuvo Zeus con otras mujeres, así como sobre Atenea, que brotó ya completamente crecida de su cabeza. Y también acerca de Deméter y su hija, Perséfone, y el papel que desempeñaba Hades.
Mi madre tenía razón: Lena era Hades, y resultaba muy extraño estudiar la Mitología sabiendo que para aquellas personas era simple historia. Que, al parecer, Lena había hecho de verdad todas esas cosas. Pero cuanto más aprendía, más fácil me resultaba aceptarlo,  y  en  cuanto  Alex  estuvo segura de que sabía todo lo que podía saber sobre los miembros del consejo, pasamos   a   otros   mitos.   Pero   los Olímpicos también aparecían constantemente en esas historias, lo cual no contribuyó en absoluto a calmar mi nerviosismo.
Por las tardes se me permitía hacer lo que me apeteciera. A veces me quedaba  en la  mansión y me  ponía  a leer, o pasaba un rato con Ava, y a veces salía a explorar. Más allá del  lindero del  magnífico  jardín había  un bosque que  crecía  salvaje  y  que  se  extendía hasta los confines de la finca, ocultando el  río.  Como  no  quería  acercarme  al agua,  procuraba  tener  siempre  la mansión a la vista. Todavía me duraba el susto que me había dado aquel día, en el río.
A finales de octubre me encontré con Phillip, el jefe de los establos. Era un hombre torvo y de pocas palabras, con una cabellera agreste que le hacía parecer aún más temible, pero parecía sentir pasión por sus caballos.
—Los caballos tienen tanta personalidad como las personas —me dijo hoscamente cuando me enseñó a los quince caballos que había en los establos—. Si no conectas con ninguno, no intentes forzarlo. Es como forzar una amistad: es absurdo y violento, y los dos os sentiréis desgraciados. Mientras lo recuerdes, no pasará nada.
Sus  caballos  eran  potentes  y veloces, y con mi mala pata seguro que me habría caído y me habría roto algo, así que aunque me encantaba cuidar de ellos,  nunca  le  pedí  que  me  dejara montar uno.
Al principio no me dejó que me acercara a ellos con el cepillo, pero no me lo tomé demasiado a mal. Phillip no dejaba que nadie se acercara a sus caballos, y a mí al menos me permitía entrar en los establos a verlos, cosa que a Ava le estaba vedada. Al tercer intento, sin embargo, me dio permiso a regañadientes para que ayudara a cuidarlos, con tal de que él estuviera presente. Sospeché que Lena tenía algo que ver con su cambio de opinión, pero no pregunté. Pasé así las tardes del resto del otoño, y aunque el tiempo fue haciéndose más y más frío, en los establos siempre hacía calor.
Con el transcurso de las semanas fui sintiéndome cada vez más a gusto en mi nuevo hogar. Los sirvientes dejaron de mirarme  pasmados  cuando  pasaba  y poco a poco se acostumbraron a mi presencia y yo a la suya. Vivía en un ambiente casi de placidez: pasaba las mañanas con Alex,   las tardes con Phillip y Ava y las veladas con Lena.
Y las noches… Yo vivía para aquellas noches, cuando podía contarle a mi madre todo lo que ocurría y ella estaba allí  para escucharme. Más allá del seto se estaba muriendo, pero dentro de mis sueños seguía estando llena de vida, y yo quería que siguiera así todo el tiempo posible. Sabía que no podía escapar a la sombría realidad que me aguardaba cuando todo aquello acabara, pero de momento podía fingir que vivir en Midvale Menor equivalía a estar a salvo de la realidad.
A mediados de noviembre, Alex anunció que la primera prueba sería el lunes siguiente. Cuando salí del aula, estaba casi enferma de preocupación, y debía de notárseme.
—¿Kara? —dijo Jess, preocupada, cuando cerré la puerta a mi espalda.
—Hay una prueba —dije, temblorosa—, el lunes.
No pareció muy preocupada.
—¿Es que nunca has hecho un examen?
Sacudí  la  cabeza.  Ella  no  lo entendía.
—Una  prueba  —repetí—.  De  las que van a decidir mi destino. Si suspendo…
Abrió los ojos de par en par.
—Ah, esa clase de prueba.
—Sí —eché a andar hacia mi dormitorio. No me apetecía comer. Había perdido el apetito.
—Eh, Kara… El comedor está por aquí. Han hecho pollo frito para ti.
La oí trotar para alcanzarme, pero no aflojé el paso.
—Tengo que estudiar.
Si  suspendía,  todo  lo  que  había hecho hasta ese momento no serviría de nada. Mi madre moriría, Lena perdería su puesto como gobernante y Ava habría muerto  para  nada.  No  pensaba permitirlo.
Pasé los dos días siguientes tan inmersa en la Mitología griega (o en la Historia griega, como la llamaban allí, e Alex siempre me dejaba claro qué historias eran solo leyendas) que hasta Lena me dejó en paz por las noches. En lugar de ir al comedor, me llevaban la comida a la habitación, pero comía tan deprisa que no saboreaba nada. Dormía exactamente ocho horas, ni un minuto más, pero hasta cuando dormía mi madre me preguntaba la lección.
Me aprendí de memoria los diez trabajos de Hércules, los nombres de las nueve Musas y las plagas que se desataron cuando Pandora abrió su caja, pero todavía quedaban cientos de historias más. El rey Midas, que convertía  en  oro  todo  lo  que  tocaba, hasta a su hija; Prometeo, que les robó el fuego a los dioses para entregárselo a los humanos y fue castigado por ello; Ícaro, que escapó volando de su prisión y se elevó tan alto que el sol derritió la cera de sus alas. Los celos de Hera, la belleza de Afrodita, la furia de Ares… Aquello no tenía fin, y yo estaba tan absorta en aquel mundo que empecé a mezclarlo todo. Pero tenía que aprobar.
—Te estás haciendo daño.
Me sobresalté al oír la voz de Lena a mi espalda. Era domingo por la noche, quedaban menos de doce horas para que hiciera  el   examen  y  aún  tenía  que repasar unos cuantos capítulos complicados. Si no aprovechaba hasta el último minuto (y me saltaba el desayuno al día siguiente), no lo conseguiría.
—Estoy bien —mascullé mirándolo solo  un momento antes de volver a clavar los ojos en el enorme libro que me había dado Alex.
Estaba intentando leer sobre el Minotauro, pero las palabras se me emborronaban delante de los ojos y tuve que entornar los párpados para fijar la vista. Me dolía la cabeza y tenía el estómago revuelto, pero debía seguir.
—Si no te conociera, podría tomarte por una muerta —me dijo Lena al oído.
Cerré los ojos y no me atreví a moverme, estando ella tan cerca. Sentí el calor que se desprendía de su cuerpo, mucho más cálido que el aire fresco de mi habitación, y el deseo de acercarme a ella me embargó por completo. Me estremecí. Normalmente, cuando no estaba tan cansada, era capaz de ignorar aquella  sensación.  Estaba  allí  por  mi madre, no por Lena.
Pero en lugar de sentir el contacto de Lena, oí un ruido de páginas. Cuando miré, el libro estaba cerrado y puesto a un lado de la mesa y Lena se había sentado enfrente de mí.
—Lo que no sepas ya, no te dará tiempo a aprenderlo antes de la prueba —dijo con voz suave— Necesitas dormir.
—No  puedo  —contesté,  abrumada—. Tengo que aprobar.
—Aprobarás, te lo aseguro. Me hundí en mi asiento.
—¿Qué pasa, es que ahora también eres adivina? Eso no puedes asegurármelo. Puedo fracasar tan estrepitosamente que quizá vayan a buscarme en pleno examen para sacarme de aquí. Quizá no vuelvas a verme.
Se rio, y yo resoplé indignada.
—Nunca había visto a nadie estudiar tanto  para  un  examen  como  has estudiado tú este fin de semana. Si tú no apruebas, los  demás  no  tenemos  nada que hacer.
Justo antes de que le dijera que solía tener muy mala suerte, se abrió la puerta de mi habitación y entró Ava seguida de cerca por Jess y por un hombre al que no reconocí.
—¡Kara! —exclamó Ava precipitándose hacia mí.
Lancé una mirada de disculpa a Lena, pero no parecía molesta. Estaba mirando  al  hombre,  que  llevaba uniforme negro y miraba fijamente el suelo como si hubiera preferido estar en cualquier parte menos allí.
—Ava, se supone que estoy estudiando —contesté, pero no me hizo caso.
—Venga,   llevas   todo   el   fin   de semana estudiando. En algún momento tendrás  que  salir  a  jugar  —hizo  un mohín sacando el labio inferior—. Están todos en el jardín, divirtiéndose. Hay música y se puede nadar y hacer toda clase de cosas. Todavía tengo que enseñarte a nadar, ya sabes.
La idea de verme obligada a nadar bastó para desanimarme del todo. Además,  no  sabía  si  sería  capaz  de bajar, y menos aún de divertirme. Era una fiesta, así que era casi seguro que no.
—Estoy muy cansada, de verdad — dije, mirándola a ella y a Jess, que se había quedado en la puerta y estaba mirando a Lena.
—¿Y qué? Luego puedes dormir — repuso  Ava—.  Eres  muy lista,  seguro que apruebas. Además, tienes que conocer a Maxwell…
—¿Todavía no os conocéis? — Lena pareció sorprendida.
Se levantó e hizo una seña para que se acercara el hombre que se había quedado atrás. Maxwell se movía airosamente  y  tenía  pinta  de  tomarse muy en serio a sí mismo.
—Kara, este es Maxwell, el jefe de mi guardia. Su labor consiste en vigilar cuanto sucede en la mansión. Maxwell, esta es Kara Danvers.
—Un placer —dijo inclinando la cabeza.
Le dediqué una sonrisa cansada y le tendí la mano. Me la estrechó con cuidado, como si  temiera rompérmela. Su palma era más tersa que la mía.
—Yo  también  me  alegro  de conocerte —dije—. Ava habla mucho de ti.
—No es cierto —protestó ella. Miró a Maxwell y arrugó el ceño—. No es cierto.
—Claro que sí —dije, y Maxwell sonrió.
No vi ningún parecido entre Verónica y él.
—Venga, vamos —dijo Ava, malhumorada, tirándole del brazo.
Como noté que había herido su orgullo, cuando me miró al salir me encogí de hombros con aire de disculpa.
—Iré a la próxima, te lo prometo.
—Como quieras —contestó, y se llevó a Maxwell a rastras.
Él consiguió hacer una rápida reverencia mirando a Lena antes de salir, y me quedé a solas con Lena y Jess, que seguía en la puerta.
—Bueno, entonces hasta mañana, supongo —dijo con las mejillas muy coloradas.
—Hasta mañana —dije con una sonrisa  forzada  que  no  convenció  a nadie. Hasta yo notaba lo nerviosa que sonaba mi voz.
Cuando Jess salió y cerró la puerta, Lena se levantó y se acercó al gran ventanal del otro lado de la habitación. Miró la noche negra como la pez y me hizo señas para que me acercara.
—No puedo, Lena —dije con un suspiro—. Tengo que estudiar.
—Le diré a Alex que no te pregunte las cien últimas páginas —dijo Lena —. Ahora ven a sentarte conmigo, por favor.
—No creo que Alex esté de acuerdo —mascullé, pero hice lo que me pedía.
Arrastré los  pies  por  la  alfombra. Me pesaba mucho la cabeza, pero de algún  modo  conseguí  cruzar  la habitación sin desmayarme. Una vez allí, me rodeó con el brazo y sentí que me recorría otro delicioso escalofrío. Era el contacto  más  íntimo  que  había  tenido con ella desde mi llegada, y me resultó muy fácil apoyarme contra ella y dejar que sostuviera mi peso.
—Mira  arriba  —dijo, estrechándome los hombros cuando me recliné contra su cuerpo.
Levanté  la  cabeza  hacia  el  techo, pero la habitación solo estaba iluminada por la luz de las velas, y no vi nada en la penumbra. Lena se rio.
—No. El cielo. Mira las estrellas. Me  sonrojé, avergonzada, y fijé la vista en el cielo negro del otro lado de la ventana. Solo distinguí minúsculos alfileres de luz.
—Son preciosas.
—Sí —dijo—. ¿Sabías que se mueven?
—¿Las estrellas? Claro —¿aquello también formaba parte de la lección?—. Se ven distintas estrellas según la época del año.
Hizo que nos sentáramos las dos en el banco, tan cerca que casi me senté encima de ella. Pero tenerla tan cerca era mucho  más  agradable  de  lo  que  yo estaba dispuesta a admitir. Todavía no estaba dispuesta a darme por vencida.
—No me refiero a las estaciones — dijo—, sino a los milenios. ¿Ves esa estrella de ahí?
Señaló hacia arriba y vi a duras penas hacia donde señalaba.
—Sí —contesté, aunque no sabía de qué estrella estaba hablando.
Si se dio cuenta de que mentía, decidió pasarlo por alto.
—Cuando conocí a Perséfone, esa estrella no pertenecía a esa constelación.
—¿En serio? —a mi cabeza atiborrada de datos le costó asimilar aquella información, y mucho más lo que entrañaba—. No sabía que eso podía pasar.
—Todo cambia con el tiempo — añadió, y sentí su aliento cálido en mi oreja—. Solo hay que tener paciencia.
Sí, pensé, todo cambiaba con el tiempo. Ese era el problema, ¿no?
Pero si lo que intentaba Lena era que me olvidara de la prueba, lo consiguió. Esa noche, en lugar de hablar de ninfas y héroes, mi madre y yo paseamos sin rumbo por Central Park, visitamos el zoo y dimos vueltas y más vueltas en el carrusel hasta que nos mareamos  las  dos  de  tanto  reírnos. Dormí a pierna suelta y me desperté con una sonrisa.
A la mañana siguiente estaba demasiado  nerviosa  para  probar bocado, pero Jess me hizo tragarme un  trozo  de  tostada  untada  con mermelada de fresa, y hasta eso estuve a punto de vomitarlo cuando iba camino de la clase. Solo por pura fuerza de voluntad logré mantenerlo en el estómago.
Podía  conseguirlo.  Lena confiaba en mí y no permitiría que me hicieran suspender injustamente. Había estudiado y a fin de cuentas aquello no era Física cuántica. Era Mitología. No era para tanto, ¿no?
—¿Lista? —preguntó Alex cuanto estuve sentada.
—No —contesté lisa y llanamente. Nunca estaría lista. Pero en vez de mostrar un ápice de compasión, se rio y me  puso  delante  el  examen.  Sentí  un nudo de angustia en la garganta cuando lo   hojeé   hasta   llegar   a   la   última pregunta. Veinte páginas.
—Doscientas preguntas —dijo como si me leyera el pensamiento—. Solo puedes fallar veinte.
—¿Cuánto tiempo tengo? —pregunté con voz ahogada.
—Todo el que necesites.
Su amable sonrisa no me tranquilizó lo más mínimo. Haciendo acopio de valor, agarré el lápiz y empecé.
Tres horas después estaba sentada en el rincón, hecha un manojo de nervios, mientras Alex leía mi examen. Yo había repasado las preguntas una y otra vez, dudando siempre de mis respuestas. ¿Y si había confundido a Atenea con Artemisa? ¿O a Hera con Hestia? ¿Y si había estudiado demasiado y mezclaba lugares, historias y cronologías?
¿Y si suspendía?
Alex dejó sobre la mesa su pluma y con expresión impasible cruzó la habitación y me entregó el examen sin decir  nada.  Me  temblaban  tanto  las manos que temí que se me cayera. Nada en su expresión delataba cuál podía ser mi  nota.  Me  obligué  a  mirar,  pero durante un rato mis ojos no consiguieron enfocar  el  número  garabateado  en  la parte de arriba.
—Lo siento —dijo, pero no la oí.
Me precipité hacia la puerta y salí corriendo de la habitación. Tenía la visión tan borrosa que no veía adónde iba. Pasé junto a Jess y Verónica sin apenas verlas, crucé la primera puerta que vi y salí al jardín. Sin hacer caso de las voces que me llamaban, me quité los zapatos y corrí hacia el bosque mientras el fuerte viento entumecía mi piel.

Había suspendido.

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Hola a todos quienes se están tomando el tiempo de leer esta historia, la verdad que es interesante y quiero seguir compartiendola con ustedes. Les agradezco por la acogida a la misma y los invito a continuar este viaje literal con nuestras chicas favoritas.
Un abrazo
Paola.

Aprendiz de Diosa (1ra Parte) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora