Capítulo 19

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El ofrecimiento


Lena  se  quedó  a  mi  lado  toda  la semana siguiente. El dulce tónico que J’onn me daba a beber surtía efecto y yo pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo. Las pesadillas acabaron por desaparecer, pero seguí despertándome jadeando, incapaz de olvidar lo que sentía cuando el agua helada del río me envolvía por completo.
El dolor por la muerte de mi madre no   se   embotó, pero poco a poco conseguí asumir que iba  a  estar  ahí mucho tiempo y que dejándome vencer por  la  tristeza cuando se  suponía que debía curarme solo conseguiría lastimar a Lena. Sería una ofensa, un desprecio al regalo que me había hecho mi madre, y los seis meses anteriores me habían preparado para afrontar aquello. Me habían dado la oportunidad de despedirme de ella de un modo que, sin Lena, me habría estado vedado.
Aunque el dolor fuera el mismo, sentía dentro de mí una especie de paz que, de otra manera, habría sido imposible. Me aferré a la esperanza de que, si el consejo decidía aceptarme a pesar de lo que había ocurrido entre Lena y yo, algún día podría visitarla, hablar con ella y caminar de nuevo a su lado. La muerte no era el final, Ava era la prueba de ello. Pero aun así lloraba su ausencia. La echaba de menos.
Tuve un goteo constante de visitas. Al principio solo eran Lena y J’onn, pero después, por insistencia mía, también permitieron entrar a Ava en mi habitación. En cuanto me vio voló a mi cama, con los ojos rojos e hinchados.
—¡Kara! ¡Dios mío, estás bien! Me habían dicho que estabas bien, pero me daba miedo que solo lo dijeran porque sí, ya sabes cómo es la gente. Pero estás de verdad aquí, y estás despierta y… ¡Dios mío!
Me rodeó con sus brazos con tanta delicadeza que casi no los noté, pero no me importó que me hiciera un poco de daño. La abracé tan fuerte como pude y luego pasé treinta segundos pagando las consecuencias. El dolor me llegó hasta las puntas de los dedos de las manos y los pies, pero había merecido la pena.
—¡Perdona! —dijo, poniéndose colorada cuando me vio gemir.
Al otro lado de la cama, Lena pareció preocupada, pero ya estaba acostumbrada a que me  pasara  de  la raya. Mientras mis puntos no empezaran a sangrar, todo iba bien.
—No  me  pidas  perdón  —dije cuando pude hablar otra vez—. Tenía ganas de abrazarte. Siento muchísimo todo lo que ha pasado. Siento haberte gritado por lo de Maxwell, haberte dicho todas esas cosas horribles… No te lo merecías.
Hizo un ademán, quitándole importancia al asunto.
—No importa. Tenías razón. Me estaba  comportando  como  una idiota.
¡Pero estás viva! Vas a lograrlo, y ya no tendré que estar aquí encerrada sin mi mejor amiga —me lanzó una mirada que pretendía ser severa, pero que me hizo sonreír—. ¿Sabes?, nada de esto habría pasado si hubieras dejado que te enseñara a nadar.
—Sí, en eso tenías razón —contesté, aunque preferí omitir que me habían apuñalado antes de lanzarme al río. Dudaba que a ella le importara mucho
—. ¿Sabes qué te digo? En cuanto Lena diga que estoy bien, podemos buscar algún sitio en la finca para que me enseñes.
Iba a costarme mucho volver a meterme  en  el  agua,  pero  de  todos modos valía la pena intentarlo solo por ver la sonrisa que puso Ava.
Esa tarde, después de que ella se marchara, Lena y yo jugamos a las cartas. Aunque estaba convaleciente le di una buena paliza, pero no pareció importarle.  Al  contrario,  parecía disfrutar  viéndome  ganar,  y yo  me  lo pasé en grande.
—Voy a echarte de menos en verano —dije después de ganar cinco partidas seguidas—. Y voy a echar de menos ganarte a las cartas.
Me miró mientras barajaba.
—Yo  también  voy  a   echarte  de menos a ti —lo dijo en un tono que me asustó.
Yo   tenía   esperanzas   de   que   el consejo entendiera que si nos habíamos acostado no era por culpa nuestra, pero ¿y ella? ¿Acaso se había pasado la semana anterior preparándose para decirme adiós?
—Lena —dije en voz baja—, ¿te importa que juguemos un rato a lo que podría ser?
No me miró.
—Claro que no.
Respiré hondo.
—¿Puedo venir a verte de vez en cuando? Ya sé que se supone que tengo que salir a explorar el mundo, estudiar, aprobar el bachillerato y todo eso, pero he pensado que si acabo quedándome en Midvale podría pasarme por aquí de vez en cuando, antes de septiembre.
Dudó un momento.
—Pensaba esperar hasta después de la reunión del consejo para hablarlo contigo.
—¿Para hablar conmigo de qué?
—De tu libertad —me miró, y me quedé quieta—. Después de todo lo que has pasado por mi causa, no puedo pedirte que vuelvas en otoño, sea cual sea la decisión del consejo.
Intenté disimular mi resquemor, pero comprendí por el brillo de sus ojos que lo había notado.
—¿No quieres que vuelva?
—Si fuera por mí, no te irías nunca. Pero no fue eso lo que acordamos. Y, además, has sufrido mucho por mí. No quiero hacerte aún más desgraciada obligándote a volver. Así que te estoy ofreciendo tu libertad, decida lo que decida el consejo. Tu libertad permanente.
Tardé unos segundos en comprender lo que estaba diciendo. Quería que me quedara, pero se sentía culpable… ¿por qué? ¿Por lo que había hecho Jess?

—Pero yo quiero volver —dije atropelladamente. Pensar en no volver a verlo hizo que se me acelerara el corazón.  Tal  vez ella  no  lo  entendiera, pero Midvale Menor era lo único que me quedaba—. ¿Qué voy a hacer si no me dejas volver? Tú, y Ava, y Veronica, y Sofía y… y …
Me  interrumpí,  demasiado angustiada para continuar, y me  sequé los   ojos.   Lena  dejó   sus   cartas   y acarició mi mejilla con el dorso de la mano.
—Si deseas volver, me encantaría que lo hicieras. Eres tú quien debe decidirlo,  y  no  puedo  explicarte  lo mucho que significa para mí que elijas quedarte aquí en lugar de vivir tu vida…
—Pero voy a vivir mi vida —dije, afligida—. Puedo vivirla contigo. Quizá sea una vida poco convencional, pero eso no significa que sea peor que lo que hay ahí fuera. Es mejor, incluso. Muchísimo mejor.
Titubeó.
—Eres muy amable, y para mí significa mucho que pienses así, pero, y espero que no te lo tomes a mal, tú no estabas viviendo, Kara. Ni conmigo, ni en el mundo real. Estabas esperando a que muriera tu madre, y ahora que ha muerto…
—Ahora que mi madre ha muerto, lo único que me queda es este lugar, y la única persona que me queda eres tú — contesté—. Hará falta mucho más que una asesina armada con un cuchillo para obligarme a renunciar a ti.
En lugar de contradecirme, su rostro se distendió en la primera sonrisa auténtica que le había visto desde mi muerte.
—Bien, entonces lo mismo digo — levantó     la     baraja     de     cartas—. ¿Seguimos? He oído decir que a la sexta va la vencida.
Puse cara de fastidio.
—Quizá ganes cuando se hiele el infierno.
Levantó una ceja.
—Eso podría arreglarse sin ningún problema.
Cuando se reunió el consejo, la víspera  del  equinoccio  de  primavera, aún  no  estaba  lo  bastante  recuperada para caminar sin ayuda. Ava y Veronica tuvieron que ayudarme a vestirme y cuando acabamos estaba tan agotada que solo tenía ganas de volver a meterme en la cama.
—Quizá puedan esperar un día más—dijo Ava, mordisqueándose el  labio mientras me miraba.
Yo estaba sentada en el sillón que solía ocupar Lena, con la cabeza apoyada en las manos.
—No   —dije   con   una   mueca—. Estoy bien. Dadme solo un minuto, ¿de acuerdo?
Me habían obligado a ponerme un vestido blanco y me daba tanto miedo que se me saltara un punto que no quería moverme. Lo único bueno de las heridas era que el corsé estaba descartado, pero por otro lado sin él había muy poco relleno entre la tela y mis vendajes. Un mal  movimiento  y  me  presentaría delante  del  consejo con el  pecho cubierto de sangre.
—¿Quieres que vaya a buscar a Lena? —preguntó Veronica. Seguía tratando a Ava con distancia, pero desde el incidente del río parecía esforzarse por soportarla. Seguramente no le hacía ninguna gracia que Maxwell y ella volvieran a estar juntos, pero aun así procuraba poner buena cara, y eso la honraba.
—No hace falta —dijo una voz profunda.
Levanté la cara de las manos lo justo para ver a Lena de pie en la puerta.
—Chicas, podéis marcharos. Salieron  enseguida, aunque Ava se paró a darme un beso rápido en la mejilla.
—Buena suerte —susurró, y se fue. Lena estaba a mi lado antes de que consiguiera ponerme derecha.
—¿Estás bien?
—Tengo la sensación de que voy a vomitar.
Esbozó una sonrisa.
—Yo también —me ofreció su mano y la acepté, apoyándome en ella al levantarme.
Era imposible que llegara hasta el salón de baile, donde iba a celebrarse la reunión.
—¿Tengo que llevar zapatos? — pregunté, mirando los tacones que había sacado Ava.
—El  vestido  es  muy largo,  no  se verá que vas descalza —contestó. Luego dudó y añadió en voz baja—. ¿Estás segura, Kara?
—¿Segura de que no quiero llevar zapatos? Sí. Casi no puedo caminar.
—No, me refiero a… ¿Estás segura de que no quieres aceptar mi oferta?
No volver a verla nunca, ni regresar a Midvale Menor. No se me ocurría nada que me apeteciera menos.
—Segurísima —dije al apoyarme en ella—. Si no nos vamos ya, llegaremos tarde. No estoy precisamente en forma para correr por el pasillo.
—No te preocupes por eso — acarició mi mejilla con las yemas de los dedos—. ¿Entiendes lo que implica aprobar y lo que implica suspender?
—Si suspendo, regresaré al mundo real con la memoria borrada —y Lena se disolvería en la nada—. Pero si apruebo, tendré que quedarme aquí seis meses al año, contigo.
—Para toda la eternidad, a no ser que decidas poner fin a tu vida —añadió—. Serás eternamente como eres hoy y el consejo te concederá la inmortalidad. No es una cosa fácil, la inmortalidad. Crearás  vínculos  con  mortales  y seguirás viviendo cuando ellos hayan muerto. Nunca habrá un fin. Tu vida será continua, y al final perderás el contacto con la humanidad. Olvidarás lo que es estar viva.
Daba vértigo pensar en la eternidad, porque borraba la única certeza de la vida, o sea, la muerte, pero ¿qué ventaja tenía morir? La muerte solo traía dolor, y ya estaba harta de ella.
—Bueno, entonces supongo que es una suerte que mi mejor amiga ya esté muerta, ¿no?
—Sí —contestó Lena con voz apagada—. Eres bastante afortunada.
—Nadie dijo que esto fuera a ser fácil —añadí—. Eso lo sé.
—En efecto —fijó los ojos en algo que yo no podía ver—. ¿Entiendes también que, si sales airosa, nos casaremos?
No supe si  el  escalofrío que sentí era de emoción o de nervios.
—Sí, eso ya lo he pillado. A ti no te importa, ¿verdad? Porque sé que es un poco precipitado y todo eso.
Sonrió.
—No, no me importa. ¿Y a ti?
¿Me importaba? No estaba lista para ser esposa ni reina, pero casarnos equivalía a permanecer a su lado. Lena había dicho que sería libre para estar con otros o para vivir mi vida durante mis seis meses de ausencia, si quería, y aunque me parecía imposible encontrar a alguien que pudiera comparársele,  aquello  ayudaba  a  aliviar  la sensación de estar atrapada. Sacudí la cabeza.
—Con tal de que no me obligues a ponerme un vestido para la boda…
Me lanzó una mirada.
—¿Por qué crees que vas vestida de blanco?
—Ah —hice una mueca—. Eso no es justo, ¿sabes?
—Sí, lo sé —me rodeó con el brazo
—. Ahora tenemos que irnos o llegaremos tarde de verdad. Cierra los ojos.
Obedecí, deseando que mi estómago dejara de dar saltos mortales el tiempo justo para pasar por aquello sin estropearme el vestido. Cuando abrí los ojos estábamos en el salón de baile. Estaba vacío, de no ser por los catorce magníficos tronos dispuestos en círculo que yo había visto en el baile de septiembre.  Cada   uno   de   ellos   era único: algunos  estaban  hechos  de madera, otros de piedra, de plata o de oro. Uno parecía estar hecho de ramas y vides, pero no pude acercarme lo suficiente para verlo bien.
En el centro, esperándome, había un taburete  con  un  cojín.  Aparecimos  a poca distancia de él, Lena me ayudó a llegar y no soltó mi mano hasta que estuve sentada.
—¿Estás cómoda? —preguntó.
Asentí y me dio un largo beso en la frente.
—Pase lo que pase, siempre estaré a tu lado, aunque no recuerdes quién soy.
Mientras  escrutaba  mis  ojos, compuse una leve sonrisa, pero estaba tan nerviosa que no pude ponerle mucho empeño. Notaba debajo de mí el roce exasperante del encaje del cojín, pero no quise moverme.
—Es imposible que me olvide de ti —dije—, hagan lo que hagan.
Vi un destello de tristeza en sus ojos antes de que apartara la vista y retrocediera.
—Nos vemos dentro de un rato — dijo—. No te muevas.
Parpadeé y desapareció. Para entretenerme, me puse a observar los tronos  intentando  adivinar  quiénes podían ser sus propietarios. El más grande, que parecía hecho de cristal, estaba colocado justo delante de mí. Verlos a mi alrededor hizo que se me acelerara el corazón y que empezaran a sudarme las manos, y tuve que hacer un esfuerzo para mantener la calma. Miré a mi alrededor y procuré adivinar cuál de los tronos era el de Winn. El que estaba hecho de conchas, no. El de oro o plata, quizá, o tal vez el que refulgía como si estuviera hecho de brasas.
Pensar en Winn me dio dolor de cabeza, así que cerré los ojos. Había llegado el momento decisivo. No habría más oportunidades y ya no podía hacer nada por cambiar el dictamen del consejo.  La  idea  me  resultó extrañamente reconfortante: a fin de cuentas, las pruebas ya habían acabado. Pasase  lo  que  pasase,  había sobrevivido. Por los pelos.
Pero mi madre no, y haberla perdido empañaba todo cuanto hacía. Me sentía mal  estando  allí,  sabiendo  que  ella estaba sola. Era lo más importante de mi vida, y me parecía una traición pensar en algo que no fuera la añoranza que sentía de ella. Hacía solo una semana que había muerto, yo no lo había superado aún y temía que ella pensara que sí.
Era una tontería y lo sabía. Después de todo, aquello era lo que quería mi madre para mí, ¿no? ¿Seguiría estando orgullosa de mí si fracasaba? ¿Habría cambiado su vida por la mía de haber sabido que no serviría de nada?
Claro que sí. Me quería tanto como yo a ella. Eso no lo cambiaba la muerte, ni  tampoco  el  hecho  de  que  yo  no hubiera superado las  pruebas. Pero si me   quedaba   alguna   oportunidad,   si podía, aprobaría. Por ella y por Lena.
Unos gritos lejanos me sacaron de mi ensimismamiento. De pronto se abrió una puerta en el lado izquierdo del salón de baile y entró Lena hecho una furia.
—No  —dijo  con furia—.  Le  hice una promesa y pienso cumplirla.
—No te correspondía a ti hacer esa promesa.
Intenté ver a quién hablaba, pero me lo impedía un trono que parecía estar lleno de agua.
—Es una de los nuestros y tiene que quedarse —añadió la voz desconocida.
—No es bienvenida en mi casa — contestó Lena con un gruñido que me erizó el vello de la nuca.
—O se queda o nos vamos todos.
Vi asombrada que Lena daba un puñetazo en la pared. Tembló toda la sala. Yo empecé a bajarme del taburete, pero me detuve con una mueca de dolor. No era buena idea moverme, y solo conseguiría que Lena se enfadara aún más.
—Está bien, pero tendrá que marcharse en cuanto esto acabe.
—De acuerdo.
Lena cruzó la habitación, iracundo, y se acercó a mí. Rozó mi mejilla con sus labios y me susurró:
—Lo siento mucho, Kara.
—No importa, sea lo que sea —dije, intentando recordar una promesa que me hubiera hecho y que ahora podía verse obligado a romper. No se me ocurrió nada.
Se irguió y puso la mano sobre mi hombro. Sentí lo tensa que estaba, y no contribuyó precisamente a aplacar mis nervios.
—Hermanos y hermanas, sobrinos y sobrinas, os presento a Kara Danvers.
Hice intento de reprenderle por haberme presentado usando mi nombre completo,    pero    se    me    cortó    la respiración cuando vi la procesión de gente que caminaba hacia nosotros. Me agarré al borde del asiento, tan atónita que no pude moverme.
Primero iba J’onn, vestido con una sencilla túnica blanca. Después de él entró   Sofía,   que   se   puso   colorada cuando me sorprendió mirándola. Luego iba Winn, con la vista clavada en el suelo. Me dieron ganas de apartar la mirada, pero lo seguí con los ojos hasta que llegó a su trono. El suyo era el que tenía  los  brazos  como  dos  serpientes. Me estremecí. A continuación entró Alex, y después James y Phillip, el gruñón encargado de los establos.
Y luego Veronica, de la mano de Maxwell.
Y también Jack, el del instituto de Midvale, un rostro tan lejano ya en mi recuerdo que tardé un momento en reconocerlo.
Para cuando Mon-el cruzó la puerta vivito y coleando, estaba tan estupefacta que ni siquiera me pregunté cómo es que había vuelto del Inframundo.
Lena me apretó un poco más el hombro cuando una persona más entró en el círculo, y enseguida comprendí por qué estaba tan enfadada.
Era Jess.
Pero no fue la última. Se me encogió el estómago cuando vi quién ocupaba el último puesto de la fila.
Ava.
Se quedaron todos de pie delante de sus respectivos tronos y me dieron unos segundos para que dejara de darme vueltas  la  cabeza.  Advertí  vagamente que dos de los tronos estaban vacíos y que  J’onn  se  había  colocado delante del enorme trono de cristal, pero estaba tan aturdida que apenas podía concentrarme.
—Kara —dijo Lena—, te presento al consejo.

Aprendiz de Diosa (1ra Parte) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora