Capítulo 16

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Veneno

El destierro de Ava y el peligro de que intentara vengarse tuvieron como consecuencia el que un altísimo guardia me siguiera a todas partes, un moreno grandullón al que yo había visto en el baile, en septiembre. Medía casi dos metros y caminaba con una cojera que no parecía afectar a su velocidad y cuyo motivo no me atreví a preguntarle. No hablaba mucho. Jess lo llamaba James y, aunque podía haberme aplastado con el pulgar, era un tipo bastante simpático.
Ya nunca estaba sola. Cuando no me encontraba con James, estaba con Lena, y siempre había guardias apostados en la puerta de mi cuarto cuando dormía. Su presencia era superflua, en realidad: desde Nochebuena, Lena pasaba todas las noches conmigo. Las cosas habían cambiado por completo desde Navidad. Era  como  si  yo  hubiera  logrado traspasar una barrera invisible, y ahora en lugar de evitarme y confiar en que me mantuviera  viva  por  mis  propios medios, parecía decidida a defenderme a toda costa.
Por  las  noches  no  sucedía  nada, salvo que de vez en cuando nos dábamos un beso o Lena me acariciaba el pelo.
Nunca  me  presionaba,  ni  pedía  nada más. Yo me  alegraba de  tenerla a  mi lado, y cuanto más veía su lado humano, más confiaba en poder convencerla de que se quedara.
No estaba fingiendo. No la besaba para hacerle creer que me importaba o porque me diera lástima. Me estaba enamorando de ella poco a poco, día a día, aunque en el fondo sabía que era mala idea. No había ninguna garantía de que fuera a superar las pruebas, ni nada que  me  diera  motivos  para  creer  que entre nosotras podía haber una relación duradera, una relación que se prolongara más   allá   del   invierno.   Pero   si   se producía un milagro y lo lograba, Lena   necesitaría una razón para quedarse, y yo sería esa razón.
Así que por primera vez en mi vida dejé a un lado mis preocupaciones y mis dudas y bajé la guardia. De pronto las tardes me parecían un suplicio, unas horas que tenía que soportar para que llegara la noche y estuviéramos juntas, y cada vez que la veía, por poco tiempo que lleváramos separadas, se me aceleraba el corazón. Había sobrevivido a la Navidad y por fin me atrevía a abrigar esperanzas, a hacerme ilusiones.
Cuando me despertaba antes que ella, la miraba dormir mientras los primeros rayos de sol se colaban por las cortinas, e intentaba imaginarme despertando así el resto de la eternidad. Era extraño pensar que, si sucedía lo imposible y lograba superar las pruebas sin que me mataran, Lena sería mi futuro. Todo mi futuro, sin el miedo a la muerte acechando en cada esquina. Mi esposa.
Aquella palabra me resultaba inconcebible, sonaba extraña en mi boca, y estaba convencida de que jamás podría hacerme a la idea. Pero por más que me resistiera (era demasiado joven, estaba demasiado sola, y no estaba lista para esa clase de vida), empecé a comprender que no sería tan terrible. Lena tenía el corazón roto, pero también lo tenía yo, y pasar mi vida con ella no sería un infierno, como me lo había parecido durante las semanas posteriores a la resurrección de Ava. Yo podía darle lo que necesitaba, podía ser una amiga, una esposa, una reina, y a cambio ella podía ser mi familia.
A medida que se acercaba la primavera,  mis  sueños  fueron haciéndose  más  solemnes.  Cada momento que pasaba con mi madre era un  tesoro,  pero  la  mayor  parte  del tiempo no sabía qué decirle. Caminábamos de la mano por el parque casi todos los días, y ella dirigía la conversación hablando de todo y de nada. Todas las noches me decía lo orgullosa que estaba de mí, cuánto me quería y cuánto deseaba que fuera feliz sin ella, que no la necesitara para continuar como Lena me necesitaba a mí. Yo, en cambio, solo podía asentir rígidamente con la cabeza y apretar su mano.
Las cosas que era incapaz de decirle se  me  agolpaban  en  la  garganta, formando un nudo que no podía tragar. Con el paso de los días, al ir escaseando mis oportunidades de decírselo, comprendí  que  en  algún  momento tendría que decirle lo que sentía. Pero todavía no. Mientras hubiera un mañana en  la  mansión,  podía  fingir  que  aún había esperanzas de que mi madre no tuviera que morir.
Cuanto más unida me sentía a Lena, más ajena me sentía al mundo real. Aunque empezaba a sentir que no volvería nunca al mundo real, que aquellos seis meses se prolongarían de algún modo toda la eternidad, sabía que no era cierto. Que había un final y que nos acercábamos rápidamente a él.
A pesar de la compañía de Lena y de estar constantemente vigilada, me sentía muy sola. Ella pasaba casi todo el día con Maxwell, y aunque Jess se quedaba conmigo cuando no estaba Lena, hasta Veronica parecía desanimada después de lo sucedido en Navidad. Winn era ahora mi enemigo, pero pensaba a  menudo en él.  Nuestra amistad no podía haber sido del  todo fingida, y echaba de menos poder añorarlo sin enfadarme. No era él quien intentaba matarme, de eso ya estaba segura,  y  de  algún  modo  me reconfortaba  saber  que  estaba  de  mi parte aunque yo no estuviera de la suya.
Pero sobre todo echaba de menos a Ava. Cada vez que me encontraba con algo  que  quería  enseñarle  o  se  me ocurría algo que quería decirle, tardaba unos segundos en recordar que nunca volvería a verla, al menos como amiga. De  vez en cuando  la  vislumbraba saliendo de una habitación cuando entraba  yo,  o  al  fondo  de  un pasillo, pero enseguida desaparecía.
Lena  nunca  me  hacía  hablar  del dolor   y  la   culpa   que   me   producía aquella separación, aunque a veces me impidieran dormir. Dejaba que fuera asimilándolo sola, y yo no sabía si agradecérselo  o  reprochárselo.  Saber que Ava tenía que sentirse tan mal como yo solo empeoraba las cosas. Quizá no fuera la mejor amiga del mundo, y quizá fuera demasiado egoísta a veces, pero yo tampoco era perfecta. Cada día que pasaba me arrepentía más y más de mi dictamen. Ava podía cometer errores. Todos los cometíamos. ¿Y qué me daba el derecho a castigarla por ellos cuando lo único que había hecho había sido intentar paliar un poco su soledad?
Para llenar las horas vacías, o intentarlo, pasaba cada vez más tiempo en los establos, con Phillip. Allí había mucha paz, y él nunca buscaba conversación. Parecía  comprender  por lo que estaba pasando y se ofreció a dejarme   pasar   todo   el   tiempo   que quisiera con los caballos. Fue un ofrecimiento muy generoso teniendo en cuenta lo mucho que los protegía, pero no bastó para hacerme olvidar lo que había perdido y lo que iba a perder.
Una tarde de fines de enero, Lena me encontró en el jardín envuelta en un manto y arrodillada junto a un rosal cubierto de nieve. Yo guardaba un recuerdo muy vago de cómo había llegado hasta allí, pero no me importó especialmente. Después de que Alex me dijera la fecha en medio de nuestra clase todo se había vuelto borroso, y fue la voz de Lena la que me devolvió bruscamente a la realidad.
—¿Kara? —cubierta con un grueso gabán negro, se destacaba nítidamente sobre la nieve, de pie a unos pasos de mí. No levanté la vista.
—Es el último cumpleaños de mi madre.
Se quedó inmóvil. Quise decirle en parte que se mantuviera alejada, pero en el fondo deseaba que me conociera lo suficiente como para saber cuánto necesitaba desesperadamente un abrazo.
—Siempre odióhaber nacido en enero —añadí con voz inexpresiva mientras miraba la planta inerme que tenía  delante—.  Decía  que  no  le apetecía celebrar nada cuando no había flores y todos los árboles estaban muertos.
—Dormidos —dijo Lena—. Los árboles  solo  están  dormidos. Despertarán cuando llegue el momento.
—Mi madre no —me senté en la nieve sin importarme que se me mojaran los vaqueros—. Desde que le diagnosticaron  el  cáncer  hemos celebrado  cada  cumpleaños  como  si fuera el último. Pero esta vez lo es de verdad.
—Lo siento —se sentó a mi lado, me rodeó con el brazo y el calor de su cuerpo impidió que el mío se entumeciera—. ¿Puedo hacer algo?
Negué con la cabeza.
—No sé qué voy a hacer sin ella.
Se quedó callado un rato y cuando volvió a hablar su voz sonó lejana.
—¿Puedo enseñarte una cosa?
—¿Qué cosa?
—Cierra los ojos.
Obedecí, segura de lo que iba a pasar. Esperaba sentir el cambio de ambiente, pero en lugar de pasar del frío de  fuera  al   calor  de  dentro  de  la mansión, sentí una brisa cálida y el sol en mi cara. Seguíamos fuera.
Cuando abrí los ojos, esperando a medias estar aún en el jardín, tuve que sujetarme a Lena. Estábamos en medio de Central Park, un día de verano, igual que mi madre y yo en sueños, salvo porque el parque estaba desierto. De mi madre no había ni rastro.
—Lena…  —dije,  indecisa, mientras miraba alrededor.
El lago estaba cerca y oí a lo lejos las notas de una canción conocida, pero estábamos solos.
—¿Qué estamos haciendo en Nueva York?
—No  estamos  en  Nueva  York  — parecía melancólico.
Me arrimé a ella, asustada y fascinada al mismo tiempo por aquel lugar.
—Esto es tu otra vida, tu vida en el más allá.
Lo miré perpleja. Tardé unos segundos en asimilar sus palabras.
—¿Quieres decir que esto es… que estamos…?
—Este es tu rincón del Inframundo —levantó una ceja al ver la cara que puse—. No te preocupes, solo es temporal. Quería que lo vieras.
Miré a mi alrededor ansiosamente, confiando en que apareciera mi madre, pero seguíamos estando solos.
—¿Por qué?
—Para  que  sepas  que…  —se detuvo, pero no hizo falta que acabara para que le entendiera.
Quería enseñarme adónde iría yo cuando muriera. Se me hizo un nudo en el estómago y me quedé mirando fijamente un trozo de hierba. Así pues, ella no estaba luchando en absoluto.
—Te lo he enseñado —añadió con los ojos fijos en el suelo—, para que tengas una experiencia de primera mano si superas las pruebas —era mentira, pero intenté creérmelo—. Cuando seas inmortal y estés aquí, el Inframundo se manifestará tal y como lo ve el mortal —pasaron unos segundos y añadió con voz más suave—: También quería que supieras que al final serás feliz si el consejo no decide a tu favor.
A  mi favor, noal suyo.No al nuestro.
Me giré bruscamente para mirarla.
—¿Por qué te dejas avasallar de esa manera? El consejo, tu familia, quienes sean… Si crees que soy lo bastante buena, ¿por qué no les dices que te dejen en paz y respeten tu decisión?
Su expresión era ilegible.
—No soy omnipotente —contestó dando un paso cauteloso hacia mí.
No me aparté.
—Ese tipo de decisiones debe tomarlas el consejo, no yo.
—Pero al menos podías intentarlo, y últimamente no te veo hacer nada al respecto —le espeté.
Dio un respingo, pero seguí:
—¿No eres miembro del consejo?
—Sí  y  no  —me  indicó  que  me sentara en la hierba, pero me negué y seguí de pie con los brazos cruzados—. Paso la mayor parte del tiempo apartado de ellos. Cuando desean mi opinión, o cuando  se  trata  de  una  decisión  que afecta directamente a mis responsabilidades, me reúno con ellos. Pero sus decisiones afectan al mundo de los vivos. Y esa no es mi esfera.
—Entonces, ¿por qué no les dices que te dejen tranquila y acabas con esto de una vez? Si ellos gobiernan sobre los vivos y tú no estás viva, ¿por qué tienen que juzgar si haces bien tu trabajo o no?
Miró a lo lejos,hacia ellago brillante.
—Son ellos los que puMidvale concederte la  inmortalidad, no  yo. Quizás al principio habrían confiado en mí para tomar esa decisión, pero los errores  que  cometí  con Perséfone  les han hecho dudar de mi criterio.
Rechiné los dientes al oír mencionar el nombre de Perséfone, y el odio me reconcomió por dentro. Aunque Lena fuera la responsable de que Perséfone no le hubiera amado, era ella quien le había hecho daño.
—¿Puedo hacerte una pregunta? Respondió con un sonido gutural que tomé  por un  sí.  Me  acomodé  en  la hierba, a su lado.
—¿Por qué raptaste a Perséfone?
Se apartó lo justo para mirarme a los ojos y el dolor que vi en su semblante hizo que me arrepintiera de habérselo preguntado.
—Lo siento —dije enseguida—. No tienes que decírmelo si no quieres.
Sacudió la cabeza.
—No, no. No estoy enfadada. Solo estoy intentando entender cómo es posible que la verdad de lo que sucedió se haya desvanecido hasta tal punto con el paso del tiempo.
Esperé a que continuara, sin hacer caso de la humedad de la hierba, que empezaba a calarme los pantalones. Parecía  pensativa,  como  si  estuviera buscando el modo exacto de contarme algo de lo que muy pocas veces hablaba.
—No la rapté —dijo por fin—. Fue un matrimonio pactado que ella aceptó, puesto que eran sus padres quienes lo habían negociado.
Titubeé, intentando recordar las lecciones de Mitología que había estudiado.
—¿Zeus y Deméter?
—Muy bien —sonrió, pero no con la mirada—.  Supongo  que  ya  te  habrás dado cuenta de que mi familia es muy extraña. Nos llamamos hermanos y hermanas, pero en realidad no lo somos. Sencillamente, llevamos juntos tanto tiempo que no existe una palabra que describa el lazo que nos une. Solo podemos compararnos con una familia, aunque sea una comparación un tanto endeble.
—Me dijo Veronica que en realidad no sois hermanos.
—¿Sí? —pareció extrañamente divertida al oírlo—. Todos tenemos el mismo  creador,  pero  no  somos parientes, estrictamente hablando. De hecho, mi hermano, que en realidad no es mi hermano, claro, está casado con mi hermana. Y su hijo está casado con nuestra otra hermana.
Hice una mueca, intentando entenderlo.
—Entonces no sois parientes, ¿no?
—No, ni siquiera remotamente —me dio un beso en la frente, una especie de disculpa tácita. O quizás estuviera intentando disipar mi enfado.
—La madre de Perséfone es mi hermana favorita, y fue ella la que propuso la boda. Perséfone y yo nos llevábamos bien cuando nos veíamos, y su madre insistía en que quería que las dos fuéramos felices. Yo estaba acostumbrada a estar sola, pero me gustaba la  idea de  pasar  tanto tiempo con Perséfone. Como ella no puso objeciones, sellamos el acuerdo y se convirtió en mi esposa.
En su esposa… Eso sería yo si superaba las pruebas. Si bien pensaba a menudo en lo que podía depararme un futuro con Lena, aún no había encajado la idea de ser su mujer; de estar casada, sencillamente. Quizá fuera porque solo tenía dieciocho años, o quizá porque mi madre nunca se había casado. El caso era que no lograba imaginármelo.
Claro que quizá fuera mejor así. De ese modo, no tenía ninguna expectativa y mi deseo de casarme no era mayor que mi deseo de estar con Lena, como sospechaba que podía haber sucedido en el caso de Perséfone.
—Me ayudó a gobernar —continuó —, como con un poco de suerte harás tú dentro de poco. Pero era muy joven cuando  nos  casamos  y…  —apartó  la mirada—.  Con  el  tiempo  empezó  a verme como una carcelera, no como su esposa. Estaba enormemente resentida conmigo y aunque al principio me tenía cariño,  creo  que  nunca  me  quiso,  no como la quiero yo.
«Como la quiero yo», no «como la quería». Exhalé un suspiro.
—La historia se ha puesto de su parte, claro, y tengo sospechas al respecto, pero la verdad es que no la obligué a casarse conmigo. La quería muchísimo y fue un tormento para mí verla tan infeliz. Pasados varios milenios, se enamoró de un mortal y decidió renunciar a su inmortalidad por él. Yo la dejé marchar. Me dolió mucho, pero sabía que sería mucho peor si la obligaba a quedarse.
Estuve callada unos segundos mientras digería lo que acababa de contarme. El amor no correspondido era una cosa, pero pasar una eternidad sufriendo de ese modo… Me resultaba inconcebible. Ni siquiera quería intentar imaginármelo.
—Lo siento —dije, y mi enfado se disipó. Me habría gustado que hubiera algo más que decir.
—No  lo  sientas  —esbozó  una sonrisa tan cargada de mala conciencia que  me  dieron  ganas  de  golpearle—. Fue  decisión suya.  Tú  has  tomado  la tuya. Es lo máximo que puedes hacer.
Asentí de nuevo, sin saber aún qué decir. Winn tenía razón. Lena siempre estaría enamorada de Perséfone, hiciera yo lo que hiciese. Eso tenía que aceptarlo. Pero en parte quería que a mí también me amara. Me bastaría con que le sirviera para pasar la primavera, solo eso.
—Lena… —dije con un nudo en la garganta mientras intentaba hacer acopio de   valor—.  ¿Crees   que   alguna  vez podrás quererme? ¿Aunque sea solo un poco?
Pareció atónita al oír mi pregunta, frunció  el  ceño  y entreabrió  la  boca. Pero yo necesitaba saberlo, no podía esperar un final de cuento de hadas, pero de todos modos nunca había sido esa mi idea. En mi cuento de hadas, mi madre y Lena estarían aún vivas, y dado que eso era imposible en el caso de mi madre, todas mis  esperanzas descansaban   sobre   los   hombros   de Lena.
Por fin me dio un beso pudoroso en la comisura de la boca y dijo en voz baja:
—Sí,  todo  lo  que  soy  capaz  de querer a alguien.
Se me cayó el alma a los pies, pero aunque no era la respuesta que anhelaba, tendría que conformarme con ella. Tomó mi mano entre las suyas y me miró como si me desafiara a apartar los ojos. No lo hice.
—Has luchado por mí, no creas que no me he dado cuenta. Crees en mí, a pesar de que muy pocos lo hacen ya, y no puedo explicarte lo mucho que eso significa para mí. Siempre consideraré un tesoro tu amistad y tu afecto.
Amistad y afecto. Esas palabras fueron como un mazazo, pero procuré recordar que eran preferibles a su alternativa. Sentí no obstante un vacío dentro  de  mí,  como  si   me  hubiera robado algo precioso. Tal vez entre nosotros no hubiera sido todo de color de rosa, pero me había hecho ilusiones de  que  hubiera  algo  más  y  no  sabía cómo  mostrarle  lo  que  anhelaba.  Al menos, sin ofrecerme a ella por completo, y eso no podía hacerlo mientras no supiera si ella sentía lo mismo.
Cuando  volvió  a  hablar,  quise apartar la mirada pero no pude.
—Si no te consideran válida renunciaré, y confío en que, si lo deseas, podamos pasar algún tiempo juntas antes de que me desvanezca por completo.
Sentí una oleada de sorpresa y parpadeé para contener las lágrimas que empezaban a formarse en mis ojos.
—¿Cuánto tiempo sería?
—No lo sé —dijo—. Pero sospecho que  duraré  hasta  que  mueras,  si  las cosas llegan a ese punto. Si todavía quieres aceptarme cuando esto acabe.
Forcé una pequeña sonrisa.
—Sería estupendo —dije—. Ser…ser tu amiga.
—Eres mi amiga —repuso, y yo no dije nada.
Amigas. Solo amigas, nada más. Intenté  sentirme  aliviada,  recordarme que nada de aquello había sido idea mía, pero solo sentí un dolor que embotaba mi mente.
Lena decía que me querría, y yo le creía, pero nunca me querría como yo anhelaba. Ignoraba cuándo había decidido que quería más (quizá cuando la había besado en Navidad, o cuando había vuelto a perder a Ava y había llegado a la conclusión de que no podía soportar perder a nadie más), pero así era. Lena, sin embargo, jamás podría darme lo que deseaba, y el dolor de saberlo me resultaba insoportable.
Pasó casi todo febrero con aquella misma monotonía. Comía sola y daba clase con Alex casi todos los días. Después de aquel primer examen, no volvió a hacerme ninguno, no sé si porque así lo tenía decidido desde el principio o porque se lo pidió Lena.
Lo único que no era monótono era el tiempo que pasaba con ella. Nuestra conversación en el Inframundo había marcado un punto de inflexión, y aunque pasar las veladas con ella era siempre lo mejor del día, había siempre presente un dolor soterrado al que no encontraba explicación. Ella había expuesto lo que quería, y yo sabía que tenía que respetarlo. No podía tenerle, pero con cada noche que pasaba me sentía más enamorada de ella, como si cayera en picado  hacia  un  lugar  en  el  que  la palabra    «amor»    era    sinónimo    de «sufrimiento».
Cada  mirada,  cada  caricia,  cada roce de sus labios, por inocentes que pudieran ser… ¿Cómo podía decir que solo quería amistad cuando me trataba como si fuera su compañera, cuando quería  que  fuera  su  esposa?  No  lo entendía,  y  a  medida  que  pasaba  el tiempo me sentía cada vez más confusa.
Ignoraba cómo era aquella clase de amor, pero cuando el invierno comenzó a tocar a su fin me sentía más unida a ella que a cualquier otra persona, con la sola excepción de mi madre. Sufría cuando estaba lejos de ella, pero a veces, cuando me contaba cosas de su vida anterior, de su vida con Perséfone, era una tortura estar a su lado. Aun así, nuestra amistad era tan fuerte que parecía lo más natural del mundo. No habría preferido pasar mi vida con otra mujer, por más que me doliera.
Por fin, aunque me quedaban aún muchas pruebas por pasar, llegó marzo, el último mes que debía quedarme en Midvale  Menor.  Por  un  lado  me emocionaba la idea de poder salir de allí y ver otra vez el mundo; y por otro sabía lo que me esperaba cuando saliera.  Con  un  poco  de  suerte dispondría de un día más para sentarme junto a mi madre y hablarle, aunque no pudiera  oírme.  Luego,  cuando  me hubiera despedido de ella, moriría. Empecé a prepararme para afrontar la realidad, aunque me resistía a aceptarla, como   me   había   resistido   siempre.
¿Cómo iba a decirle adiós?
A principios de marzo, Lena se reunió con el consejo. A mí no se me permitió asistir, y de todos modos no me apetecía ir y volver a ver a Winn, así que me entretuve jugando con Kripto en el salón verde y dorado mientras Lena estaba fuera. Sospechaba que aquella reunión tenía algo que ver con las pruebas, que parecían haberse interrumpido después de Navidad, pero no se lo había preguntado a Lena antes de marcharse.
De lo único de lo que estaba segura ya era de que ninguna otra chica había llegado tan lejos como yo, y de que con cada día que pasaba aumentaba el peligro.  A  menos   que   hubiera  sido Winn quien había matado a todas esas chicas (y a pesar de lo enfadada que estaba con él, me negaba a creer que fuera   capaz  de   matar   a   nadie),   el culpable seguía suelto, aguardando una ocasión propicia.
—¿Crees que  crecerá mucho más? —preguntó Jess mientras esperábamos el regreso de Lena y acariciaba la tripa sonrosada de Kripto.
—Lo dudo —contesté—. Últimamente casi no ha crecido.
—¿Vas a llevártelo cuando te vayas? Me encogí de hombros.
—Puede ser. Aún no lo he decidido. Aunque seguramente él preferirá estar aquí, ¿no crees?
Antes de que Jess pudiera responder, se abrieron las puertas y el frío  invadió la  habitación. Jess se levantó con esfuerzo, sosteniendo aún a Kripto, y yo me giré para ver quién había entrado. Lena estaba en la puerta. Irradiaba oleadas de furia.
—Tengo… tengo que irme —dijo Jess. Me puso a Kripto en brazos y salió corriendo de la habitación.
Al pasar al lado de Lena le lanzó una  mirada  extraña,  pero  no  le  dijo nada.
Pasaron unos segundos antes de que Lena hablara por fin.
—Necesito que dejes de comer. Sujetando a Kripto contra mi pecho, me senté en uno de los sofás.
—¿Por qué? Me gusta comer. Es importante    para    mantenerse    vivo, ¿sabes?, y da la casualidad de que yo estoy viva, no como vosotros.
—Aquí no necesitas comer —cerró la puerta y se acercó a mí, pero no se sentó—. Es innecesario y debes adaptarte.
Dejé a Kripto lentamente en el suelo y tuvo el buen sentido de correr a esconderse detrás del sofá. Yo, en cambio, me quedé allí como una tonta.
—Me gusta comer, no estoy engordando y no veo a qué viene esto.
Sus ojos eran de un tono gris tormentoso que me hizo estremecerme.
—¿Y Jess?
—¿Qué pasa con ella?
—Cada vez que te sientas a comer la pones en peligro.
Me quedé mirándolo.
—Es horrible que me eches eso en cara. ¿Qué se supone que tengo que contestar?
—Es la verdad —dijo con aspereza—. Y preferiría que dijeras que es razón suficiente para que dejes de comer.
Rechiné los dientes.
—¿A qué viene esto ahora?
Cerró los ojos y en medio de su frente se formó un surco. Nunca lo había visto tan enfadado, ni siquiera cuando habían matado a Mon-el. Pero se trataba de comida. ¿Qué le pasaba?
—Es una prueba —dijo en voz baja, como si no quisiera que nadie le oyera —. Si no dejas de comer antes de que el consejo tome una decisión, suspenderás.
¿Comer era una prueba?
—¿Cómo es posible que eso sea una prueba?  —balbucí—. ¿Para  qué serviría? ¿Para ver si puedo matarme de hambre hasta que esté tan flaca que me muera en cuanto salga de aquí?
—Gula —contestó ásperamente, y cerré la boca—. Y para ver si puedes adaptarte. Para eso es. No me grites, Kara. No soy yo quien decide en qué consisten las pruebas.
Gula. Tuve que pensar un momento, pero en cuanto recordé dónde había oído antes esa palabra, me quedé de piedra.
—¿Los siete pecados capitales?
¿Esas son las pruebas?
Lena se retorció las manos.
—No  puedo  contestar  a  esa pregunta. Si el consejo descubre que te lo he dicho, es muy posible que suspendamos automáticamente.
«Que  suspendamos».  Lo  dijo  con una voz ronca que removió algo dentro de mí, y de pronto me di cuenta de que por  fin  lo  había  logrado.  Junté  las manos. Me daba miedo abrigar esperanzas.
—¿Te importa? —pregunté—. Pensaba que…
Comenzó  a  pasearse  por  la habitación sin mirarme.
—Has  sido  infeliz  conmigo,  ¿por qué?
Abrí la boca para protestar, pero no salió ningún sonido. Lena tenía razón.
—Porque —dije con voz afligida, y me odié por ello— no quiero ser solo tu amiga.
Se detuvo y se volvió hacia mí, aunque no pareció sorprendida. Me miró como si intentara juntar las piezas de un rompecabezas.
—Pensaba que no querías ser mi esposa.
Hice una mueca.
—Hay ciertos pasos entre ser una amiga y ser una esposa, ¿sabes? Ya sé que eres muy antigua y todo eso, pero supongo que habrás oído hablar de los noviazgos.
No sonrió, pero su semblante se suavizó.
—Si apruebas,serás mi esposa. ¿Ahora estás dispuesta a aceptarlo?
Asentí con la cabeza, intentando no parecer muy nerviosa. O que no pareciera que pensaba mucho en ello.
—¿Porque te importo?
—Sí —balbucí, avergonzada—. Y si me lo reprochas…
No tuve tiempo de acabar. Lena se sentó de pronto a mi lado y me besó con tanta pasión que cuando por fin se apartó casi me había quedado sin aire.
—¿Qué…? —comencé a decir, pero me puso un dedo sobre los labios.
—Me importas, sí —dijo con voz trémula—. Me importas tanto que no sé cómo decírtelo sin que parezca una bobada comparado con lo que siento. Si a  veces me  muestro distante y parece que no quiero estar contigo es solamente porque yo también estoy asustada.
La miré fijamente. Se inclinó y besó de nuevo mis labios hinchados. Yo también la besé. El tiempo pareció disolverse a nuestro alrededor y solo pude verla, oírla, saborearla, olerla, sentirla a ella. Sentí que un delicioso calorcillo se extendía por mi cuerpo, aunque esa vez no era mi tobillo lo que estaba curando.
Cuando volvió a apartarse, quité las manos de su pelo y la miré sin saber qué hacer. Se levantó sin dejar de mirarme.
—Por  favor  —dijo—,  deja  de comer.
Asentí, demasiado aturdida para protestar.
—Gracias —acarició mi mejilla con los dedos y se dirigió hacia la puerta.
Desapareció antes de que me diera tiempo a  formular una idea coherente. Me pasé la lengua por los labios, sentí su sabor y sonreí. Por fin, después de casi seis meses, lo estaba intentando.
Esa noche, Lena entró en mi cuarto una hora después de que yo acabara de cenar. Había pasado la tarde preguntándome qué iba a ocurrir, si todo volvería a ser como antes o si habría más besos como aquellos, pero para cuando llegó ya había decidido que no importaba. Me bastaba con saber que ya no estaba sola en la lucha por su existencia.
—Lo  siento  —dijo,  quedándose junto a la puerta.
Yo estaba en la cama jugando con Kripto, que tenía juguetes nuevos para entretenerse. Levanté la vista a tiempo de verla cerrar la puerta.
—Lo de antes ha estado fuera de lugar.
Por un instante pensé angustiada que se estaba disculpando por haberme besado.  Luego,  cuando  sentí  que  me ponía pálida, me di cuenta de que lo que sentía era haberse enfadado porque aún siguiera comiendo. Solté una risa nerviosa.
—Solo intentabas advertirme. Esta noche  he  tomado  una  última  comida, pero a partir de ahora se acabó, te lo prometo.
La pasta con marisco a la griega, que solía parecerme deliciosa, me había sabido a serrín y solo había conseguido comer un par de bocados. A partir de entonces, sin embargo, no habría más comida. Se lo había prometido a Lena y no iba a romper mi promesa.
Dio un par de pasos hacia mí, indecisa.
—Aun así, no debería haberte gritado. Tú no habías hecho nada.
—Estabas preocupada —me encogí de hombros—. Quiero aprobar y no habría dejado de comer si no me lo hubieras dicho. Así que gracias.
Cruzó la habitación, se sentó en la cama, a mi lado, y recogió uno de los juguetes de Kripto. Mi cachorro ladró alegremente, soltó el hueso que yo le había dado y acercándose a Lena comenzó a tirar del trozo de cuerda.
—Es muy decidido—comentó Lena con una sonrisa.
—Es terco como una mula — respondí—. Y además se cree que tiene el tamaño de una mula.
Lena se rio, y me alegré tanto de verlo feliz otra vez que casi no oí que llamaban suavemente a la puerta.
—¿Kara? —era Jess.
—Entra —dije, y abrió la puerta. Sostenía una bandeja con las dos tazas de chocolate caliente que nos llevaba todas las noches.
Miré a Lena pidiéndole permiso en silencio y asintió. Cuando Jess dejó la bandeja sobre la mesita de noche, ella levantó la mano para detenerla. Aunque tenía la vista fija en la alfombra, Jess se quedó paralizada.
—¿Estás segura de queno hay peligro?
Era  la  primera  vez  que  la interrogaba delante de mí. Desde el incidente de Navidad no había vuelto a pasar nada, pero Jess seguía probando todo lo que yo comía.
—Sí, estoy segura —contestó en voz tan baja que casi no la oí, y se puso colorada—. ¿Puedo irme ya, por favor?
Lena hizo un gesto de asentimiento y Jess salió tan deprisa que no me dio tiempo a darle las gracias. Me quedé mirando la puerta, preguntándome qué ocurría, pero me distraje al sentir el olor del chocolate. Tras pasarle una taza a Lena, tomé la mía y bebí un sorbo. Me miró  atentamente  y  se  me  aceleró  el pulso,  no  sé  si  porque  pensaba  que podía ocurrir algo o por cómo me miraba. Tal vez por las dos cosas.
Puse cara de fastidio, en broma.
—No voy a morirme hoy, Lena, te lo aseguro. Ahora, ¿vas a decirme por qué te tiene tanto miedo Jess?
Hizo una mueca y bebió, sin duda una maniobra para ganar tiempo.
—Me temo que es así desde hace unos cuantos años. La tranquilidad que demuestras tú cuando estamos juntas es muy   extraña.   La   mayoría   me   tiene miedo.
—Eso es absurdo —aunque yo en parte sabía que no lo era. Estaba segura de que Lena se refrenaba cuando estaba conmigo.
—Si eres reina de los muertos, es fácil comprender por qué los demás no te tienen mucha simpatía —hizo un ademán, quitándole importancia al asunto—. Con la mayoría de los sirvientes ocurre lo mismo. Son muy pocos los que se atreven a mirarme a los ojos cuando les hablo.
—A mí no me das miedo —y para demostrárselo,  me  incliné  y  la  besé como me había besado él en el salón, con cuidado de no verter el chocolate.
Se me aceleró el corazón mientras esperaba a que reaccionara, y confíe en que no se apartara y me dijera que había sido todo un error. Sentí alivio cuando comenzó a besarme. Sentí sus labios cálidos sobre los míos. Sabían a chocolate.
Pasado un rato se apartó, me quitó la taza y dejó la mía y la suya sobre la mesita de noche.
—Creo que a Kripto no le gusta que lo ignoren.
El cachorro estaba tumbado boca abajo  y  nos  miraba  intensamente. Cuando me vio mirarlo, meneó el rabo.
—Fuera, Kripto —dije, lanzando un par de juguetes fuera de la cama, hacia la almohada que le servía de cama.
Obedeció, se bajó de un salto y nos dejó solos.
Cuando me  volví  hacia Lena, me sentía más  relajada y contenta que en todo el día.
—Ya está —dije, inclinándome de nuevo hacia ella—. Mucho mejor.
Su forma de besarme me hacía zozobrar y al mismo tiempo me llenaba de felicidad. Cada vez que me tocaba yo esperaba que saltaran chispas, y el calor de su palma cuando tocaba mi cuello desnudo era casi imposible de soportar. Me senté sobre su regazo, le rodeé la cintura con las piernas y la besé con ansia. Era yo quien había tomado la iniciativa, pero ella parecía tan ansiosa como yo, y daba la impresión de que nuestras emociones iban a desbordarse por  fin.  Unos  instantes  después,  me aparté.
—Lena… —pasé los dedos por su pelo mientras recuperaba el  aliento—, ¿puedo contarte una cosa sin que te rías de mí?
—Yo  jamás  me  reiría  de  ti  —sus ojos reflejaban el mismo anhelo que sentía yo, y comprendí que podía confiar en ella.
Tragué saliva y dije en voz baja:
—No se me da muy bien esto. Todo lo  de…  enamorarme de  alguien, estar con esa persona… Ni siquiera se me da muy bien besar.
Empezó a protestar, pero seguí hablando. Ahora que sabía que le importaba tanto como ella a mí, tenía que decírselo.
Quizá debería haberle dado más tiempo para hacerse a la idea, pero una especie de urgencia se había apoderado de mí y las palabras salieron de mi boca sin que nada pudiera detenerlas.
—No se me da muy bien, aunque tú creas que sí. Da igual cómo empezara esto. No sé si fue un accidente, o el destino, pero no importa. Me alegro de que me encontraras esa noche. No por lo que pasó, sino por esto. Por poder estar aquí, contigo. También estoy asustada, pero… pero gracias por decirme lo de antes. Gracias por confiar en mí. Nunca me había… —apreté los labios mientras intentaba buscar las palabras justas—. Nunca había sentido esto por nadie. Y no estoy muy segura de qué se siente al estar enamorada, pero creo… sé que me he enamorado. De ti.
No fue el discurso más elocuente de la historia, pero a ella no pareció importarle. Por primera vez desde que nos conocíamos parecía boquiabierta, y me preocupó haberme pasado de la raya.
—¿Sabías —dijo, y sentí su aliento cálido en la mejilla— que es la primera vez que alguien me dice que me quiere?
Sorprendida, hice  lo  único que  se me ocurrió: volví a besarla.
—Pues más vale que te acostumbres a  oírlo  a  menudo,  porque  pienso decírtelo mucho.
Me besó y a mí empezó a darme vueltas la cabeza mientras le desabrochaba la camisa. Esa vez, no paramos.
A la mañana siguiente desperté entre una  maraña  de  brazos  y  piernas.  Me dolía la cabeza y tenía agujetas en todo el cuerpo, pero no me importó demasiado. Me sentía tan a gusto, tan embriagada en brazos de Lena, que aquello bastó para hacerme feliz. Me embargó el recuerdo de esa noche, y me acordé claramente de que había evitado hablar de Lena con mi madre. Me daba vergüenza    decirle    que    me    había acostado con ella, aunque no me arrepintiera de ello. Sencillamente, no quería decírselo hasta  que  no  me quedara más remedio. Prefería que pensara que no iba a suceder hasta después de la boda, en caso de que llegara a suceder.
—Mmm, buenos  días  —dije haciendo un esfuerzo por abrir los ojos.
Pero en lugar de sonreír, Lena me miraba como si me hubiera crecido de pronto otra cabeza. Desconcertada, intenté incorporarme apoyándome en el hombro, pero sentí que una horrible punzada me atravesaba un lado de la cabeza. Hice un mueca y volví a apoyarme con cuidado en la almohada.
Al volver a mirar a Lena, comprendí que yo solo había conseguido empeorar las cosas.
Se levantó, sacó una bata de seda negra de la nada y se envolvió en ella rápidamente sin dejar de mirarme. Pero sus ojos no tenían la expresión amorosa de esa noche.
—¿Te duele la cabeza?
Parecía una pregunta tonta teniendo en cuenta lo que había pasado, pero asentí con un gesto… y enseguida lamenté haberlo hecho.
—¿Te encuentras mal?
—Un poco —reconocí, cerrando los ojos—. ¿Qué ocurre?
No  respondió. Me  obligué a  abrir los ojos otra vez y la vi inclinado sobre las tazas, olisqueando lo que quedaba del chocolate caliente.
—Lena… —dije alzando la voz—.
¿Qué ocurre?
Sin previo aviso, lanzó las dos tazas al otro lado de la habitación. Se estrellaron contra la pared, manchando el papel.
—¡Maldita sea! —rugió, y siguió maldiciendo en otros veinte idiomas que no reconocí.
Me esforcé por sentarme, intentando ignorar el dolor. Me tapé el pecho con la sábana y la miré, tan asombrada que no pude articular palabra.
—¡Jess! —gritó con voz retumbante, pero no hubo respuesta.
James abrió la puerta y evitó mirarme.
—Está en la cama —dijo hoscamente—. Está enferma.
Lena cerró los puños con tanta fuerza que temí que se liara a golpes y destrozara la mansión entera.
—Cuida de ella —dijo mientras se dirigía hecho una furia hacia la puerta —.  Que  nadie  entre  o  salga  de  esta habitación sin mi permiso, ¿entendido?
James asintió, impasible. No estaba siendo de gran ayuda.
—Lena —dije con una vocecilla. El corazón me latía a toda prisa en el pecho—, ¿qué está pasando?
—Lo siento —me miró de un modo que hizo que se me helara la sangre en las venas—. Lo siento muchísimo.
Y sin darme otra explicación, se marchó.
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Hola!!, bueno, ya quedan pocos capítulos en esta historia, tengo otras partes más para seguir escribiendo, pero avisenme si desean que las publique. Cualquier comentario será muy bien recibido. Saludos!!

PFB.

Aprendiz de Diosa (1ra Parte) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora