Victoria
Efectivamente estábamos condenados a nunca huir. Todos dormíamos, sucedió muy rápido, cuando desperté la humareda me impedía ver. El fuego volvió mis ojos llorosos en cuanto los abrí. El panorama desolador no ayudaba, las paredes derrumbadas, las llamas azotando todo a su paso, haciendo arder mi piel.
Arrastrando mis pies como pude, con voluntad que no tenía, comencé a recorrer el lugar. Solo podía ver cuerpos, sin rostro, sin identidad ni alma, solo había entonces una certeza; quienes yacían en el suelo, muertos pero sin saberlo, fueron mis amigos y mi familia. Resultaba entonces cómico que cuatro horas atrás, nos encontrábamos un poco ebrios riendo y planificando un nuevo comienzo. Ya no habrá nuevo comienzo para ellos, ni para mí. Todo lo que podía pensar en ese momento era ¿por qué yo no? ¿por qué todos, menos yo?
No creía en las segundas oportunidades entonces, ni lo hago ahora. El hecho de que el fuego no me haya consumido no es más que un castigo, juro por lo que me queda, por lo poco que soy y lo poco que valgo en estos momentos, que prefería morir. Prefería la muerte definitiva antes que estar encerrada en una celda húmeda, con la mente, el corazón y el cuerpo totalmente rotos, irreconocible ante un espejo que no puede evitar mostrarme las heridas incurables de mi rostro y de mi alma.
Ya nada queda de mí dentro de mí, ya nada queda de mí en otros con los que alguna vez fui. Dejé de ser, de a poco, hasta ser nada más que quien espera a la muerte para recibirla con un abrazo. Todo lo que hago aquí es mirar a la pared, que se cae a pedazos, no hay nadie que quiera siquiera intercambiar tres palabras conmigo. Me convertí en un monstruo desde que la suavidad y color de mi piel, se hicieron cenizas en el medio de la noche mientras cruzaba las llamas, sin sentir dolor alguno y deseando ser un cuerpo más del montón. No lo logré, desgraciadamente tuve la suerte de que me encontraran y salvaran, en contra de mi voluntad, pero no lo sabían, no tenía la fuerza para hacérselo saber. Intentaron reconstruir mi cuerpo, para atraparlo, esposarlo, y finalmente encerrarlo para siempre. Siento que no solo cargo con mi condena, sino con la de aquellos que se fueron sin pagar y desearía que estuvieran aquí.
El pequeño rayo de sol que logra colarse dentro de mi celda, me encuentra muy a menudo llorando aún a aquellos cuerpos sin identidad que tanto amé. Pero también la luna suele observarme llorando los abrazos de mi madre, las sonrisas de Abby, los besos húmedos de James. Mis ojeras, se mezclan con las manchas de mi horrible rostro, aunque la belleza no es algo que me preocupe.
Hoy hace particularmente frío, mucho frío. Lo siento en mi piel y lo siento en mi corazón, tengo una extraña sensación de que algo está terriblemente mal. No tengo tiempo de pensar qué podría ser, porque un guardia abre bruscamente mi celda;
− Deberías ponerte una bolsa en la cara, o algo. Estás bien deforme, no querrás espantar a tu visita. − el simple hecho de oír al mexicano hablar me revuelve el estómago, pero aún más el saber que alguien vino a verme. ¿Quién podría ser? si todos aquellos a los que alguna vez amé y conocí, están encerrados para toda la eternidad en un puto cajón de madera.
Salgo sin más, tengo miedo de que pueda llegar a ser Andrade , pero necesito enfrentar esta situación. Además, después de todo, es lo más interesante que me ha pasado en los nueve meses que llevo aquí.
El mexicano, cuyo nombre me importa una mierda, me arrastra por los asquerosos pasillos del pabellón. No conocía, hasta este momento, la sala de visitas. Pero no nos detenemos allí, donde hay un sinfín de mesas, sino que seguimos un trecho más y entramos a un pequeño lugar, donde un grueso vidrio no separa de las visitas y hay un teléfono, muy, pero muy viejo.
Me obliga a sentarme y me recuerda que solo tengo quince minutos. Para mi sorpresa no hay nadie del otro lado, siento ganas de golpear al mexicano ante la mínima idea de que me esté jugando una broma de muy mal gusto. Pero cuando estoy por voltear, un hombre, encapuchado y con un pañuelo que cubre la mitad de su cara, se sienta frente a mí. Hay algo muy familiar en sus ojos que de inmediato al verme se le cristalizan. Pasa lo mismo conmigo, mis manos tiemblan, y mis ojos despiden lágrimas de dolor y de felicidad al mismo tiempo.
No hace falta que se quite el pañuelo, el azul profundo de sus ojos me altera los sentidos como la primera vez. Me siento avergonzada de que me vea así, pero feliz de volver a verlo, vivo y respirando.
Para mi sorpresa, no fui la única que sobrevivió al incendio. Cristian estaba allí, apoyando su mano en la mía, a través del grueso vidrio pero tocando mi alma, que ahora está de vuelta, porque puedo jurar que creí verla muerta junto a él.