Capítulo 15: El asesino de la cruz. Caro.

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Esa noche algo fría, mientras viajaba en el autobús, rumbo a la ciudad capital, entreteniéndose con sus rulos, Caro estaba concentrada en su misión: colocar la semilla para proteger a su madre. La amaba y no dejaría que la atraparan esos ángeles del perdón. También pensaba mucho en su encuentro con el Hada en el lago.

Mientras, para hacer el viaje más corto, recordó la visita a su abuela en su querido pueblo Presidente Héller. Había ido por que la extrañaba, pero más que nada porque debía sincerarse de una vez.

Esa tarde, muy nerviosa, pero decidida, estaba sentada a una mesa frente a su abuela Leti. Estaban tomando té con bizcochos recién amasados. Por esto, el aroma a vainilla impregnaba la pequeña pero pulcra cocina. Ya iban por la tercera taza cada una. Es que Caro se puso al día con todo lo que le había sucedido en ese último tiempo. Al principio, le costó horrores empezar, sus uñas casi lo padecieron y las palabras se le enredaban en la lengua. Pero pronto, pudo soltarse y dejar toda esa angustia que la carcomía. Le contó sobre Santiago, el robo, su despido, y cómo suspiraba por su vecino. Su abuela, siempre de pelo corto y vestido de mangas largas, la escuchó con atención, sin interrumpirla más que para suspirar indignada o llevarse la mano a la boca, espantada.

―Oh, Carolina ―suspiró la anciana y le tomó las manos.

―Pero pude enfrenta' esos problemas, Abu. Perdón por no haberte contado antes todo esto. No encontraba el valo' ―confesó Caro. Experimentó un tremendo alivio. Estaba feliz de haber podido contarle todo a su abuela.

La anciana sonrió y asintió con el rostro. Se notaba el esfuerzo que hacía para no llorar. Tremendamente alegre, Caro también esbozó una gran sonrisa al percibir que su abuela la comprendía y la perdonaba sobre todo.

Radiante y apaciguada, la muchacha de los rizos también pudo pasar a visitar a sus amigas del pueblo; pero ya tuvo que emprender el regreso. Lamentablemente, no podía permanecer más tiempo, debía trabajar ya el miércoles. Doña Leti la acompañó hasta la terminal de ómnibus.

―Prometo volve' pronto, Abu ―dijo Caro, ahora triste por la despedida.

―No te preocupes po' mi, Carolina. Lo importante es tu estudio y tu trabajo. Con eso soy feliz. No quiero que seas una burra como tu abuela.

―Oh, no digas eso...

Caro se la quedó mirando. Sintió que su corazón comenzaba a aporrear su pecho. Estaba muy nerviosa. El motor del ómnibus rugía y despedía calor. Estaba a punto de partir hacia Ciudad Pacífico. Al fin, tras dudar mucho, tras un largo suspiro, la joven abrazó a la anciana:

―Te quiero, te quiero tanto, Abu. Oh, no sé qué hubiese hecho sin ti.

―Oh, Carolina, hija mía ―balbuceó Leti y, entre sollozos, no pudo contener el llanto.

Aliviada, tan feliz, Caro también dejó correr sus lágrimas contenidas tanto tiempo. Solo había visto a su abuela llorar para el velatorio de su hijo, el padre de Caro. Pero esta vez, la joven sabía que su abuela lloraba de alegría.

Un rato después, Caro ya estaba sentada mirando la ventanilla del bus 788. Muchos dormían y roncaban. A ella, le era difícil conciliar el sueño. Además, tenía mucho en qué pensar. Pronto, el paisaje rural fue suplantado por uno más urbano. La joven no dejaba de sonreír y cerrar los ojos soñadoramente. Jamás olvidaría esas pequeñas vacaciones.

Entonces, llegó un mensaje a su celular. Casi saltó de su asiento de la emoción:

<<Me pone muy contento que hayas podido decirle a tu abuela lo que sentías por ella. Fuiste muy valiente. Me imagino lo feliz de que debes estar. J>>

Fuego, plumas y luna llenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora