El viento soplaba con ímpetu y el cielo aparecía cubierto de nubarrones como algodones sucios. El pequeño estaba observando como el mar colisionaba contra las rocas del acantilado, puntiagudas como dientes, y desfallecía en ristras de espuma. Suspiró preocupado y cerró los ojos en la búsqueda de la concentración que necesitaba. Allí de pie en el borde del abismo, apretó los puños con fuerza y tensó todos los músculos de todo su cuerpo.
<<El poder está en mi interior. El poder está en...>>, pensaba cuando sintió una mano en el hombro.
El pequeño sonrió y se volteó:
―¿En qué piensas, hijo?
―En invocar mi poder. En ser un ángel poderoso.
La mujer rió y le acarició los cabellos:
―Todavía no puedes. Eres muy joven. Faltan muchos años todavía para que se revelen.
―Lo sé, mamá... ¿qué te dijo el abuelo? ¿Va a liberarte? ―preguntó el niño sin ocultar su ansiedad.
―No hablamos de eso, hijo. No te preocupes por mí, estoy bien ―respondió la mujer quién exhibía un aspecto triste, cansado, como si estuviese enferma. Vestía una túnica de color rojo, para disimular las constantes manchas de sangre en su espalda. Es que no tenía alas, se las habían cortado. De hecho, había muchos ángeles sin alas en esa isla, deambulando como zombis a la espera de algún indulto salvador.
―Pero mamá... ―imploró el niño, tragó saliva y le acarició las mejillas demacradas.
―Basta, yo estoy bien aquí, es de ti que hable con tu abuelo. Es lo importante. Y cambia esa cara. ¡Tengo una sorpresa!
El pequeño se dejó contagiar por el entusiasmo de su madre y esbozó una sonrisa.
―Bien... espera a ver sí... ―explicó la mujer ángel mientras miraba a su alrededor con desconfianza de todos los demás presos. Solo al constatar que estaban lejos, extrajo de entre sus ropas un pañuelo. Lo desenvolvió y le entregó a su hijo una llave plateada.
―Mamá... ¿qué es esto? ―preguntó, con el ceño fruncido, desconcertado, el niño al tiempo que tomaba el objeto.
―Hijo, ¿no lo entiendes? ―le mujer ángel tomó las manos del jovencito entre las suyas, ásperas y esqueléticas―. Tu abuelo te ha perdonado a ti. ¡Te ha concedido la libertad!
El niño sonrió, pero pronto negó con el rostro mientras se esforzaba por contener las lágrimas que escocían sus ojos:
―No quiero dejarte. ¡No quiero dejarte, mamá!
―Tienes que hacerlo, hijo ―exigió la mujer, lo miró fijamente, con seriedad y lo tomó con firmeza de los hombros.
―Dámelo. ¡Dámelo, ahora! ―irrumpió una voz masculina, ronca y cansada; pero cargada de odio y desesperación.
La mujer ángel, temerosa, temblando, se puso de pie y se colocó delante del pequeño.
―Teo, por favor. ¡Teo! ―suplicó.
El ángel, apretando los dientes con desdén, la apartó de un empujón. Miró al niño y, con la respiración acelerada, tendió la mano:
―Hijito, dame esa llave, ahora.
El chico estaba petrificado, los ojos y la boca abiertos del terror. No le podía inspirar otra cosa su padre. Quien jamás lo quiso. Quien jamás amó a su madre. Quien les hizo sentir a golpes e insultos su desprecio. Quien los culpaba de estar encarcelado en esa isla para siempre.
―Dámela te he dicho, maldito ―gruñó Teodoruk y crispó los dedos, dispuesto a arrancarle el objeto.
El joven ángel cerró los ojos y procuró transportarse a ese otro mundo al que acudía siempre. En el que se sentía seguro y donde su padre no podía alcanzarlo ni hacerle daño.
―¡Atácalo! ―susurró una voz ronca y siniestra al joven. Una voz que moraba en su mente todo el tiempo. Sin embargo, el niño la ignoró como hacía siempre.
Entonces, la mujer ángel se puso de pie y, con un grito de guerra, empujó a su esposo:
―Huye, hijo. ¡Huye! ¡Yo lo detendré! ¡Eres libre ahora! ―le gritó al pequeño y lo zarandeó con desesperación para que reaccionara.
Entonces, Teodoruk, iracundo, se abalanzó contra ellos. La mujer se dispuso a defender a su hijo y atacó con sus puños. Alcanzó a propinarle dos golpes pero cuando intentó darle una patada, falló en su objetivo y recibió un golpe es la espalda. Trastabilló y no pudo evitar caer por el acantilado.
El niño abrió la boca como un túnel, atónito, al oír el grito de muerte de su madre:
―¡¡¡NOOOO!!! ¡¡¡Mamá!!! ―aulló y, enceguecido por las lágrimas, se acercó al borde del precipicio. Allí en el fondo, entre las rocas, vio a su madre, un manojo de telas, carne y sangre entre la espuma. De inmediato, aferrándose con fuerza de los salientes, comenzó a descender sin importarle que pudiese caer al abismo. Oyó los gritos de su padre que le ordenaba regresar, pero ni siquiera levantó la vista. Al fin llegó abajo, resbaló y se golpeó contra las rocas, pero pudo nadar y acercarse a su madre, quien agonizaba.
―Mamá... ―balbuceó el niño al tiempo que buscaba alguna forma de rescate.
―Huye, véngate de todos ―suplicó la mujer que apenas podía respirar―. Mata... mata a todos los que te quieran hacer daño. Eres mi pequeño rey, Dultarión... Te...
Los ojos de la ángel quedaron sin vida. Dultarión la abrazó y entre sus cabellos húmedos de agua salada y sangre, lloró y lloró como nunca en su vida.
―¡La llave! ¡Iré por ti, maldito! ―gritó Teodoruk desde arriba.
―¡Atácalo! ¡Mátalo! ¡Véngate! ―le susurró de nuevo esa voz maligna a Dultarión.
De pronto, el pequeño apretó los dientes y puños con tanta ira que parecían reventar. Levantó el rostro. Sus ojos se volvieron negros como el carbón y ahora escupían odio y más odio. Dio un tremendo alarido. Una pluma blanca se iluminó en su brazo, como si fuese un tatuaje de luz en su piel. Unas alas brotaron de su espalda, blancas como el papel. Crispó los dedos. De ellos, surgieron unas garras filosas parecidas a cuchillos. Voló y en pocos aleteos, estuvo frente a su padre. Este al ver el rostro de su hijo, retrocedió, trastabilló, se levantó y comenzó a correr. Con el rostro desfigurado del odio, Dultarión se proyectó sobre él, lo atrapó y con un gruñido furibundo, enterró sus garras en el pecho de su padre y le arrancó el corazón. Sin dudarlo, le dio un mordisco, arrancó un trozo y lo escupió con asco. Todo esto sin dejar de ver a Teodoruk a los ojos, sabiendo que él sería lo último que vería su padre.
―¡Blasfemia!
―¡Santa Oma mía, comió su carne!
―¡Mátenlo! ¡Es una inmundicia!
Con el ceño fruncido, Dultarión dejó el cuerpo de su padre y se volteó para enfrentar a los demás presos que se acercaban a él de forma amenazadora, armados con troncos y piedras. No obstante, al ver el aspecto del niño, los presos se detuvieron, ahora temerosos.
―Recuerda lo que dijo tu madre: mata a todos los que quieran hacerte daño ―le musitó la voz siniestra. Entonces, con los dedos, Dultarión hurgó entre su propia carne, allí donde brillaba la pluma de luz, y extrajo una espada, larga y en cuya empuñadura colgaba un relicario, manchado de sangre. Empuño la espada y, con la mirada fija, sin misericordia, enfiló hacia sus enemigos.
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Fuego, plumas y luna llena
Hombres LoboSOLO +18. Esta historia contiene escenas EXPLÍCITAS. Por otro lado, esta historia es la segunda parte y continuación de "Aullidos, flama y un corazón". Así que para no enterarse de un spoiler tras otro, sería mejor leer la historia anterior.