Prólogo

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Un ruido la sacó de sus pensamientos, provenía de aquellos arbustos. Rápidamente extinguió el fuego que había hecho aparecer en su mano y se puso en pie. Quien había hecho el ruido salió de su escondite, era un simple conejo blanco, uno de los muchos que correteaban por ahí.

-Tranquila- se dijo- aquí nadie puede encontrarte.

Con grandes zancadas se alejó de allí. Como no llegara a casa antes de que lo hiciera su hermano, tendría un grave problema. Diana empezó a correr con cuidado de no tropezar con el bajo de su vestido, pues podía caer y mancharse, y Caimile Bowen era muy exigente en esos temas. En menos de 5 minutos llegó al pueblo, una vez allí, dejó de correr y volvió a caminar en grandes zancadas. Mientras cruzaba la plaza, algo la distrajo, Steeven Valduciel estaba con sus amigos cazando ratas y asustando gatos. Aunque no fue eso lo que más llamó la atención de Diana, sino, el hecho de que no estaba usando la magia para cazar ratas. Mientras Diana observaba a los muchachos, sonó el reloj de la torre indicando las doce.

-¡Ay, no!- susurró para sí- ahora sí que no llego.
Y empezó a correr como si su vida dependiera de ello. Esquivó a las vecinas que volvían a sus casas después de hacer la compra en el mercado; a los niños que corrían persiguiéndose y a otra gente que también estaba en la calle.
Llegó a su casa con el tiempo justo, y por suerte, su hermano no la vio entrar. Subió a su dormitorio y se tumbó en la cama.

-¡¡Diaanaa!!- gritó su hermano Edrick- ¡¿Estás en casa?!

Diana no respondió. Se había cansado de tanto jueguecito.

-Muy bien, informaré a mamá de que no estás, otra vez.

-¡Vale, vale! ¡Estoy en casa!

Edrick sonrió. Qué fácil era sobornar a su hermana pequeña. Hacía cualquier cosa con tal de que no le dijera a su madre que había salido al bosque.
En el piso de arriba, Diana se cambiaba de vestido por uno marrón de tela más gruesa. Hoy era domingo y no abrían la panadería que tenía su familia, así que su madre estaba en casa de la vecina. Diana bajó a la salita, donde estaba su hermano apoyado en la mesa de roble tomándose un vaso de algo que tenía toda la pinta de llevar alcohol.

-Qué, ¿qué has hecho hoy?

Diana se sentó en el sillón de piel y se acomodó.

-Nada en especial, supongo.

Edrick ahogó una risita.
-¿De qué te ríes?

Él negó con la cabeza y dejó su vaso sobre la mesa.

-¿De verdad qué no has hecho nada?- preguntó con picardía.

Diana le aseguró que no. Se levantó del sillón y se puso al lado de su hermano.

-Eres demasiado imprudente como para no haber hecho nada- le dijo Edrick- tienes que haber calcinado algún árbol.

-¡Te digo qué no!- respondió ella enfadada.

Edrick soltó una carcajada. Apoyó una mano sobre el hombro de su hermana, gesto que no solía hacer, y le acarició el pelo castaño rojizo. Ella le apartó de un empujón. Su hermano era un sinvergüenza y lo sería siempre. Y si hacía una muestra de cariño, es que quería algo de ti.

-¿Qué quieres?- le espetó Diana.

-Sólo te pido que me encubras esta noche.

-¿Dónde vas?- le preguntó. Conocía muy bien a su hermano.

-A ti eso no te interesa- le contestó con el ceño fruncido- eres sólo una cría.

Diana estuvo a punto de hacerle levantar los pies del suelo y colgarlo de la lámpara. Pero no lo hizo, pues su hermano era más fuerte que ella.

-Si no me lo dices, no te encubriré, y además, le diré a mamá que bebes alcohol- le regateó Diana- y también más cosas que me sé. No eres el único que tiene un as en la manga.

Edrick resopló. Valía la pena decirle dónde iba, pues le saldría caro que su madre se enterara de todo lo que hacía a sus espaldas.

-Muy bien, tú ganas. Voy con Anthea a la Torre del Campanario Viejo.

-¿Anthea?- preguntó Diana- ¿la hija rubia de la señora Lovertou? ¿La que siempre lleva ese colgante con un rubí enorme?

Su hermano asintió.

-Llevamos saliendo un mes- le dijo- pero hoy es nuestra primera cita en serio.

-Vale, pero no había preguntado.

Y le dio la espalda a su hermano. Salió de la salita y subió a su dormitorio. Iba a sentarse en su cama, cuando se dio cuenta de que en su tocador, había un papel. Se acercó y comprobó que era una carta. Iba dirigida a ella, la abrió y leyó.

Querida Diana Bowen:
No nos conocemos muy bien, y tú seguramente no sabrás ni mi nombre, pero necesito decirte que me gustaría que hablemos. Yo tengo algo que necesitas, y también necesito algo que tú me puedes dar. Así que, ¿Por qué no quedamos en la Torre del Campanario Viejo esta noche? Te esperaré allí.
Hasta esta noche, sé que vendrás.
El lobo negro.

Diana levantó la vista del papel. Iría al campanario, aunque su hermano también fuese.

En los ojos del bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora