Prólogo

318 24 133
                                    

1888, EEUU, desembocadura del Misisipi, Nueva Orleáns, Distrito del Puerto.

... y Aidan le partió la nariz.

Una vez más, sentimientos contrapuestos se manifestaron en mi interior al observar el violento proceder de mi mejor amigo; por un lado, me sentí fatal al escuchar romperse el tabique nasal de aquel tipo, ya que soy una persona pacífica con la lengua más rápida que los puños; pero por el otro, me fue imposible negar la calidez que me inundó de saberme una vez más respaldado e incluso protegido por este corpulento irlandés de diecisiete años que consideraba ya casi un hermano.

Sin dar tiempo a que los cuatro colegas del dolorido mozo de carga acumulasen la suficiente ira en su interior como para comenzar con un multitudinario apaleamiento de mi persona y de mi amigo, tomé a Aidan de la muñeca y estiré hacia la salida de la taberna para alejarnos de ellos con premura. —¡Vámonos!

Estoy seguro de que, sin mí, el valiente e impulsivo rubiales habría continuado intercambiando golpes con aquellos patanes pese a la desventaja numérica, pero sabía que, si yo huía, él me seguiría.

Callejeando por los estrechos pasajes de los muelles, me di cuenta de que siempre había sido así: yo me burlaba de algún palurdo que se las había dado de listo con nosotros, y cuando aquel petimetre se daba cuenta de que le había tomado el pelo y quería cobrarse venganza en forma de un ojo morado o un diente menos, mi mejor amigo se adelantaba para protegerme con algún preventivo ataque, y es que Aidan era de los que piensan que más vale un buen ataque tempranero que una tardía y dolorosa defensa.

A veces me odio; sé que la gente tiene poca paciencia y aún menos sentido del humor, pero no puedo contenerme cuando unos imbéciles van por ahí de chulitos y se creen que pueden amedrentarme solo por no tener ninguna cicatriz visible o conservar toda mi dentadura; y reconozco que mi rápida lengua viperina a veces se escapa de mi control al encontrarme ante gente pedante que no posee la cultura necesaria para respaldar su altivez.

—Aquí...—susurré con urgencia.

Tras realizar la típica maniobra de despiste en quiebro, les hicimos creer que nos uniríamos a la masa de gente de la avenida en busca de la protección de los testigos; pero aquellas silenciosas cajas amontonadas nos prestarían una ayuda mucho más eficiente y definitiva.

Al cabo de unos segundos, al menos seis individuos pasaron a todo correr por la entrada de la calleja, empujándose e insultando con el poco tino que la furia ciega suele proveer, y tuve que taparle la boca a Aidan para que sus carcajadas no les atrajeran hasta nosotros; al poco, era él quien me devolvía el favor, pues siempre me costaba contener las risas ante el contagioso humor de este pecoso muchacho.

—Bastian, ¿cómo es eso que le has dicho? —carraspeó y trató de imitar el tono que adopto instintivamente para citar alguna frase ocurrente: —"Si la ignorancia fuese oro...

...te convertirías en el mayor tesoro". —Aidan rompió a reír de nuevo, pero ya no había peligro de que nos descubrieran.

Tras colocarnos los sombreros, salimos de allí y nos encaminamos hacia la salida de los puertos, donde me excusé: —¡No ha sido culpa mía! Ese idiota se atrevió a insinuar que el mayor crecimiento de la ciudad fue durante la época de dominio Española; ¿te lo puedes creer?

—Y según tú, esa mejor época ha sido...

—¡La francesa, por supuesto!

Lanzó su fuerte brazo sobre mis hombros y me zarandeó despreocupadamente.

—¡Ah! Mi gabacho preferido... si no se tuvieras ese hoyuelo en la cara que tanta gracia me hace, te mandaría a tomar por culo con el resto de franchutes.

FarwindDonde viven las historias. Descúbrelo ahora