Capítulo 2

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—Rápido, que vamos con retraso —ordenó mi padre abriendo la puerta del carruaje de dos caballos que había de conducirnos hasta la mansión de los Niall. No me miraba directamente desde hacía media hora, desde que me golpease con la mano abierta.

Tras tomar asiento en el interior, mi madre volvió a acercárseme con aquel enorme filete frío envuelto en trapos para colocarlo sobre mi mejilla izquierda; pensé en resistirme, en apartarla de mala manera espoleado por mi vulnerada dignidad, pero el miedo a un nuevo acceso violento de mi padre me contuvo y la dejé hacer; no podía llegar a casa de mi futura esposa con la mano de mi progenitor marcada en la cara.

Padre no me había abofeteado desde que a los nueve años tuve una rabieta debido a que no quería que sacrificasen al pavo criado para la cena de navidad, y tuvo que hacerme entrar en razón. Ni siquiera con la perspectiva de la edad y la distancia puedo corroborar que la violencia de aquella azotaina estuviera respaldada por la razón, ni tampoco el golpe que ahora me había propinado; sobre todo, cuando el motivo del más reciente encontronazo entre ambos había sido un último intento de hacerle ver que no estaba enamorado de Eïre, que no quería casarme con ella y que (desde luego) no quería hacerle entrega de la "ofrenda" familiar. Obviamente, mis razones no habían sido atendidas.

El temblor en la mano de mi madre me indicó que su afectación era, al menos, tan grande como la mía, y que, si no me estaba inundando a preguntas sobre mi estado de ánimo, sobre si me dolía o si podría aguantarlo era porque estaba completamente supeditada a las órdenes del patriarca. Hasta ese momento, el papel secundario de las mujeres en la vida en general y en la familia Durán en particular no me había parecido inadecuado; quizá era hora de empezar a pensar en ellas como algo más que un adminículo o adorno que suele ir adjunto a hombres adultos. Madres, trabajadoras del hogar o (en el caso de aquellas sin parentesco) bailarinas y seductoras fuentes de placer era la manera en que la sociedad de esta época las tenía encasilladas, y yo me había dejado influenciar por el pensar común (que incluso ellas aceptaban) sin siquiera plantearme lo que opinaba de ello. ¿Cuántas cosas más habría sobre las que debería meditar para conocerme a mí mismo?

Suspiré tratando de calmarme y mi mirada se posó casi por casualidad en la caja de caoba que mi padre sostenía fuertemente entre sus manos, como si fuera su mayor tesoro; probablemente lo era, pues en él residían todas sus esperanzas de mantener el éxito empresarial que tan duramente había conseguido.

El Chevalier Bastién Durán aparecía tan digno oteando por la ventanilla, con la cabeza alta en un gesto de distinguida superioridad, que cualquiera diría que no acababa de golpear a su heredero ya mayor de edad para que obrase según sus deseos. Me pregunté de dónde sacaba fuerzas para actuar tan convincentemente, o si sería que realmente no sentía el más mínimo remordimiento por lo que estaba haciendo... y entonces entendí por qué lo hacía: era debido al miedo.

Mi padre estaba aterrado de que aquella entrevista saliera mal, de que Patrick Niall revocase su consentimiento al concederme la mano de su hija, o de que ésta no accediera a tomarme como esposo. ¿Tanto significaba para él conseguir ese dinero? ¿Tan terrible pérdida sería el cierre de un negocio como la Ganadería Durán de San Antonio? Para mí, la vida era mucho más que dinero, más que éxito y notoriedad social.

De repente compadecí a mi padre y supe que debía hacer esto por él. Era mi deber como hijo, pues él me había dado muchísimo desde que nací y, en realidad, él solo quería lo mejor para mí; lo mejor para todos.

—Ya llegamos —anunció mi progenitor en un tono de voz que sonaba entre advertencia y amenaza, y mi madre se apresuró a limpiar cualquier posible resto del bistec sobre mi colorada mejilla. Debió de quedar satisfecha con el resultado, porque me dio un besito y me dedicó una sonrisa cargada de afecto.

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