Aquí conoceremos al protagonista (Bastian Durán, un criollo francés de noble y pudiente origen) que comienza su periplo bajo la autoridad de un padre severo, rodeado de una sociedad tan variada y cosmopolita como la de Nueva Orleáns en 1888.
A lo la...
Aidan seguía estando ahí, por dentro y por fuera, pero yo le notaba mucho más distante y lejano; esquivaba mis miradas, evitaba encuentros a solas, y desde luego que no habíamos tenido ni una sola sesión de tocamientos en todo aquel tiempo.
Intenté mantenerme centrado en otras labores que ocupasen mi tiempo al completo, como el cortejo y correcto agasajo de mi prometida, llevándole regalos, acudiendo a la diaria cita del té con larga (y aburrida) conversación posterior, intentando responder a sus miraditas y flirteos con algo similar por mi parte. O como el estudio de las finanzas de los negocios Durán, gracias a la tutoría paterna (a quien nunca parecía satisfacer con mis avances); quizá su mal humor tenía que ver con unos extraños dolores, picores y fatigas que estaba padeciendo últimamente y que le hacían parecer casi veinte años más viejo.
Y también me entretuvo la planificación y preparación de un empleo adecuado para Rico, que le regalaría en su siguiente escala en nuestro puerto. Había comprado una posada bien situada en la parte hispana del Faubourg Marigny cuyo malo patronazgo y poca renovación habían empujado a la ruina; la remodelé con algunos ahorros y parte de mi asignación, y saqué las licencias necesarias a nombre del propietario (yo). Seguro que mi amigo marinero sería un excelente dirigente del negocio, cuyas instalaciones servirían además de cobertura para nuestros encuentros en alguna de las cuatro habitaciones del piso superior. El cartel que le daba nombre rezaba "Farwind" [*NdE: Viento Lejano] cuando la adquirí, y por alguna razón me pareció adecuado.
La energía que estaba destinando a esta última tarea que me permitiría tener a Rico mucho más a mano demostraba mi firme decisión de sobrevivir como fuera al trance de mi boda, intentando contentar a todos, pero sin llegar a perderme a mí mismo.
Sin embargo, no conté con una preocupación adicional que comenzó el día en que un matasanos famoso en la ciudad llamado Loyola (y que me había auscultado desde mi más tierna infancia) bajó desde las habitaciones de mis padres con expresión lúgubre y requirió entrevistarse conmigo en privado.
Ya sentados en el despacho de visitas de mi progenitor, quiso hacerme partícipe del diagnóstico:
—Joven señor Durán, he descubierto por fin la dolencia que ha provocado el decaimiento y la pérdida de visión de su padre, y no son buenas noticias. —Noté el nudo en la garganta y tuve que forzarme a tragar saliva a la vez que asentía. —Se trata del treponema pálidum, una subvariedad de la treponematosis llamada "Siphylus".
—Por favor, hable de manera que le pueda comprender. No entiendo de medicina.
—De acuerdo. —Asintió y obedeció. —Es también llamada Gran Gore [NdE: *enorme coágulo], y tiene síntomas y efectos tales como manchas en la piel, picores, pústulas, pérdida de visión y agarrotamiento entre otros de naturaleza íntima. En sus últimos estadios puede llegar a causar ceguera, parálisis y... muerte.
—¡Por Dios! —De repente tenía la boca seca. —¿Y la cura? ¿Hay cura?
—Verá —aunque asintió, su voz no sonó muy esperanzada—... usualmente esta infección puede tardar años en detectarse e incluso en llegar a tornarse grave, pero da la impresión de que la variedad que ha adquirido el Chevalier proviene de una cepa "salvaje" cuyo desarrollo es mucho más acelerado de lo usual, probablemente importada del trópico. Como sabrá usted, hace ya unos días que casi no puede levantarse de la cama, y la visión del ojo derecho ya es poco mejor que nula.
—¡Tiene que haber un tratamiento! —Grité levantándome y golpeando la mesa con las manos. Al ver su expresión entre ofendida y asustada, volví a sentarme. —Solo pida lo que necesite; se lo proporcionaré.
—La cura no es totalmente eficaz, y solo suele ser efectiva en los primeros estadios de la enfermedad. Se trata de la ingesta de ciertas dosis de mercurio.
—Pero... —Mis escasos conocimientos químicos acudieron al rescate. —¿Eso no es veneno?
—Sí. Un veneno que, en la dosis justa, a veces "mata" la causa del siphylus sin llegar a provocar daños graves en su portador.
—¿No hay otra solución?
—No, según la ciencia de hoy en día; y ya le digo que podría no resultar eficiente tal y como está de avanzada su infección. Si usted decide que se lo suministremos, solo sabremos si este mal ha remitido a lo largo de los próximos meses.
—Adelante. No pierda tiempo. —En el ceño fruncido que mantuvo mientras se quedaba inmóvil, intuí que había algo más que no me había dicho. —Continúe.
—Verá, es un tema delicado, y su padre no quería que se lo comunicase a nadie, pero considero que usted ha de saberlo; se trata del método de contagio del siphylus: requiere de contacto sexual.
—Pero... no puede... si mi padre no... —Entonces comprendí a lo que se refería. —¡¿Y mi madre?! ¿Está bien?
—Vengo de auscultarla a ella. También la ha contraído, aunque la infección está menos avanzada, como si fuera posterior. —Mis manos no dejaban de temblar. ¿Cómo era posible? Ella no se había quejado de nada; la había notado alicaída y cansada en las últimas semanas, pero nunca sospeché. ¿Acaso se había estado conteniendo para aparentar estar bien? —Joven señor Durán, eso significa que el mercurio podría tener aún más posibilidades de funcionar en ella que con su padre, ya que el contagio debió ser posterior.
—Pero eso significa también... que mi padre estuvo con otra mujer. —Al menos, el enfado había conseguido el efecto de templar mi actitud. Sabía que los hombres tenían por costumbre el acudir a prostíbulos, tener amantes o ciertos escarceos, pero mi padre (mi muy creyente padre, tan obediente de la Biblia) se las había dado de casto, ejemplar y correcto durante toda la vida, anunciando que nunca, jamás, nadie podría demostrar ninguna acusación con la que manchase su buena conducta marital. Casi me sentí tan traicionado como seguro que mi propia madre se sentía. —Prepare las dosis de mercurio, doctor. Haga todo lo que pueda por ellos.
Asintió mientras recogía su maletín, y luego me puso la mano sobre el hombro izquierdo. —Lo siento mucho, joven señor. —Eso no había sonado muy bien, y menos aún viniendo de un doctor.
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