Capítulo 12

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Pagué la cuenta en el mostrador del servicio postal y deposité allí la caja con la dirección de la familia Niall.

Dejar en manos de aquellos funcionarios el revolver del abuelo fue casi como separarme de un brazo o de una pierna, pero no tenía elección. Por una parte, me sentía tan terriblemente mal al saber el daño que iba a causar a mi mejor amigo a causa de mi abrupta partida que este regalo tan pequeño y a la vez tan valioso era lo menos que podía hacer para aplacar mi propio malestar. El sobre adjunto contenía dos pliegos de papel adicionales; el primero simplemente rezaba "Ruego me perdones", mientras que el segundo era el certificado de propiedad de Shinny, su caballo preferido en la cuadra de mi familia.

Necesitaba que Aidan entendiera que él era mi verdadero amor, ahora y para siempre, y que nunca (por más lejos que estuviera y por imposible que fuera nuestra historia) habría nadie a quien pudiera querer más de lo que le había querido a él.

Ojalá hubiera sido posible un encuentro final con mi mejor amigo para explicarle cuáles eran mis planes, entregarle mis regalos y rogarle tanto su perdón como su comprensión; pero desde que todo este asunto de la boda comenzó, el irlandés tomó partido por el deber social mucho antes que por lo que sentíamos el uno por el otro, y yo no podía luchar por algo que él no quería aceptar; solo me quedaba alejarme y respetarle. Esperé que él lo entendiera, y que pudiera respetar igualmente mi decisión.

En cuanto a Eïre, estaba seguro de que se recuperaría pronto. Era joven, hermosa, rica, vanidosa y tenía cientos de pretendientes. La vergüenza que le causaría mi "inexplicable" desaparición en el mismo día de nuestro enlace duraría tan solo el tiempo estrictamente correcto en términos sociales, y luego se lanzaría a la caza y captura de otro macho merecedor de sus atenciones.

Patrick Niall era otro cantar; pese a su aparente sentido del humor, este hombre era alguien severo y autoritario que no dudaría en declarar públicamente su animosidad hacia la familia Durán en general y hacia mí en particular.

Similarmente, las buenas gentes de Nueva Orleáns nunca dejarían escapar un chismoso bocado de tan intenso sabor como el de un hijo de la nobleza criolla, cuya orientación sexual siempre había estado en tela de juicio, y que había huido hacia lontananza el día previo a su boda, dejando a su madre moribunda y deshaciéndose de todas sus propiedades. No tenía muy claro si mi partida provocaría una lluvia de carroñeras ofertas disputándose los restos o si, por el contrario, mi dudosa reputación alejaría a la mayor parte de compradores provocando que Hipólito de Guzmán tuviera que malvender mi herencia.

Me resultaba indiferente todo ello; la furia de Patrick, mi reputación, el dinero obtenido, los dimes y diretes que circularían por siempre al respecto de mi persona o mi familia... puesto que los Durán terminaban hoy, aquí, y nunca pensaba regresar a esta ciudad.

***

Cerré la cuerda del macuto en que había empaquetado todo lo que pensaba llevarme y me quedé observando el traje de boda que habría usado al día siguiente durante el enlace, estirado y preparado encima de mi cama.

Sobre la camisa blanca almidonada, destacaba el color tradicionalmente negro de los pantalones y de la chaqueta larga, y me plantee que era una tonalidad rara para una celebración así, como si casarse fuera algo triste y doloroso para todo el mundo además de para mí. El sombrero de copa me habría dado un toque realmente distintivo y señorial en conjunción con el bastón de pomo de marfil labrado que madre me regaló hacía meses, cuando aún desconocía que me atrevería a huir o que ella estaría agonizaría tan cruelmente, irremediablemente mancillada por una enfermedad que no merecía.

Suspiré acariciando el bastón, rememorando los últimos momentos de la despedida que había tenido lugar hacía apenas unos minutos en su cuarto, y sacudí la cabeza intentando alejar tales recuerdos que solo podían minar mi resolución.

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