Capítulo 8

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Serían las diez de la mañana siguiente cuando Aidan, Eïre, su amiga Allison y yo traspasábamos las puertas de la que sería mi casa en menos de un mes.

Las muchachas se adelantaron riendo y correteando, parloteando sin cesar como cotorras mientras planeaban a qué podría dedicarse esta o aquella sala, y cómo podrían decorarla.

Aidan apoyó en la entrada el bastón con su sombrero colgado sobre el pomo y comenzó a guiarme despacio, comentándome muy profesionalmente sobre los materiales, la orientación, la luz, la amplitud, el precio...

Mientras oíamos las pisadas de las chicas en el piso superior, nos introdujimos en el que probablemente terminaría siendo el salón de las visitas, y entonces le arrinconé contra la pared y le besé tan sensualmente como pude.

Se dejó, e incluso me correspondió disfrutándolo sin duda alguna durante tres segundos... pero entonces me propinó tal empujón que terminé sentado en el suelo a dos metros.

—¿Qué cojones te pasa? —le interrogué.

—¡Qué cojones te pasa a ti, imbécil! —Mi mirada de dolida extrañeza le hicieron bajar el tono y tratar de tranquilizarse mientras sacaba un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y se limpiaba la boca. —Hicimos un trato. Ayer fue la última vez que haríamos algo como... como esto.

—¿Es que no te gustó?

—¡¿Qué importa eso?! Vas a ser el marido de mi hermana, mi cuñado, mi familia... y somos hombres. Esto no está bien, Bastian; has de aceptarlo.

Me acerqué amenazadoramente y él se puso en tensión, pero en vez de atacarle le descoloqué con un susurro:

—Te quiero. No me importa si somos hombres, o si tu hermana se convierte en mi esposa, porque siempre te voy a querer.

—¡No vuelvas a decir eso! —Me exigió empujándome de nuevo, pero me agarré a su chaleco y no me separé ni un centímetro. —Es una... ¡una estupidez irresponsable y desviada! Esto ha de acabarse ya, por el bien de todos.

—Estoy de acuerdo. Solo tienes que mirarme a los ojos y decirme que no me quieres.

—¿Qué? —Parecía ofendido, incrédulo.

—Lo que has oído: dime que no me quieres y todo terminará inmediatamente.

—No te... —Su ceño se frunció iracundo y sus vidriosos iris se fijaron en los míos —Yo no te... —Para mi alivio, no fue capaz. Suspiró entrecortadamente y negó con la cabeza. —No tiene sentido, Bastian. Haríamos demasiado daño a demasiada gente; y todo para qué, ¿para seguir disfrutando de estos... orgasmos indecentes? —subió inconscientemente su brazo y se acarició el dorso del ojo morado. —No podemos arriesgarnos más.

Entonces lo comprendí. Me separé de él y le examiné la contusión.

—Tienes que contarme lo que te pasó en la cara.

Las chicas seguían taconeando por la zona norte del primer piso, pero Aidan me tomó del brazo y me llevó con él hacia el jardín de la parte posterior de la casa. Debió haber sido un bonito lugar con flores, una gran mesa para comer al aire libre, una fuente... pero las malas hierbas y la vegetación seca se habían adueñado de todo.

Aun así, caminamos como buenamente pudimos por entre aquella maraña y nos sentamos en un banco de piedra del fondo, antes de que comenzase a hablar de nuevo.

—Hace casi una semana que acudí al distrito del puerto para recoger unos papeles que mi padre me enviaba por vía marítima desde Chicago. El barco que lo traía estaba aún atracando, por lo que tardaría al menos dos horas en descargar las mercancías, así que me metí en el Blue Mermaid y me pedí algo para almorzar. Conoces ese sitio, ¿verdad?

—Sí. A veces he ido. —Asintió gravemente.

—Ellos también te conocen a ti, y a Rico.

—¿Qué? ¿Quién nos conoce? —Intente calmarme. —Bueno, es normal; a veces gastamos en el alcohol de allí una buena suma de dinero mientras nos ponemos al día.

—El coordinador de embarques y un amigo suyo estaban tomando whisky en una de las mesas cercanas, y durante mi almuerzo pude escuchar cómo se contaban rumores... sobre sodomitas. —Noté como la sangre huía de mi rostro al intuir lo que iba a contarme. —Que si el barbero Pedro se dejaba tomar por el culo, que si se había visto al capitán Enriq en compañía de chicos de la noche en el Barrio de las Luces Rojas, que si el pintor D'Niro visitaba demasiado a menudo a cierto aristócrata pudiente con conocidas tendencias hacia los hombres... imagina cómo me quedé. Hablaban de ellos como si fueran enfermos, desviados, casi herejes a quienes despreciar, marginar y apedrear.

—Cabrones...

—No, Bastian —Aidan negó con la cabeza—; ellos solo expresaban lo que toda la sociedad piensa sobre la gente a la que se descubre haciendo cosas como lo que tú y yo hicimos ayer. Todo el mundo piensa eso de los hombres que sienten cosas demasiado fuertes por otros hombres...

—Lo sé —admití tragando saliva—, pero se puede disimular. Se puede aparentar y luego, en la intimidad...

—Comenzaron a hablar de ti, y de Rico. —Señaló su ojo herido. —Decían que era entendible que un grumete de alta mar pudiera estar confundido, pero que era imperdonable que un joven de alta alcurnia con toda la vida por delante se hubiera dejado seducir por ese pecado mortal, y que pronto todo el mundo se daría cuenta de tu indecencia, y que perderías todo lo que tienes.

—Pero... ¡pero si Rico y yo nunca hemos hecho nada en público! Solo cuando subimos a dormir a la habitación...

—Pues os han oído, o de alguna manera sospechan, no me preguntes cómo.

—Dios Santo. —murmuré asustado. ¿Cómo podían haberse dado cuenta?

—Rico me importa una mierda, pero no podía consentir que hablasen mal de ti. Me levanté y les exigí una disculpa por atentar contra la dignidad de mi futuro cuñado, y se... se compadecieron de mí. Me dijeron que más me valía frenar esa boda, airear tus repulsivas tendencias y alejarme de ti antes de que me contagiases algo. Yo... les partí la cara a ambos, aunque también me llevé algún puñetazo.

—Me defendiste. —Intenté acariciar su párpado hinchado. —Lo siento tanto...

—¿Dónde están mi hermano y mi prometido querido? —Resonó la voz de Eïre desde el salón, y Aidan me agarró del brazo y lo apartó con presteza. Al momento, la pelirroja se asomó por la ventana y nos saludó con una sonrisa feliz antes de desaparecer de nuevo.

—¡Ya lo haces de nuevo! —me espetó en voz baja. — ¿Es que no escuchas? No importa si salí con el ojo negro del Mermaid; importa que tuve que pelearme para intentar frenar lo que se dice de ti... y no creo que un par de narices rotas detengan los comadreos. Importa que, si no acabamos completamente con todos estos impulsos que tenemos, con todo lo que sentimos, terminarán pillándonos en un momento o en otro, y será el fin.

—¿El fin de qué?

—¿Cómo que de qué? De nuestra decencia, de nuestra reputación, de nuestros negocios, de tu matrimonio con mi hermana o de mi futuro enlace con Allison...

—¿Tan importante es todo eso?

Pero las chicas ya se acercaban por el asalvajado jardín, quejándose de lo descuidado que estaba y proyectando el contratar a alguien para adecentarlo, y la última frase que cruzamos la dijo él:

—¡Por supuesto que sí! No hay otro camino. Se acabó. ¡Sé un hombre!

 ¡Sé un hombre!

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