Capítulo 7

101 19 75
                                    

Me encontraba sentado a solas ante una de las mesas de la sala común del Farwind, completamente vacío excepto por mí (algo normal si tenemos en cuenta que aún no había sido abierto al público, pues esperaba la vuelta de Rico para dar ese paso). Me puse otro medio vaso de ron con una rodaja de limón y me lo bebí de un trago.

Dos meses habían pasado desde el terrible anuncio del doctor, y mi vida no había mejorado demasiado: ni mis padres sanaban, ni los negocios de San Antonio remontaban, ni Aidan parecía querer seguir siendo mi amigo... Sentía que casi todo lo que merecía la pena en mi vida estaba desapareciendo a marchas forzadas.

Al menos, el estado de apática tristeza en que me encontraba era entendible socialmente debido a la afección de mis progenitores (que había trascendido como si fueran simples "fiebres"), lo que me permitió acudir pocas veces al protocolario encuentro con mi prometida. Pero no me hacía ilusiones: tanto el patriarca Niall como Bastién Durán subrayaron que ningún problema de salud, fuera cual fuese su gravedad, impediría que se celebrase el próximo enlace.

También me había librado de las tareas referentes a la preparación de la boda y a la búsqueda de un nuevo hogar para la familia que Eïre y yo formaríamos, lo cual era un gran alivio porque se me formaba un nudo en el estómago solo por pensar en vivir con ella. Sabía que tenía que hacerme a la idea, pero... estas últimas semanas de libertad me pertenecían, y me negaba a comenzar voluntariamente la tortura, si podía evitarlo.

Y hablando de torturas, el Doncella del Mar no había retornado aún por Nueva Orleáns, superando así el récord de cuatro meses y medio que ostentaba hasta entonces. Obviamente, eso significaba que yo no había tenido sexo completo con nadie desde mi último encuentro con Rico, y que me sentía a partes iguales preocupado y cabreado con él.

Tal circunstancia me llevó a considerar una posibilidad: ¿y si Rico desaparecía?

Puede que se hubiera puesto enfermo, que hubiera caído por la borda, que hubiera desembarcado en otro puerto y se hubiera retirado, que lo hubieran despedido, que hubiera vuelto a España... Sin él, ¿no volvería a tener sexo con un hombre nunca más?

Esa pregunta me llenó de tanta ansiedad que el día anterior terminé ordenando al viejo cochero negro de mi familia que diera un paseo por el barrio de las Luces Rojas de las afueras; disimuladamente, pude ojear por entre las cortinas a aquellas damas y a los escasos chicos "de la noche". Aunque había algunos que no estaban tan mal, puse rumbo a casa a los pocos minutos debido al miedo que me embargó al pensar en ser reconocido mientras acompañaba a uno de estos muchachos de alquiler, o en ser chantajeado por cualquiera de ellos. Una cosa era que te vieras con una puta, todo el mundo lo comprendería, pero... ¿con un muchacho? Eso te podía valer la exclusión social, la marginación y la deshonra permanente. Además, no me fiaba tanto de la lealtad del conductor del carro a mi persona; mi padre sería de los primeros en enterarse.

Me sentía tan perdido que, cuando la puerta del Farwind fue golpeada varias veces en una conocida cadencia, mi etílico meditar se transformó en una gran alegría instintiva. Algo tambaleante, recorrí el trayecto hasta el cerrojo y lo descorrí, tras lo que abrí las amplias puertas para encontrarme con quien yo ya intuía.

—Aidan.

—¡Cuánto tiempo! —«"No por mi voluntad", pensé» —¿Qué tal si me enseñas cómo has dejado este antro? —Apartándome con una confianza que insinuaba que no había pasado ni un solo día desde que nos encontrásemos a solas en el lago del Campo Durán, se metió en la sala común de la taberna y la observó con aparente atención mientras dejaba sobre una mesa la gabardina que había traído enrollada en el brazo. —No está nada mal. ¿Cómo es que no lo has abierto ya? ¿No has encontrado a personal de confianza?

FarwindDonde viven las historias. Descúbrelo ahora