Capítulo 3

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La pedida de mano había sido perfecta, y la respuesta afirmativa de mi prometida seguida de su abrazo y su beso (lo suficientemente correcto en presencia de nuestros padres para no causarles incomodidad) era la adecuada con creces...

... pero yo me sentía como si acabase de vender mi alma.

Apenas respirando, con el caminar vacilante me dirigí hacia el sofá que me correspondía y me dejé caer. Sentía que mi cuerpo pesaba una tonelada, y si me mantenía quieto en esta posición tan correcta era solo porque ahora mismo sería incapaz de volver a moverme sin derrumbarme sobre la alfombra.

El té, las pastas, la conversación... todo continuaba en medio de una atmósfera llena de aliviado regocijo en donde madre, padre, Patrick y la propia Eïre departían como si acabasen de ganar una batalla contra un enemigo mortal, mientras que yo no podía elevar la vista de la taza que sostenía entre mis manos sin recordar cuándo la había cogido. Sentía tanta vergüenza por lo que me había visto obligado a hacer...

Por fin conseguí echarle una ojeada a Aidan, pero este no me miraba; tenía los ojos fijos en el águila plateada que ahora adornaba las telas en medio de las dos mamas adolescentes de su hermana.

Le había hecho daño, lo sabía, pero ¿qué otra alternativa tenía? Él mismo me había presionado para que lo hiciera, me había empujado a tomar este camino al actuar como si no recordase las tímidas caricias llenas de contenida pasión, las miradas que clamaban por hacer locuras juntos, e incluso nuestros ratos de onanismo compartido y disfrutado. De repente, solo éramos amigos, nada más que amigos, y me lo había dejado sumamente claro.

Puede que yo me hubiera rendido, pero él se rindió primero; y sin su apoyo, ¿cómo iba a rebelarme? ¿Acaso tenía alternativa? ¿Existía alguna manera de actuar que me librase de hacer lo que mis padres y toda la sociedad esperaban de mí? Quizá si hubiera sido más valiente, más decidido...

Empecé a odiarme a mí mismo.

Y entonces miré a mi alrededor y me di cuenta de algo: nadie estaba libre de pecado en esta sala. Mi madre lo había permitido, pese a saberme completamente en contra de esto. Mi padre había antepuesto sus ambiciones y sus negocios a la felicidad de su hijo, queriendo aplacar miedos heredados con una sonora bofetada. Aidan se había callado, e incluso me había animado a hacerlo al abandonarme en los momentos en que más había necesitado su apoyo. Y Patrick... al igual que su hijo, siempre había anunciado que gustaba muy poco de los franceses o de sus descendientes, ¿por qué se había mostrado a favor de casar a su pequeña amapola con un criollo como yo? El destello del Águila del Honor sobre el tetamen de su hija guió mi intelecto en la dirección adecuada: por un título.

Cuando mi padre muriera, o cuando decidiera legármelo voluntariamente, yo sería el Chevalier Durán (de forma oficial, y no solo como mote popular), y ella sería la esposa de un Caballero Francés, a cuya descendencia quedaría ligada para siempre nuestra nobleza.

Eïre me había parecido inocente y verdaderamente enamorada de mí hasta ese instante, pero entonces comencé a temer que, incluso su aparente afecto, fuera fingido para conseguir lo mismo que su padre deseaba.

Todos éramos unos hipócritas, y yo el primero.

Al cabo de un rato adicional de charla, mi familia y yo nos levantamos y recuperamos nuestros bártulos para iniciar el retorno a casa. Ya en la puerta, Patrick estrechó la mano de Bastién como si ambos hubieran realizado la transacción comercial más afortunada de sus vidas:

—Tenemos medio año para preparar la ceremonia.

—¡Será la celebración más sonada de Nueva Orleáns desde que fue anexionada por los Estados Unidos!

Durante el viaje de vuelta, mi sonrisa exterior representaba un estado de ánimo directamente opuesto al que notaba por dentro. Me sentía vacío, manchado, corrompido, vendido... era como si ya no quedase nada de mi verdadero yo.

Subí directamente a mi habitación sin querer cenar, excusándome en el molesto dolor de estómago que me robaba el hambre, y me tumbé en la cama sin siquiera desnudarme.

Confesaré ahora que empecé a fantasear con el imperdonable pecado que es el suicidio; sería muy sencillo anudar mi cinturón a una de las vigas del techo... pero por suerte, me sentía tan agotado como si una estampida de búfalos me hubiera perseguido de aquí a Oklahoma, y en pocos minutos me quedé inocentemente dormido.

Al día siguiente debería haber acudido a visitar a mi padre a su despacho para atender las finanzas de nuestros negocios y aprender más sobre cómo dirigirlos con éxito, pero un pensamiento fugaz me impidió cumplir con mi deber: "¿Para qué aprender finanzas si, para obtener dinero, solo debía casar a mi hijo con una familia adinerada?".

Pensaba pasarme el día encerrado, protestando de esta manera ante el mundo debido al sentido que habían robado a mi vida, pero no aconteció según mis deseos.

—Señorito Durán... —La voz de Dolores, nuestra siempre alegre criada hispana, me sacó del obstinado duermevela en que me había mantenido y carraspeé como toda respuesta. —Recibí órdenes de dejarle descansar hoy, pero le vi muy desanimado anoche y creo que le gustará conocer que el "Doncella del Mar" ha arribado al puerto.

Mis ojos se abrieron como platos ante esa información, y la ilusión que me llenó ante tal noticia me indicó que no todo estaba perdido.

—¡Rico! —Exclamé.

—Sí señorito, mi sobrino debe haber llegado.

Agarré mi sombrero, abrí la puerta de sopetón y (tras besar a Dolores en las dos mejillas regordetas) bajé como una tromba hacia el piso inferior. Sin apenas pararme a pensar en lo que hacía, di unos tragos de la jarra de agua del comedor y tomé de la bandeja unos bollos azucarados, tras lo que salí a la calle.

Mientras corría a toda velocidad hacia los muelles sin importarme llegar despeinado o sudado, creí haber dado con la solución para mantener algo de sentido en mi existencia: la amistad que mantenía con el grumete más joven del Doncella del Mar.

Según las manecillas del campanario de Sainte Michelle, eran las once de la mañana, así que faltaba al menos una hora para que la tripulación terminase de descargar la mercancía que habrían traído y obtuvieran un muy merecido permiso.

Me obligué a ralentizar mi paso y me lavé la cara y la boca en una fuente cercana, tras lo que me peiné como buenamente pude y proseguí caminando mientras silbaba. Ya podía notar la excitación recorriendo mis entrañas y un decidido endurecimiento marcarse en mi entrepierna.

Llegado a la ensenada que producía la unión del lago Borgne con el Océano Atlántico, en donde se levantaba el fondeadero de la ciudad, busqué la silueta del mercante en el que trabajaba mi amigo. Al visualizar atracada la gran figura de aquel barco de vapor cuya proa llevaba tallada una mujer de grandes proporciones, me dirigí hacia allí taconeando con mis puntiagudas botas sobre las tablas del muelle a la par que esquivaba carros repletos de mercancías.

Cuando comencé a cruzarme con algunos de los compañeros de mi amigo, que también me reconocían de vista, devolví algunos saludos con una amplia sonrisa decorando mis labios y apreté el paso; ya debían estar terminando.

Cuando comencé a cruzarme con algunos de los compañeros de mi amigo, que también me reconocían de vista, devolví algunos saludos con una amplia sonrisa decorando mis labios y apreté el paso; ya debían estar terminando

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