Capítulo 9

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Dos semanas después, Dolores limpiaba la mesa del comedor con una energía inusitada. Al mirarme de reojo, dejó de frotar y se me acercó con un pañuelo limpio, una palangana y una amplia sonrisa en la boca, aunque no en los ojos.

—Sabe usted que debería cortarse ya el cabello, y afeitarse. ¡Que ojeras! y qué paliducho está... ¡Cómo cambia su rostro de cuando está completamente arreglado y compuesto! Déjeme a mí, a ver si puedo... —Me lavó la cara, me repeinó hacia atrás, me palmeó cariñosamente las mejillas y ya me estaba apretando el nudo de la corbata lazo cuando la aparté al escuchar los pasos del médico al bajar por las escaleras.

Quizá mi aspecto no era esplendoroso, pero tenía excusa: había pasado toda la noche en vela ayudando a la enfermera que contratamos para mantener a mi padre cómodo, fresco y limpio pese a su fiebre, sus alucinaciones y su dolor. Por suerte, parece que los cuidados habían dado fruto y hacía un par de horas que Bastién había dejado de agitarse y gruñir.

Cuando llegó el doctor, casi me dio vergüenza que subiera a auscultarle, ya que el enfermo parecía completamente calmado, y ahora yo tan solo esperaba a que terminase de examinarle para poder irme a la cama a descansar.

—Doctor Loyola...—saludé con una ligera reverencia.

—Joven señor Durán, el Chevalier se muere. —Mi boca se negó a cerrarse ante la abrupta exposición de la noticia, mientras él se explicaba: —Lamento ser tan tajante y no andarme con rodeos, pero es posible que le queden meros minutos.

—Pero... pero el mercurio...

—Era una cepa demasiado beligerante, y se la detectamos muy tarde. Ya le advertí que quizá no funcionase —me recordó Loyola.

—¡Si estaba más relajado! Ha pasado la noche muy mal, pero se ha calmado.

—Su padre sufrió tanto que se quedó inconsciente.

—¿Y ahora? ¿Está despierto?

–Sí. Le he dado morfina, pero que no le engañe su laxitud. Le aconsejaría que no pierda usted más tiempo. Suba a despedirse.

***

Debido a la propia enfermedad que aquejaba a ambos, el señor y la señora Durán habían pasado los últimos tiempos en habitaciones separadas, y yo me quedé entre ambas puertas con el corazón latiendo con el ritmo de un purasangre al galopar. ¿Qué hijo puede afrontar con dignidad la muerte de aquel que le dio la vida? Y no es que Bastién y yo estuviéramos precisamente en los mejores términos desde hacía algún tiempo, pero era mi padre, y nunca hubiera deseado que falleciera así.

Finalmente abrí la puerta y la enfermera que habíamos contratado para su cuidado saludó educadamente y salió para permitirnos intimidad. Bastién se volvió hacia mí con una sonrisa en el rostro (no pude decidir si era fruto de la morfina o de sentirse feliz por verme) y me hizo gestos para que me acercase a la cama. Tenía la cara completamente vendada excepto por la boca y los ojos casi ciegos. Por lo que sabía, todo su rostro se había convertido en una aberración herida y sangrante que pocos podían mirar sin sentirse nauseados. El resto de su cuerpo no estaba mucho mejor, pero sobre todo, su zona genital era algo en que más valía ni siquiera pensar.

Pese a las ventanas abiertas y a las lociones con que rociaban toda la estancia, el olor de la putrefacción saturaba el ambiente.

—Hijo... —Tomé su mano vendada, cuyas tiras blancas de gasa ya comenzaban a amarillear y a humedecerse en algunos puntos a causa del incesante pus.

—Padre, estoy aquí.

—Gracias por venir a decirme adiós. —Su rostro se crispó de dolor al apretarle los dedos, así que simplemente sostuve su mano y traté de sonreírle, aunque se me escapaban las lágrimas sin poder evitarlo. —¡Eh! no pasa nada Bastian; ahora eres el señor Durán; ¡el Chevalier Durán! ¿Te he contado alguna vez cómo el mismísimo Bonaparte nos concedió el título?

FarwindDonde viven las historias. Descúbrelo ahora