Capítulo 6: Mi paso por la escuela secundaria

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Nunca cuestioné la decisión de mi madre al momento de inscribirme para dar la prueba de ingreso al colegio público más importante del país. Mi hermano ya la había dado tres años atrás, y toda mi familia parecía estar muy contenta y orgullosa de tener un integrante dentro de aquel establecimiento educativo. Recuerdo haber estudiado durante varios meses los días viernes y sábado, siguiendo el temario que entregaban al momento de inscribirse.

Actualmente no recuerdo las emociones que me embargaron al momento de dar la prueba, ni tampoco las que sentí cuando me enteré que me había ido bien y que había quedado seleccionado entre aquel "selecto" grupo de niños. Creo que jamás me importó mucho, ya que la decisión no había nacido de mí. Entrar a tan prestigioso colegio era prácticamente una obligación, debido a que según decían profesores y familiares (especialmente mi madre) era el lugar más adecuado para poder desarrollar todas mis habilidades cognitivas y llegar a ser el segundo profesional de la familia.

Retrospectivamente, de lo único que tengo certeza es que mi nuevo colegio no era el lugar más adecuado para mí. No puedo culpar a nadie por esa decisión, ya que la presión sociocultural de aquellos años (y que nos persigue hasta hoy) obligaba a mi familia a buscar la mejor alternativa para que desarrollase todo mi potencial cognitivo, pudiendo así ingresar a una universidad estatal.

Digo que no era mi lugar ya que mi personalidad jamás se adecuó lo suficiente a la emocionalidad de la institución. Tal como lo comenté anteriormente, mi estadía en el colegio anterior (durante casi la totalidad de mi ciclo básico) fue muy placentero, principalmente en lo que respecta al ámbito emocional, ya que me sentía una persona muy valiosa dentro del establecimiento, tanto para los profesores como para mis compañeros. De esta manera es que en la actualidad lo que más recuerdo de mi paso por aquel colegio son las distintas presentaciones artísticas que realizaba y que me hacían sentir admirado y valorado por toda la comunidad educativa.

Al llegar al nuevo establecimiento educativo me sentí invisible y agobiado por la deshumanización y anonimato que caracterizaban a la institución. Aunque el prestigio y peso histórico del colegio eran muy fuerte, no sentí jamás que existía una comunidad educativa propiamente tal. Era una institución que educaba en la obediencia, el miedo, la soberbia y la negación del otro como individuo emocional. Sentía estar preparándome para una guerra, en la cual no tenía otra alternativa que salir triunfante.

No obstante, creo necesario aclarar que si bien la institución era fría y alejada de la emocionalidad de sus integrantes, los mayores recuerdos que tengo hasta el día de hoy son precisamente los que corresponden a la relación que fui desarrollando en el tiempo con profesores y estudiantes. Eran las personas que integraban la institución, quienes a través de pequeños actos cotidianos, demostraban que el afecto y la armonía emocional estaban presentes a pesar de que éstos eran continuamente silenciados por las autoridades del colegio.

De todos los profesores que conocí durante mi estadía en aquel colegio, hubo uno en particular que recuerdo con total lucidez. En honor a la verdad, no recuerdo en qué cargo se desempeñaba, ya que realizaba clases pero también ejercía funciones administrativas. Era profesor de matemática y de su figura existía una mezcla de divinidad con misticismo. Se decía que era exageradamente clasista, apático e intransigente. Recuerdo anécdotas que narraban sus decisiones arbitrarias a la hora de expulsar a estudiantes fuera de la sala, simplemente por no andar con su corbata bien puesta y la camisa dentro del pantalón, hasta aquella que contaba que durante una mañana expulsó a un estudiante por haber llegado tarde argumentándole que lo hacía porque su color de piel era demasiado oscura. También se decía que era una eminencia intelectual en el área de las matemáticas y que no existía ningún profesor tan capacitado como él para la enseñanza.

A mí nunca me hizo clases, sin embargo sus relatos eran lo primero que uno escuchaba al ingresar al colegio y su figura mítica me acompañó durante todos los años que permanecí en la institución. Sólo una vez me encontré con él en la sala de clases y fue muy significativo emocionalmente, por lo que hasta hoy en día lo recuerdo con total claridad. Estaba en tercero medio y junto a un pequeño grupo del curso, le habíamos faltado el respeto a una profesora joven que recién había ingresado a la institución. El profesor entró a la sala y al contrario de lo que todos pensábamos, nos dijo que debíamos honrar a la institución, ya que el lugar en donde estábamos sentados había sido el mismo en que prestigiosos profesionales (incluidos diversos presidentes de la república) se habían formado. Luego escribió en la pizarra una palabra que me impactó profundamente, ya que según él ese era nuestro objetivo al haber ingresado a tan prestigiosa institución educativa. La palabra era "aristos" y según nos explicó, era un vocablo griego que hacía alusión a la excelencia, a ser "los mejores" de un determinado lugar. Finalmente, a través de un discurso emotivo, nos recordó una estadística (de la cual no puedo afirmar su veracidad) que establecía que dentro de un grupo humano de 40 individuos, al menos uno de ellos se enfrentaría a la muerte en un plazo de 10 años, por lo que era nuestra obligación ser los mejores en el área que decidiéramos proyectarnos, ya que para eso habíamos ingresado a tan prestigiosa institución educativa. Para aprender a ser los mejores.

Aunque luego de esa anécdota jamás tuve la oportunidad de enfrentarme a él, fui comprendiendo que a pesar de todas las características que del profesor se conocían, éste era extremadamente respetado y valorado dentro del establecimiento. Los estudiantes, aunque en su mayoría sentían por él un temor paralizante, terminaban respetándolo por los conocimientos matemáticos que impartía en sus clases y que les permitían obtener excelentes resultados en la prueba de selección universitaria. Por su parte, los apoderados eran capaces de tolerar e incluso justificar sus acciones, debido a que su método de enseñanza le permitía a sus hijos alcanzar los sueños universitarios que tanto añoraban.

Hasta el día de hoy he escuchado relatos sobre lo importante que fue aquel profesor en la formación académica de algunos estudiantes, quienes ya son profesionales y le agradecen a él y su método estricto de enseñanza, el haber ingresado a una buena universidad y destacarse dentro de ella. Creo que esto era así ya que el profesor (como muchos otros) encarnaba el espíritu del colegio, en donde lo único verdaderamente importante era el desarrollo cognitivo de los estudiantes, otorgándole una importancia secundaria a los afectos y emociones. Cada individuo perteneciente a la comunidad escolar (profesores, estudiantes, apoderados, entre otros) justificaba prácticamente cualquier acción de sus integrantes siempre que éstos permitieran obtener mejores resultados académicos.

El espíritu del colegio forjó en mí una personalidad soberbia y orgullosa. Aunque estaba lejos de ser un "buen estudiante" (en las calificaciones siempre estuve por debajo del promedio) siempre miré por debajo del hombro a mis amigos que iban en otros colegios, ya que existía una idea generalizada de que una nota 4.0 en este establecimiento educativo correspondía a un 6.0 en cualquier otro colegio. Esta idea era prácticamente un dogma dentro de la institución, ya que constantemente profesores y estudiantes decían esto para justificar las malas calificaciones obtenidas en el colegio.

La soberbia que comencé a sentir en el ámbito académico pude experimentarla mejor cuando me inscribí en un preuniversitario. Antes de ingresar y empezar las clases, tenía la convicción de que debía ser el "mejor del curso" en la clase de historia (mi especialidad), simplemente porque provenía del "mejor colegio público del país" y era supuestamente "más inteligente" que mis compañeros. Y aunque al final obtuve en la PSU el mejor resultado del curso, no hablaba con nadie durante las clases y en los seis meses que estuve en el preuniversitario, no logré hacer ningún amigo. Algo que en mi interior anhelaba más que obtener las mejores calificaciones del curso.

De esta manera y haciendo un análisis de mi paso por este establecimiento educativo, creo que para mí el balance fue negativo en lo emocional, debido a que aportó a mi personalidad aspectos que hoy en día no me agradan y que afectan mi vida cotidiana. Hoy me considero una persona tímida, insegura y que constantemente busca competir con los demás, aspectos que según mi punto de vista, fueron arraigados durante estos años.

Por otro lado, durante estos años comencé a sentirme realmente como una persona distinta al resto, ya que las dificultades asociadas a mi discapacidad comenzaban a intensificarme cada día más. A medida que iba pasando más tiempo en el colegio, comenzaba a aislarme y participar cada vez menos en las clases, ya que limitaba lo más posible el exponerme en público. Comencé a recibir sobrenombres y con ello, mi discapacidad se transformaba en lo que me identificaba frente a mis compañeros. 

Relatos de un profesor con discapacidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora