Uno de los cirujas era altísimo, delgado y usaba una larga barba negra que asustaba a los chicos del pueblo. A ese lo llamaban Ocho. El otro era bajito y rubio, hablaba sin parar y le decían Espiga. Espiga y Ocho andaban siempre juntos y tenían su base de operaciones en el cementerio. De día perdían limosnas a las viudas que llevaban flores a sus maridos, y de noche dormían dentro de un mausoleo abandonado, si hacía frío, o simplemente bajo la luna y entre las tumbas si, como sucedía ahora, hacía calor.
Nadie conocía el cementerio como ellos. Ese conocimiento incluía los posibles ruidos normales de un lugar así. De modo que cuando empezaron a escucharse aquellos extraños crujidos, los dos se alarmaron un poco. Comenzaron a buscar entre las tumbas y al fin localizaron una losa, más pequeña que las demás, que se estaba resquebrajando.
__Es el cementerio __explico Espiga__. De día se calienta por el sol y de noche se contrae y se quiebra. Por eso hace ruido.
__Dejate de... __le dijo Ocho, pero demoró demasiado en pensar una razón para contradecirlo.
En ese momento ocurrido algo extraordinario: unos dedos delgadisimos comenzaron a asomar entre el cementerio partido.
__Una... mano __dijo Ocho con tono natural, como si la aparición de una mano en la lápida quebrada de un cementerio, a las doce de la noche, fuera lo más natural del mundo.
__Si, una mano __dijo Espiga como hipnotizado.
Recién cuando la mano salió un poco más y los dedos se movieron, los dos echaron a correr desesperados.
Hacía cuarenta años que la vieja Morena había muerto. De pronto, algo había interrumpido su descanso eterno y finalmente se había despertado con una sensación de molestia. Aunque no quedaba mucho para comer de la vieja Morena, todavía había algunos gusanos caminando sobre su cara. Pero no era esa la molestia, sino la sensación de que debía hacer algo. Termino de salir de la tumba, se incorporó y empezó a caminar resuelta hacia la salida del cementerio.
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La noche de los muertos
HorrorUn hombre conduce despreocupadamente por una ruta desolada. En el asiento trasero va Azul, su hija de nueve años. De pronto el auto se queda sin combustible. Es de noche pero no tienen más remedio que caminar en busca de ayuda. Finalmente encuentran...