V. Aguas engañosas

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Luna ya tenía bastante experiencia en las desventajas de peinarse a través del espejo retrovisor de un auto en movimiento, pero con el tiempo también había aprendido a sobrellevarlas. Se necesitaba mucha paciencia, un semáforo en rojo y buen pulso. Por suerte ese día había optado por acomodar sus mechones rebeldes debajo de una vincha que no usaba hace meses, y no le tomó muchas cuadras lograr el peinado que buscaba. Mientras el vehículo comenzaba a bramar tenuemente para sobrepasar a otro que estorbaba en el camino, empezó a ponerse los aros de oro que se quitaba sólo para dormir. Cuando iba por el segundo, Ceferino le clavó un codo en las costillas y el aro voló de su mano hasta caerse debajo de su asiento.

—Eu, pendeja, ¿sos sorda o te hacés?— le dijo desde el volante mientras doblaba por un boulevard que estaba vacío como un domingo a la tarde ameritaba. La ciudad era otra durante los fines de semana.

Luna le gruñó a su hermano, inclinándose para buscar en la alfombra. —¡Pará, pelotudo!

—Hace tres cuadras que te vengo hablando y vos ahí haciéndote la modelo.—le reclamó. —A las 8 te paso a buscar.

—A las 9 te había dicho. Parece que el sordo sos vos.

—Pero te acabo de decir que hoy vuelve el viejo y quiere que cenemos todos juntos.

—Bueno—suspiró ella cansinamente, sentándose de nuevo con el aro en mano.—Si no terminamos el trabajo y nos va mal, va a ser culpa suya.

—Andá. Qué te va a ir mal si sos re Sarmiento vos—se rió. Continuó recorriendo las calles del barrio sin apuros, tarareando al ritmo de la radio, hasta que estacionó frente a una casa de ladrillos vistos.

Luna se miró en el espejo por enésima vez, y después de calzarse la mochila en la espalda, se bajó del auto.

—Mandale saludos a Clara—exclamó Ceferino, con lo que le ella supuso era una sonrisa galante.

Le respondió con un portazo y una cara de asco. —No. Chau.

Se dirigió hacia la puerta blanca a través del camino de piedras que tenía plantas tropicales en los laterales y se detuvo una vez que se cercioró de que su hermano había doblado en la esquina más cercana. Dejó salir un suspiro de alivio y empezó a caminar en dirección opuesta.

Clara ni siquiera estaba en su casa; los domingos se los pasaba en lo del poco seso de su novio.

Sus pasos, que hasta ese entonces habían sido pausados, con una lentitud fríamente calculada, ahora eran apresurados y ansiosos. No tardó en llegar a la esquina pautada donde Carlos la esperaba sentado en su moto, con la cabeza baja. El suéter a rayas bosquejaba su delgada silueta debajo de una campera negra, y los jeans que tenía puesto abrazaban sus piernas un poco menos estrechamente que los celestes desgastados que usaba siempre. Sus ojos estaban entrecerrados porque el sol le daba en la cara, aunque sus labios estaban más rojos de lo normal por el viento que parecía despedir miles de agujas heladas. Un cigarrillo a medio terminar se consumía entre sus dedos y él lo observaba en silencio hasta que la sombra de Luna acercándose lo sacó de sus pensamientos.

Apenas la vio, le sonrió débilmente, como alguien que la había estado esperando por un rato largo pero que aun así estaba feliz de verla.

—Perdón—dijo ella, algo agitada y un tanto más apenada.—Mi hermano es re lerdo para manejar. Cuando me lleva a mí nomás, obvio.

Él tiró el cigarrillo y se acomodó mejor sobre el asiento. —No pasa nada. Ya estás acá.

Su calma característica se propagó en ondas hasta que logró hacerla suspirar, y ella se le acercó decidida para plantar un beso sobre su fría mejilla. —Hola, rubio—le sonrió, tan cerca de su cara que podía admirar cada rasgo microscópico en ella.

Coronados de gloria |El Ángel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora