VIII. Abismo

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Cuando un vidrio de seguridad se rompe, no estalla en miles de pedazos; los fragmentos resultantes quedan unidos a la lámina que los sostiene firmemente, y sus bordes no presentan peligrosidad alguna.

Luna no tenía una lámina protectora a su alrededor. Algo en ella se había hecho añicos después de un impacto de proporciones siderales, y le había causado innumerables tajos y moretones.

A veces se sentía como una herida caminante, una herida que respiraba, autómata. Todo lo que formaba parte de una rutina que solía seguir a rajatabla ahora la lastimaba, le pesaba, le daba ganas de terminar el sufrimiento de una vez por todas.

Los cortes eran recientes y supurantes, pero sacaron a relucir sentimientos que databan de hace mucho, quizás desde siempre.

Una tarde, Ceferino y Fabián la llevaron a una zona poco transitada de la ciudad para enseñarle a manejar. El primero pronto se mudaría de casa porque estaba a punto de recibirse de la facultad de economía y su padre ya le tenía un trabajo asegurado, y eso significaba que ahora Luna iba a tener que aguantarse los dramas y comidas familiares sola, y que su hermano ya no sería su chofer personal.

Era bastante buena manejando. Ya tenía conocimientos previos, tanto de autos como de calles. Lo único que la preocupaba era que algún enfermo acelerando a más no poder se le apareciera en una esquina.

—Despacio—le decían cada vez que aceleraba un poco más de lo que le habían permitido. Se lo repitieron tantas veces que solo lograron que le tiemble el pulso cuando giraba el volante y que esté alerta a todo. 

El semáforo cambió de rojo a verde y sus acompañantes no tardaron en empezar a taladrarle la cabeza de nuevo. Sus voces se acallaron en un plano lejano de la existencia, y en lo único que Luna se podía enfocar era en el camino despejado que la esperaba y en su sed de adrenalina. No podía ir por la vida imaginándose consecuencias que podrían no pasar. No tenía sentido.

¿Por qué no vivís un poco, Luna?

Arrancó el auto a toda velocidad sin pensarlo dos veces, casi haciendo rechinar las ruedas. El viento entraba por las ventanas, las casas, plazas y edificios pasaban de prisa, y ella aceleraba cada vez más. Cruzó tres semáforos consecutivos en verde, y cuando apareció un en rojo, frenó justo a tiempo, bruscamente, haciendo que su cuerpo se vaya para adelante, para luego caerse sobre el asiento de nuevo.

Miró a su costado y le volvió el sentido de lugar y tiempo al darse cuenta que su hermano y su primo habían estado gritando durante todo el trayecto. Ella miró sus expresiones desaforadas, y de la nada, se empezó a reír. Su risa fue en aumento hasta que era una carcajada continua, y si bien a Fabián le causó mucha gracia y la acompañó, su hermano la miraba como si estuviera desquiciada.

En la escuela le seguía yendo bien. Solo le quedaba transitar la última semana de clases y unos cuantos actos en conmemoración del egreso y una cena patética con gente a la que no quería ver nunca más, a excepción de unos cuantos pocos.

Esteban Galleano no era uno de ellos. Eso quedó muy claro el último día. Sus padres nunca se hubieran esperado que ese viernes el establecimiento los llamara para informarles que Luna le había pegado una trompada durante la hora de matemáticas. No podía ser.

Pero cuando llegaron a la oficina del director, ahí estaba ella, sentada con las piernas cruzadas, jugando con el ruedo de su pollera, y a su lado se ubicaba Esteban, con un par de cubos de hielo envueltos en un repasador contra una esquina de su boca.

Según contó la profesora, Luna se había levantado para tirar un bollo de papel, y cuando volvía a su asiento, tuvo un intercambio de palabras con su compañero, y de un momento a otro, levantó su puño y lanzó un fuerte golpe que hizo que Esteban empezara a sangrar.

Coronados de gloria |El Ángel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora