XXVII. Príncipe de luces y sombras

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En el imperecedero cortejo que Carlitos mantenía con la fechoría, la experiencia le había enseñado, entre tantos otros atajos ya anexionados a su mente analítica, la importancia de buscar debajo de los colchones. A las fundas de las almohadas también valía la pena revisarlas, aunque la mayoría de las veces pudiesen llegar a decepcionar.

La subida por las escaleras le había dado bastante sed. Le bastó nada más un trago a la botella de crudo e incoloro whisky de maíz que descansaba sobre la mesa de luz para aplacar la molestia en su garganta. Al dejarla de nuevo en su lugar avistó un reloj pulsera de oro, pero lo descartó porque ya tenía uno muy parecido prendido a su muñeca, y unos cuantos más corriendo al unísono dentro de una caja que guardaba en su cuarto.

Se topó con la abundante cantidad de billetes luego de levantar la estructura rellena de algodón y resortes, y su mano acaparó lo más que pudo. Algunos se escabulleron del agarre ambicioso de sus dedos; otros fueron cayendo uno por uno desde los poblados bolsillos de su pantalón mientras abandonaba aquellas cuatro paredes, atestiguantes mudas de su presencia, pero no le dio importancia. El monto era lo de menos.

La caída desde la ventana fue más corta de lo que había calculado. Aterrizó sobre el césped sin perder el equilibrio, con la confianza y habilidad con la que se realiza algo que ya se ha hecho costumbre.

Afuera no volaba ni una mosca. El sol en esas horas de siesta reblandecía el asfalto de las calles, pero pareció aminorar el poderío de sus rayos cuando él alzó la mirada, y entonces se convirtió en una especie de reverencia, una caricia para su rostro, un baño revitalizante para su cabellera dorada.

Debido a su pequeña contextura física, no le costó meterse entre los dos barrotes torcidos de la reja que daba a la calle. La abertura fue lo suficientemente amplia para que saliese y retomase su caminar parsimonioso por el barrio como un transeúnte más.

Ahora se paseaba con años de ahorro a cuestas y la estampita de un santo que encontró en la cocina, porque si bien todo jugaba a su favor y lograba obrar su propia fortuna sin imploraciones de por medio, consideró que no vendría mal tener a alguien de su lado.








Luna se encontraba padeciendo las secuelas de un sentimiento muy contradictorio: el día se le había pasado muy rápido, sin acontecimientos notables, pero estaba agonizando del cansancio. La gente reía y bailaba a su alrededor, mientras ella revolvía el contenido de su vaso, distraída y sin ganas de hablar o de que le hablen. Su cuerpo parecía haber corrido una maratón, pero en realidad era su cabeza, comandante de todo movimiento y accionar, la que estaba extenuada.

Se había acostado casi a las 4 de la mañana, y su descanso duró hasta poco antes del almuerzo. Después de comer, se preparó para ir a trabajar. Ahora que uno de sus compañeros se había ofrecido a pasarla a buscar todos los días, se había librado de esos viajes incómodos con Ceferino y su novia Elena, empapelados por un silencio asfixiante que acallaba palabras de resentimiento que seguramente los tres querían exteriorizar.

—Me voy, ma—anunció desganada mientras se dirigía hacia la puerta, acomodándose la camisa dentro de la pollera.

El auto que la esperaba afuera había tocado la bocina tres veces ya.

Desde la sala de estar, se alzó una voz delicada. —¡Primero vení a saludar que hay visitas!

Apareció en la habitación con una sonrisa mecánica, porque unos segundos de cortesía la iban a salvar de habladurías sobre lo maleducada que había sido. Una mínima acción discordante con los preceptos sociales era más que suficiente para ser crucificada. 

Fue la experiencia, también, la que le había enseñado eso.

Su madre era una persona muy sociable. Siempre lo había sido. Era servicial, nunca se quedaba sin tema de conversación, y se involucraba en todos los pasatiempos que podía. La anfitriona perfecta. Luna admiraba esa faceta suya, la cual desafortunadamente no había heredado. Estar en compañía de gente durante mucho tiempo la agotaba.

Coronados de gloria |El Ángel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora