XV. En la oscuridad no existe el bien y el mal

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Luna oyó una especie de zumbido suave y monótono desde un lugar remoto y aislado en el fondo de su consciencia. Era la única parte de su ser que no estaba siendo bombardeada por los fuegos artificiales que trastornaban su sentir, causados por la forma abrumadora en la que Carlitos profundizaba el beso y tomaba control sobre ella, y era también, afortunadamente, la parte más sensata, la que la obligó a empujarlo y separarse de él tan bruscamente como había empezado todo.

Cuando se levantó, la lucidez se le fue despertando después de un letargo profundo, hasta que quedó horrorizada, como se suponía que debía estarlo.

—¿Qué fue ese ruido?—su susurro fue casi inaudible. Estaba quieta y respiraba en silencio. Nunca en su vida había experimentado tal estupefacción. Cualquier movimiento o sonido de su parte eran en aquel momento sinónimos de una condena segura.

Él continuaba recostado sobre el sillón, cabeza ladeada, pelo despeinado y labios más hinchados de lo normal. Un delicado rubor entintaba sus mejillas. Cualquiera que lo viese así sabría lo que había estado haciendo.

Ambos habían ido demasiado lejos, en más de una acepción de la expresión.

Pese a eso, el orden pulcro de las facciones de Carlitos no cambió. Miró hacia un costado con una determinación que acreditaba que su percepción ya estaba muy bien entrenada para detectar cualquier tipo de factor que significara un riesgo para lo que se proponía hacer, y se paró para dirigirse a un extremo de la habitación mientras ella se alisaba el vestido con manos temblorosas y buscaba en el piso la dignidad que había dejado caer. No quería mirar a su alrededor. No quería percatarse de dónde estaba, por más que ya fuera muy tarde para borrarlo de sus recuerdos.

—¿Es cierto que tienen memoria a corto plazo?—preguntó él mientras observaba una pecera de vidrio donde había un pez de color blanco con una mancha roja en la cabeza que ocasionalmente respiraba por encima del borde del agua en busca de comida. Eso era lo que Luna había escuchado. Tal era el silencio que habitaba aquel lugar que hasta los sonidos más insignificantes retumbaban como un trueno. Pero poco parecía importarle a él que su voz hiciera eco en todas y cada una de las paredes que los rodeaban. Era estremecedor escuchar lo cómodo que sonaba.

—No sé. Eso dicen—acotó ella sin entender a qué quería llegar.

Con la punta del dedo, golpeó suavemente el vidrio para después alejarse, abstraído.—Para vos, ¿qué sería peor? ¿Aprender a vivir con la soledad con los años, o experimentarla por primera vez cada treinta segundos?

Ella se le quedó mirando, dudando entre tirarle algo por la cabeza o ignorarlo. Se decidió por lo segundo; a lo primero lo iba a hacer en cuenta salieran de ahí. —¿Nos podemos ir?—se frotó los brazos con las manos en un intento de recuperar el riego sanguíneo.

—Pero si recién llegamos—protestó, explorando los estantes alhajados con innumerables reliquias y adornos. Los sostenía, los recorría con la mirada, y después los volvía a colocar en su lugar -hasta se esforzaba en dejarlos en la misma posición.

La tranquilidad, lejos de producir su efecto esperado, la exasperaba cada vez más.—¿Qué pensás hacer, Carlitos?—exclamó demandante, queriendo que ejecute sus planes de una vez por todas, sabiendo perfectamente que hasta no hacerlo, no se iría -y ella tampoco.

Pero nada la hubiera preparado para lo que pasó después.

Vio como algo se le amontonaba en el pecho, y con un movimiento rápido del brazo tiró al suelo un estante entero de platos de colección antiguos. El impacto fue estrepitoso. Las astillas de vidrio saltaron por todas partes y todo terminó haciéndose añicos.

Un escalofrío casi doloroso la recorrió a Luna de arriba a abajo, y sin darse cuenta, empezó a retroceder. Hacia dónde, no sabía. Su cuerpo estaba acribillado por el aturdimiento, pero su cerebro le seguía mandando órdenes para que se fuera ininterrumpidamente.

Coronados de gloria |El Ángel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora