Luna tendió una mano y la hizo descender con delicadeza hacia la espalda cubierta por un cuero negro de textura áspera que ninguna similitud compartía con la piel suave como leche recién desnatada que resguardaba.
No era una roce cariñoso; era una manera de querer recuperar la atención que le había sido negada sin razón aparente desde que había ingresado en aquel bar de luces color puesta de sol y música en otro idioma, siguiendo a la única figura que le era familiar en un radio de varios kilómetros y tratando de no estorbar a las demás, con preguntas de dónde y para qué atascadas en el terreno de la duda interminable. Había ido acompañada y por invitación expresa, pero no parecía.
—Carlos—llamó desde su asiento, mientras que en la barra donde tenía apoyados ambos codos aparecía la botella de líquido rubí que había pedido. Ni su voz ni sus movimientos recibieron respuesta, lo cual instaló en sus facciones un mohín de enojo que sugería que había perdido la paciencia. Su mano tomó el hombro que la enfrentaba y tiró de él insistentemente. —Carlos—elevó el volumen de su reclamo. El rostro que hasta ahora se había visto obligada a admirar de perfil finalmente se volvió hacia ella, aunque solo a medias. Casi flaqueó frente a ese esplendor, esa belleza que causaba suspiros deleitados a donde quiera que fuera, pero no se lo permitió. —¿Pensás darme bola en algún momento?—preguntó con indignación.
Carlitos no pestañeó siquiera, contorneado por una aureola de enredaderas rojizas que colgaban del techo y resaltaban la presencia de la nada misma que había en su expresión. —Después.
—¿Cómo que después? ¿Para qué me trajiste si me vas a tener de adorno?—exclamó, mientras él se sacaba la campera para dejarla sobre la barra con una lentitud que parecía adrede, y después, sin responderle, retomó la tarea de controlar el movimiento de una esquina del establecimiento. Ella entendía que no estaban ahí para sumirse en distracciones, pero si él no iba a contarle a qué habían ido, lo mínimo que podría haber hecho era advertirle que iba a ser así de aburrido. Agarró la botella y de un salto se bajó de la banqueta. —Voy a recorrer el lugar.
—Bueno—dijo él, ignorando su frialdad.
Comenzó a alejarse en la mitad de una melodía cuya alegría era proporcionalmente directa a su mal humor, por lo que no tenía problemas en codearse con cualquiera que obstruyera su caminar.
Sin que lo notara, Carlitos se giró desde donde estaba y mientras se ocupaba con su whisky comenzó a seguirle el rastro atentamente como un halcón oteando el panorama desde la cornisa de un edificio, hasta que Ramón le bloqueó la vista y la perdió.Llegó arremangándose la camisa negra hasta los codos, con el ánimo por los suelos, haciendo demandas y comentarios con carga despectiva mientras señalaba un lugar específico con la cabeza. Estuvo a punto de preguntar a quién le pertenecía la campera que colgaba de la banqueta vacía, pero el perfume que despedía le brindó las pistas necesarias, y la ira no tardó en acomodarse entre sus cejas nuevamente como si fuera ya una inquilina habitué.—Se tenía que quedar en el auto—recriminó.
Carlitos elevó los hombros. —No quiso.
—Pero no puede estar acá.
Inclinó la cabeza y lo miró, serio y ya un poco cetrino.—¿Y quién soy yo para decirle lo que tiene que hacer?
El morocho pareció rendirse ante aquella respuesta. —Igual ésto va a ser un trámite rápido. Media horita y estamos.
—¿Vos decís?
—Olvidate.
Repasaron información relevante, compartieron algunos chistes que no lo eran, y luego Ramón siguió el camino que Carlitos había realizado momentos antes.
Iba apurado, y su actitud podía atribuirse al hecho de que quería terminar con el asunto lo más rápido posible. La urgencia lo había estado estresando bastante, volviéndolo un poco menos tolerante que de costumbre. Pero a diferencia de él y de su padre, Carlitos no entendía el porqué de tanto espamento porque no pensaba las cosas en términos de consecuencias, y eso, poco a poco, comenzaba a abrir una brecha entre ellos.
Después de pasearse de un lado a otro sin rumbo fijo por tres canciones seguidas, Luna se detuvo frente a una mesa ocupada por un caballero de traje que fumaba en silencio. Echó la cabeza hacia atrás, bebió de golpe hasta vaciar la botella y le preguntó si podía dejarla ahí. No hubo objeción de su parte; le regaló una sonrisa blanca y amplia con connotaciones que ella prefirió ignorar dándole la espalda, antes de que pudiera siquiera comenzar a guionizar en su cabeza alguna galantería cliché.
Una oleada fresca y desestabilizante la cacheteó en la cara y la hizo detenerse de golpe. Se abría paso entre los huecos que dejaban los cuerpos danzantes y sudorosos al separarse y se colaba en el interior de su vestido negro, erizándole la piel, y ahora sentía que el piso no tenía estabilidad. Ramón tenía razón: "¿Para qué tomás si después no te la bancás?"
Estaba mareada y sus ojos perdidos, pero a la sensatez todavía la tenía. Rechazó el brazo que le quiso rodear la cintura unas cinco veces, y en cada una de ellas su impotente furia fue aumentando un poco más sin que ella pudiera hacer nada para detenerla. Ya era tarde. Había roto el candado de la jaula donde tenía a esa fiera atrapada después de la tercer bebida, y luego de sacudir las rejas de su cordura a su antojo por unos segundos, se liberó por sí sola súbitamente con un gruñido sordo y le trepó por las manos, como si ahora le pertenecieran, junto con el resto de su cuerpo. Se dio vuelta, lúgubre como una tumba, y empujó al hombre contra la mesa, para luego romper la botella contra el borde y empuñar el extremo roto contra el rostro que la observaba estupefacto. No sintió dolor ni remordimiento. —Me tocás de nuevo y te corto la yugular—susurró, y hasta su voz parecía no ser la suya.
A unos cuantos metros de distancia, Carlitos y Ramón permanecían ajenos a la conmoción, porque, sin siquiera haberlo buscado -lo cual era de extrañarse- estaban a punto de participar en otra.
El rostro de Ramón se endureció colérico al punto que parecía que iba a agrietarse, y la tensión potente que se introdujo en su pecho hizo que sus ojos parecieran mucho más oscuros. —¿Qué mierda dijiste?—se acercó tranquilo pero amenazante al hombre de camisa estampada y bigotes pronunciados que le había hablado desde el otro lado de la barra. Carlitos aguardó en silencio, mirando entre los dos, a la espera de lo inevitable.
—Que si son maricones...—pero Ramón no lo dejó terminar, y sin más preámbulos estrelló una botella contra su cabeza.
La rompió: a la botella, a la cabeza. El cristal se desperdigó por todos lados.
Al impacto ensordecedor le siguió un chillido de júbilo de Carlitos, tan fuerte como inesperado, y mientras se movía eufórico sus labios se plegaron en una sonrisa pronta a desplegarse en carcajadas.
El empleado que venía llevando a Luna del brazo fue quien corrió hacia ellos y quiso intervenir para separarlos, pero Ramón no había quedado satisfecho y era una misión casi imposible tratar de evitar que se trepase por el muro de madera que lo separaba de su objetivo.
Ella se quedó quieta en su lugar, obediente, pretendiendo estar recuperada ya de los efectos colaterales del alcohol, pero cuando se percató de lo que estaba sucediendo vio su propia furia inmensurable proyectarse en los puños de Ramón, y una plácida sensación se albergó en su interior.
Divisó a Carlitos a un costado tomando un trago de su vaso ya casi vacío para después quedarse observando todo con una sonrisa como si fuera el espectador de una fascinante riña de gallos, y en su intangibilidad emocional se entregó a la desmoralización más absoluta como una marioneta a un titiritero, y también sonrió.
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Coronados de gloria |El Ángel|
FanficHay fuego en su mirada y un poco de insatisfacción por esa mujer que siempre quiso y nunca pudo amar. Jamás, jamás. Luna era una nena bien hasta que Carlos la sedujo hacia el mal.