XXVI. Se marchita la flor

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La vio sentada en un banco verde áspero y astillado bajo un árbol, sola, en una zona casi completamente a oscuras. El ligero susurro de la brisa había agitado unas ramas y un poco de luz nocturna logró colarse entre ellas, aterrizando en aquellos hermosos rasgos que ahora se veían deformados por una mueca vacía apuntada hacia todo, y a la vez, hacia nada en especial.

Fue así como consiguió verla. Por un guiño de los cuerpos celestes. Por un giro inesperado en su fortuna. Porque quizás estaba escrito que así debía ser.

Tal y como había sucedido la primera vez que la vio.

La diferencia era que ahora la había ido a buscar. Las luces de su cuarto estaban apagadas cuando pasó por su casa, y le pareció raro porque ella acostumbraba a acostarse bastante tarde. Después de indagar un poco, supo que el grupo de Guillermo venía muy seguido a esta plaza, así que se dirigió hasta allá en su moto, sin importarle la cantidad de cuadras que había tenido que recorrer.

Su determinación afloró con simultaneidad, pero fue cauteloso al acercarse. El grupo que se encontraba bajo un poste de luz tomando y riéndose de cualquier pavada, como era habitual, lo reconoció rápidamente debido a la forma en la que su cabello brillaba bajo aquella luz ambarina con una claridad mesmerizante. Gritaron su nombre a la distancia, ebrios y melosos, y él les devolvió el saludo con una sonrisa que escaseaba de la misma calidez, pero que era tan encantadora como siempre.

Luna se percató de su presencia pero siguió con la vista hacia al frente, sin salirse de esa postura hierática que la asemejaba a una sirena que ya no encontraba placer en sumergirse en el océano. Cuando él se sentó a su lado, tampoco aparecieron aquellos movimientos nerviosos de sus manos o aquella sonrisa que siempre intentaba reprimir mordiéndose el labio para no obviar demasiado cuánto le emocionaba verlo. Si él estaba ahí o no, le daba igual.

Lo primero que notó al atisbar su rostro por el rabillo del ojo fue su pómulo hinchado y amoratado, el cual parecía palpitar con una ligera punzada en todo momento, y al bajar hasta su cuello notó dos arañazos al rojo vivo atravesándole la piel. No se equivocaba al asumir que debajo del saco que vestía había más heridas por descubrir.

—Se te deshinchó bastante—fue medido y preciso con la dulzura que utilizó al hablar—Anoche parecía que te había picado un panal de abejas entero—ella dejó salir un corto y tosco suspiro, como si una mosca molesta le estuviera revoloteando cerca, y se limitió a acomodarse un rebelde mechón de pelo sobre el hombro. El destello anaranjado se posó sobre la violencia que había dejado su marca sobre ella, y Carlitos juntó las cejas con curiosidad.—Ahora que miro bien, sigue igual.

Una risa irónica pareció querer escapársele, pero se mantuvo tiesa como un tronco.—Uy, gracias. Me re levantaste el autoestima con eso.

Su tono era ecuánime y moderado, opuesto a lo que era en la normalidad, y sonaba mucho más extraño al considerar el hecho de que estaba en compañía de alguien capaz de desestabilizarlo sin muchos esfuerzos.

—¿Qué les dijiste a tus viejos?—inquirió él, sosteniéndose firmemente a la posibilidad de seguir la conversación.

—Que me caí.

—¿Y te creyeron?

Una esquina de su boca, la que no estaba golpeada, se curvó ligeramente.—A mí me creen todo.

—Aprovechá—sonrió también. El aire que los rodeaba coreó vivazmente, haciendo que unas cuantas hojas secas se eleven desde el suelo, ansiosas por danzar aquel canto. Carlitos se llevó las manos a los bolsillos, porque se estaba poniendo fresco, y, estirando las piernas, cruzó un pie sobre el otro. Luna siguió en la misma posición. El pelo le había vuelto a cubrir la cara y no parecía importarle. Después de un segundo de duda, él acercó sus dedos para acomodarlo, pero apenas hizo contacto, ella tembló de un salto y se giró hacia él como si algo grotesco le hubiera explotado por dentro. Desistió de sus acciones e inclinó la cabeza. —¿Te duele?

Parpadeó lentamente, sumida en la selva de lo que sea que estaba pensando al observarlo con tanta intensidad.—¿Qué cosa?—preguntó, perdida, porque a veces las heridas son tantas que ya ni se sienten. Él bajó la mirada. Su inhabilidad de saber cómo actuar, o la distancia que había entre ellos a pesar de estar tan cerca, o ambos factores unidos, lo habían puesto pensativo, por no decir frustrado. Comenzó a tirar con los dedos de unas astillas del viejo banco, cuando ella señaló su mano. —¿Qué te pasó ahí?

La tierra de su esperanza fue regada por el interés que pareció mostrar, y lo animó un poco.—¿Esto?—levantó la fresca línea dispareja y rojiza que tenía en la palma, carcajeando levemente.—Me quise trepar a una valla pero como no tomé mucho envión, llegué hasta la mitad nomás y me corté con el alambre.

Ella asintió y dijo, carente de emociones:—Qué pelotudo que sos, Carlitos.

No se lo discutió.

—El otro día pasé por el lago—cambió de tema para distender el ambiente. Sus intentos ya habían quedado completamente expuestos, pero no le importaba quedar como el último eslabón en la cadena de la dignidad.

—¿Ah, sí?—replicó ella, devolviendo su mirada a la gente con la que había venido.

—'Tan construyendo una casa.

—Ajá.

—De dos pisos.

—Mirá vos.

—Para mí va a quedar muy cerca del agua. Ya los quiero ver cuando se desborde.

—Ja.

La falta de reacción de ella sugería una invencible insensibilidad frente a cualquier posible sorpresa, o cualquier cosa que él dijese o hiciese.   

—Mañana como es domingo seguro no va a haber nadie. ¿Querés que vayamos?

Fue la primera vez en toda la noche que la vio sonreír con ganas, y no pudo evitar sentir que algo en él había resucitado.

—Gracias por la invitación—le dijo, volteándose para hablarle cara a cara—Pero antes preferiría arrancarme las uñas con unas tenazas.

Aquello lo volvió un tanto perplejo, y cuando quiso intentar convencerla con sus maneras almibaradas que no conocían el fracaso, ella se levantó y se fue, dejándolo con la palabra en la boca.

Decidió volver hasta su moto, y desde ahí podía verla conversando alegremente con los demás, con su atrayente ánimo usual. No podía decir con exactitud cuánto tiempo se quedó ahí. Media hora. Quizás una. No importaba.

Cuando vio al grupo caminando hacia donde estaba, estiró el cuello para buscarla. Venía del brazo de Dolores, y cuando la rubia lo vio, le susurró a su amiga en el oído, provocando que finalmente le correspondiera la mirada. —¿Qué hacés acá todavía?—dijo extrañada.

—Te estaba esperando—se encogió de hombros.

Arqueó una ceja. Había cierto deje de burla en la compostura inquebrantable de sus facciones.—No esperes más, entonces—contestó, tajante.  

Así sin más, se subió a un auto, acompañada por Guillermo y su séquito, y el vehículo pronto se marchó, bramando.

Carlitos se quedó mirando a la calle como si estuviera gobernado por un hechizo que no podía revertir.

El enojo que ella sintiese lo podía manejar, pero darle igual era otra cosa.  Todo el repertorio de indiferencia que había practicado para eludirlo hizo que algo ácido y nocivo se le esparciera por el pecho.

Era una sensación tan rara como nueva, y estaba dispuesto a todo con tal de no experimentarla nunca más.

Coronados de gloria |El Ángel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora