I. La curiosidad mató al gato

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Buenos Aires, 1971.

La primera vez que lo vio fue puramente por casualidad. No había nada de especial en aquella mañana que indicase que era distinta a las otras, aunque sí podía admitir que hubo una serie de circunstancias imprevisibles que la obligaron a realizar el último tramo hacia su escuela a pie, recorrido que usualmente observaba cómodamente desde la ventana del auto de su hermano, quien en ese momento se encontraba a cinco cuadras lamentando no haber cargado una rueda de repuesto en el baúl.

Su distracción al caminar tampoco era habitual -ni prudente-, pero ese día tenía un examen para el que no había estudiado mucho, y estaba más preocupada por aprenderse la cronología de la Revolución de Mayo que por lo que podría llegar a pisar en la vereda. Hasta se había armado unas tarjetitas de cartulina amarilla con todas las fechas importantes, y las iba leyendo para luego repetirlas en su cabeza una y mil veces. La pollera del uniforme le rozaba la piel de las rodillas constantemente debido a su paso apurado, y la mochila en sus hombros ya le comenzaba a pesar.

Estaba tan ensimismada que no percibió en lo absoluto el rugir de la moto que comenzó a acercarse, ni tampoco escuchó la bocina que quería llamar su atención. Le siguió un silbido suave pero lo suficientemente fuerte para lograr que finalmente se diera vuelta, y lo que chocó contra su mirada casi le hizo olvidarse de todo lo que había estudiado.

El chico la hipnotizó a primera vista.

La agudeza de los ojos café que la observaban atentamente eran imposible de evadir. Los rodeaba un rostro libre de imperfecciones, piel visiblemente suave y tersa con lunares dispersos. Caía sobre su frente una catarata de rulos color sol de atardecer que se entrelazaban con los dedos transparentes de la brisa que corría ligeramente. Tenía la nariz recta con una caída en la punta que era casi imperceptible, y unos labios carnosos como dos pétalos. El motor ronroneaba entre sus piernas largas y delgadas, y sobre el acelerador se posaba su mano venosa, mientras que la otra sostenía una tarjetita que ella todavía no se había aprendido.

—Se te cayó—le dijo, con una soltura que podía significar una de dos cosas: o no había notado que ella se estaba ruborizando a más no poder, o sí se había dado cuenta y se hacía el desentendido para ahorrarle la vergüenza.

—Gracias—alcanzó a musitar, odiando la debilidad en su voz, mientras tendía la mano para agarrar la tarjetita.

Antes de que pudiera percatarse de la electricidad que sintió cuando sus dedos casi se tocaron en el intercambio, el extraño arrancó el vehículo.

No sabía muy bien por qué se le quedó mirando hasta que desapareció en la esquina, y tampoco tuvo mucho tiempo para analizarlo, porque estaba llegando tarde y todavía le quedaban cosas por estudiar.

La segunda vez fue afuera del colegio de su primo. Ella estaba en el asiento trasero del auto de su hermano, leyendo un libro que hasta ahora le parecía demasiado embolante. Levantó la vista y ahí fue cuando lo vio, apoyado sobre las rejas de fierro, prendiendo un cigarrillo, con la mirada gacha, absorto en sus pensamientos. Lo que le llamaba tanto la atención era una mezcla justa entre su apariencia y su porte. Lucía como alguien lo suficientemente joven como para tener las mismas preocupaciones que tenía ella, pero aun así parecía no tenerlas -por elección propia.

No se atrevió en ese entonces a adjudicarlo a una obra del azar o del destino, porque el mundo es un pañuelo, y Buenos Aires mucho más. Sin embargo, no pudo evitar pensar que si el libro hubiera sido interesante, ella no habría mirado en la dirección donde él estaba y no lo habría visto. El muchacho habría pasado a ser un recuerdo distante, pero ahora seguía latente en su mente, porque ya sabía donde encontrarlo -aunque no estaba dispuesta a hacer nada al respecto.

La tercera vez fue en el mismo lugar, pero no había sido planeada. Su primo estaba tardando mucho en salir del establecimiento, y su hermano se impacientó y la mandó a que lo fuera a buscar. Por unos segundos la inquietó la idea de que el chico la pudiera llegar a ver, pero después se regañó a sí misma por creer que se iba a acordar de ella. Estaba segura de que iba a pasar desapercibida.

Esperó al lado de las puertas con pesar, tratando de distinguir el pelo oscuro de su primo mientras los demás continuaban saliendo a borbotones, pero fue una cabellera rubia la que se paró frente a ella. Cuando ella al fin le devolvió la mirada al muchacho, el corazón le empezó a latir como un tambor.

—¿Cómo te fue?— le preguntó él, con las manos dentro de sus bolsillos.

—¿Eh?— ella frunció el ceño, sin saber qué decir.

—En historia—le dijo, con un tono cómplice.

Casi se quedó sin aire. Primero porque al parecer sí se acordaba de ella -con más detalles de lo que esperaba- y segundo, porque alrededor de su ojo izquierdo ahora había una nube morada. Trató de hacerle caso omiso a ambos factores para no quedar como una estúpida de nuevo.

—Ah— se rió, casi obligándose a adquirir un poco más de confianza. -Me dicen la nota la semana que viene, pero creo que mal-

Sus labios se curvaron en una espontánea sonrisa que tenía un fulgor traicionero muy peculiar. —Y bue...—se encogió de hombros.

Todo lo que el chico hacía la fascinaba, como si estuviera frente a una de las siete maravillas del mundo. —Me llamo Luna— se le escapó, porque no quería que la conversación se termine, y quería que él tuviera otro recuerdo de ella.

Él le sonrió de nuevo y asintió con la cabeza, pensativo. —Carlos.

Antes de que a Luna se le pudiera ocurrir qué decir, el brazo de su primo le rodeó los hombros. -¿Todo bien, Lu?- le dijo mientras la alejaba de las puertas. No le dio tiempo de voltear la mirada para despedirse de Carlos, pero cuando se subió al auto, se percató de que él la observaba desde las rejas mientras despedía el humo del cigarrillo por la boca. Su postura era atrapante y a la vez intimidante, tanto que a Luna le comenzaron a alarmar todos los signos que señalaban a su obvia reputación, pero al mismo tiempo, le despertaban más curiosidad.

—Y Rulo para quién juega?— preguntó su hermano.

Su primo rodó los ojos. —Pura cáscara ese. Bien merecida tiene esa trompada.

Ambos lo rebajaron con la mirada y su hermano soltó el embrague para que el auto comenzara a hacerse camino entre los demás.

Luna no se animó a darse vuelta, pero, desde esa vez, solo busca ver a Carlos de nuevo.

Y él también. Porque, por alguna razón, siempre le atrajo lo prohibido.

Coronados de gloria |El Ángel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora