XX. Clavel con espinas

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Las directrices y normas, componentes intrínsecos de toda vida regida por la moralidad, nunca habían sido compatibles con la psiquis de Carlitos o con su propensión para hacer lo que le daba la gana, así que no las seguía.

Lo veía como una diferencia entre los preceptos de los demás y los que él mismo había forjado con el paso de los años.

Mandarlo a hacer algo no siempre daba los frutos esperados, porque el simple hecho de sentirse contrariado era motivo suficiente para que él hiciera exactamente lo opuesto.

Si le decían que no se moviera de donde estaba, se ponía inquieto; y si lo encerraban, ya sea en lugares físicos o a través de palabras pronunciadas desde la advertencia, continuamente encontraba la forma de escapar.

Desobedecía las reglas no por dañino, sino porque formaba parte de su naturaleza.

¿Por qué debería acatar órdenes que ni siquiera podía comprender?

Luna le había dicho que en esa casa pequeña y con años de historia no se podía fumar, y lo primero que hizo cuando la vio desaparecer detrás de una puerta corrediza de vidrio que daba a un enlosado jardín fue prenderse un cigarrillo.

Su idiosincrasia le traía muchos problemas. 

En su casa y en todas las demás. 

Con los suyos y con todos los demás.

Pero no era ningún tonto: era consciente de que lo que para él estaba bien podía no llegar a estarlo para el resto, y por eso era muy habilidoso para salvar su propio pellejo.

Se deshizo del olor a tabaco abriendo una ventana, pero desafortunadamente no llegó a guardar el cuaderno que había tomado de la mochila entreabierta que hasta hacía unos instantes había colgado de los hombros de Luna -tampoco alcanzó a leerlo.

—¿Qué hacés?—demandó ella, para nada contenta con lo que veía.

Todo sentimiento de sorpresa por haber sido atrapado con las manos en la masa le duró menos que hielo en el desierto. Dejó el objeto en su lugar, y después volvió al suyo, a medio metro de distancia en el sillón. Meticuloso y detallista al elegir el grado de inocencia que figuraría en su expresión, por fin le devolvió la mirada.—¿Qué dice?

Con sus facciones endurecidas y fastidiadas como las de una desasosegante estatua de piedra, ella se acercó, tomó la mochila y la cerró del todo. Últimamente se la veía siempre en compañía de esas hojas misteriosas y un lápiz que utilizaba para escribirles encima.—Vos tenés tu secretos, yo tengo los míos—le dijo con tono definitivo.

Carlitos hizo una mueca muy desagradable mientras ella salía al exterior de la casa. De frustración, pero también de entusiasmo por desafiar a la autoridad una vez más. 

Si ella no quería que supiese esos secretos, con más razón iba a tratar de descubrirlos. 

Afuera los esperaba una exhuberante pradera de hierba y arriates de flores de vibrantes colores. Mientras avanzaban, llegaban a su narices decenas de fragancias distintas. Habitaba en aquel oasis la frescura más dulce, los aromas más sabrosos y el silencio más grato. Una mujer de cabellos canosos y rostro suave repleto de arrugas tarareaba un tango mientras regaba las plantas, y en cuanto vio al par, los recibió con una sonrisa de oreja a oreja.

—Abuela, este es Carlitos—anunció Luna, haciendo que la calidez de sus ojos se triplique e ilumine sus facciones más que los rayos del sol que caían sobre ellas.

—Hola, querido—lo besó en la mejilla, gesto que Carlitos correspondió.—Un placer conocerte. Lunita me habló muchísimo sobre vos—a él sobre ella no, pero se contuvo de decirlo.—Qué porte tenés—rió, palmeándole los hombros, para después hacerle un comentario a Luna que ella creía que era en voz baja.—Mucho mejor que el último que trajiste. ¿Cómo se llamaba ese muchachito?

Coronados de gloria |El Ángel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora