X. Metamorfosis

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La mano oscura de la noche se había deshecho de todos los vestigios de luz con un simple chasquido de dedos. En aquella calle solitaria ya no quedaban rastros de la vida diurna; sólo podía escucharse el canto de unos cuantos grillos, el sonido del foco titilante de un poste de luz que estaba a punto de apagarse, el pasar sereno de un auto blanco, y la voz entusiasta del joven que lo ocupaba.

—Frená acá.

Detrás del volante, Luna se veía un tanto distraída. —¿Para qué?

—Frená—persistió Carlos, alzando un poco la voz.

Bajó la velocidad y finalmente se detuvo frente a un pequeño edificio ubicado al lado de un terreno baldío. Su estado se aproximaba a lo nefasto. Pero Carlos lo observaba cual depredador saboreando una futura presa: ceño fruncido en concentración, ojos analizando intensamente, boca entreabierta y manos inquietas.

—¿Qué vas a hacer?—preguntó, ajena a lo obvio.

Él se sacó el cinturón de seguridad y se volteó a verla. —Está regalada esa disquería—dijo bajito, sonriéndole a medias.

—¿Qué?—ella se tensó en el acto, fallando en su propósito de ocultar su sobresalto.

—Esperame acá—abrió la puerta e intentó salir, pero Luna lo detuvo con un agarre sólido en la campera.

—Carlos—susurró con tono de advertencia.

Él pestañeó, inconmovible. —Es un segundo. Voy y vengo—se soltó y comenzó a cruzar la calle de lo más tranquilo con las manos en los bolsillos.

—¡Carlos!—lo llamó ella, pero no hubo caso.

Sabía lo que significaba. Lo postergado, lo ignorado, lo oculto y lo que todavía no tenía nombre estaba por cobrar vida frente a sus ojos. Ahora descubriría lo que ya sabía -lo que deseaba que no fuera verdad pero aceptaba de todos modos. Sí: aceptarlo era fácil; presenciarlo y estar de acuerdo era otra cosa.

No podía decir que estaba preparada mentalmente para el momento. Iba a llegar, de eso estaba segura, pero se lo había imaginado como una situación planeada más cautelosamente, con días de anticipación. La espontaneidad y la facilidad de decisión la hizo temblar como una hoja seca en invierno.

Con un soplido nervioso, descansó la cabeza sobre el volante. Después se obligó a recomponerse para asegurarse de que hubiera otro testigo, se miró por el espejo retrovisor y se acomodó la hebilla que sostenía su largo flequillo. Cuando quiso volver la vista hacia Carlos, él ya había desaparecido. Segundos después escuchó un vidrio romperse y los latidos de su corazón hicieron una pausa tan larga que pudo pensar en muchas cosas: en los vecinos, en las consecuencias, en el dueño del lugar, en la seguridad de Carlos, en la suya, y antes que pudiera concluir que el hecho la horrorizaba, vio al dueño de sus pensamientos acercarse nuevamente, esta vez con el paso más apresurado, pero en ningún momento le pareció ni asustadizo ni apesadumbrado.

—Listo—soltó él, volviendo a su asiento con una cantidad impresionante de discos en su regazo. Su respiración apenas se había agitado. 

Luna sacudió la cabeza para despabilarse y recordar que tenían que salir de ahí cuanto antes, aunque a él no parecía alarmarle el tiempo que tardó en volver a arrancar; parecía más interesado en explorar la mercancía.

Con el pasar de las cuadras, a ella le dejaron de doler los brazos y el cuello, y una adrenalina feroz giró en su vientre como una ráfaga arrebatadora. Quería gritar, saltar, correr hasta quedarse sin respiración. ¿Cómo podía él estar tan tranquilo? ¿Cuántas veces lo había hecho para tener la confianza de saber lo que hacía como un experto?

Coronados de gloria |El Ángel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora