XVII. El juego de la botella

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Las celebraciones que tenían a Dolores como protagonista y que habían durado casi una semana entera se iban a dar por finalizadas con una fiesta que Guille había organizado en el bar. La única detrás de la barra esa noche era Catalina, y Luna pasó a convertirse en una cliente más. 

¿Brindó por el hecho de que no se la iba a tener que cruzar o aguantar su voz de cacatúa gangosa acotando boludeces? No lo iba a negar.

Además de amigos y familiares agrupados en pequeños círculos, ya sea bailando o manteniendo animadas conversaciones, entre los invitados se encontraban Carlitos y Ramón, pero nadie se había molestado en avisarle a Luna acerca de la decisión, y terminó enterándose de su presencia en el momento más inoportuno.

Un muchacho alto y de figura atlética la alzó en un abrazo efusivo y comenzó a darle vueltas por el aire sin esforzarse demasiado, como si fuera más liviana que una pluma, y ella se sostuvo fuertemente de sus hombros, riendo a carcajadas. No tardó mucho en marearse y verlo todo borroso y multiplicarse como una prisma, pero entre la aglomeración de gente, luces y copas chocando entre sí pudo localizar instantáneamente el rostro de Carlitos observándola desde una distancia corta pero discreta, y la expresión que cargaba, la cual titilaba indecisa entre el ardor de la furia y la amargura de la angustia, era imborrable.

La sonrisa de Luna cesó de inmediato, y en cuanto volvió a poner los pies sobre el suelo, su gesto pasó a ser extremadamente serio y avergonzado. Sintió su ánimo desfallecer y su cuerpo debilitarse cuando el chico que la acompañaba fue arrastrado hasta la pista de baile por sus amigos. De reojo podía ver una maraña de rulos rubios cada vez más cerca, y supo que ya era demasiado tarde para huir.

Reunió el coraje necesario para elevar la cabeza y mirarlo cuando se detuvo frente a ella. Ninguno de los dos dijo nada, pero la cercanía física causó entre ellos algo arrebatador y ancestral. Su carita de criatura indefensa daban ganas de darle un beso, pero sus cejas estaban unidas como las de alguien desorientado a punto de exigir una explicación, y no se atrevía a realizar el gesto aunque se estuviera muriendo de ganas de hacerlo. Era inapropiado, y tampoco sabía si sería bien recibido.

Rehuyó la sensación en su interior que delataba cuánto lo había extrañado, y se mantuvo inexpresiva al tomarle la mano para comenzar a guiarlo hacia un lugar donde pudieran tener la privacidad que el reencuentro requería. Sus dedos permanecieron entrelazados en todo momento mientras rodeaban las mesas y sillas ya desocupadas, como buscando la cercanía que en ese momento sus corazones no sentían, y finalmente llegaron a una esquina donde el bullicio y la música retumbando eran menos dañinos para sus oídos.

Se sentaron frente a frente, separados por una mesa de vidrio y una botella de vodka casi llena. Estar a oscuras no amansaba la dificultad y seriedad de la conversación que se debían, y Luna no sabía por dónde ni cómo empezar, así que decidió que la mejor opción para alguien tan poco frontal como ella y alguien con maneras tan confusas y vagas como las de él era decirse lo que querían mediante un juego.

Fue fácil de explicar y a él le resultó fácil de entender. Mientras ella hablaba con una voz que tenía la cantidad justa de calidez y apatía, él asentía, casi inmóvil, clavando en ella sus implacables ojos de color cambiante, tal y como el de su personalidad.

—Bueno, ¿querés empezar vos?—sugirió, flexionando una pierna sobre la otra para estar más cómoda.

Carlitos apoyó las manos sobre la superficie que se encontraba en el medio de los dos, y luego de recorrer la habitación con la mirada, la volvió a posar sobre ella. Los suaves rizos que caían sobre su frente la ocultaban un poco, pero ahora era mucho más oscura. —¿Quién era tu amiguito?—preguntó sin vueltas.

Coronados de gloria |El Ángel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora