XXV. Eclipse de sangre

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Entraron los tres juntos, pero lo único que compartían eran sus pasos adyacentes. En lo que respectaba a las expresiones en sus rostros y a lo que les pasaba por la cabeza, había una diferencia abismal.

Guillermo parecía estar alarmado, y el terror todavía atravesaba sus ojos como la caída de un relámpago atrofiando terreno llano.

Carlitos iba más atrás, y además del recelo que oscurecía y perforaba su mirada, su mandíbula no tenía intenciones de relajarse.

Ramón caminaba entre medio de los dos, pensando en la bebida que iba a pedir, y a él le importaba todo una mierda.

—Che, Ramón, oíme una cosa—dijo Guille una vez que se sentaron frente a la barra, acercándose al oído de su amigo, no sin antes cerciorarse de que Carlitos estuviera mirando para otro lado—Este pibe está loco—sentenció—¿Cómo se va a mandar así? No nos agarraron de casualidad.

El morocho hizo una mueca mientras el líquido transparente le bajaba por la garganta. Después dejó la botella, y se giró con el mismo gusto amargo plasmado en la cara—¿Conseguimos la guita al final?

—Sí...

—Bueno, ya está entonces. Dejate de romper las pelotas.

—Pero es un tira bombas—insistió, con esa manera característica de mover las manos al hablar—Está loco. Está re loco. Educalo, Ramón—dijo en tono de advertencia. Ramón puso los ojos en blanco, y él lo tomó del hombro de un zamarreo—¿Me estás escuchando? Educalo. Yo sé por qué te lo digo.

—Ah, dale. Me había olvidado que te recibiste con 10 de la facultad de delincuencia. Bobo—contestó sin perder la tranquilidad. Las luces verdes y azules del lugar bailaban sobre el sarcasmo en sus facciones, haciéndolo más mordaz—Vos despreocupate y hacé lo que te pedí.

Guille dejó caer sus manos sobre sus piernas con impotencia, pero accedió.—¿Para cuándo lo necesitas?

—Para ayer a la tarde, pelotudo—braveó.

Sonrió cínico. —Vos estás buscando que te cague bien a trompadas, ¿no?

Se miraron enfrentados como dos soldados de bandos diferentes, y segundos después estaban riendo y compartiendo un abrazo fraternal, propinándose ruidosas palmadas en la espalda.

Ramón lo observó llevarse a Dolores de la mano hacia el depósito que se encontraba al fondo del establecimiento. Negó con la cabeza y se le escapó una sonrisa divertida. Lo mismo había hecho con otras dos chicas la noche anterior.

—¿De qué se queja? Si no movió ni un dedo—escuchó a Carlitos protestar.

Siempre supo que las fricciones entre los dos iban a terminar así, en reclamos secretos y disgusto mutuo. Sin embargo, pocas ganas tenía él de que lo metieran en su conflicto. Levantó su botella vacía para que la chica que atendía le trajera otra, y luego entrelazó sus dedos sobre la barra, armándose de paciencia. —Mirá, yo sé que el tipo es cuadrado para todo, pero para hacer documentos truchos está a la orden del día. Aparte tiene muchos contactos.

—No necesitamos contactos nosotros.

Ramón se encongió de hombros, queriendo ignorar el planteo.—Nunca vienen mal.

Carlitos apretó fuerte los labios en señal de protesta. Todavía seguía despeinado, consiguiendo que sus expresivos ojos apenas consiguieran asomarse entre la maraña de cabellos que se cernían sobre la abertura que dividía su frente.

Se bajó de la banqueta de un salto apresurado, y Ramón lo dejó irse. No supo decir si salió del bar para ir a hacer una de las suyas o para relajarse, aunque a veces ambas opciones se complementaban.

Coronados de gloria |El Ángel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora