dos;

666 68 111
                                    

Sostenía una taza humeante de café con leche en la mano izquierda, mientras con la derecha daba los últimos retoques a la sirena que estaba dibujando. Soltó el lápiz y miró el dibujo, satisfecha. Un par de sombras y estaría perfecto.

Sin embargo, antes de terminarlo, se permitió agarrar la taza de café con ambas manos y tomar un largo sorbo. La bebida estaba especialmente caliente, pero no le disgustó. El frío de noviembre no perdonaba, motivo de que a Aitana se le soliera hacer difícil atravesar esas fechas.

Después de haber estado casi una hora absorta en el papel, levantó la mirada mientras bebía. Todo el lateral de la cafetería donde se encontraba era una cristalera que daba a la terraza y, unos pasos más allá, a la avenida y la playa.

El cielo estaba enteramente nublado, el mar estaba revuelto y, aun así, había algunas toallas en la arena. Los turistas debían de estar muy desesperados para buscar un chapuzón con ese tiempo...

No obstante, a Aitana le encantaba lo que veía. Si había alguna razón para frecuentar esa cafetería era por esa gran cristalera y su proximidad al mar. No podía evitarlo; llevaba tantos años enamorada del océano que no habría concebido vivir en un lugar donde no pudiera verlo, aunque fuera a lo lejos. Y aunque su lugar de nacimiento no diera a la costa, había pasado todos sus veranos cerca de la playa, de manera que la consideraba su lugar.

Las olas que rompían y morían en la orilla parecían tan agresivamente frías que Aitana agradecía no estar ahí y, no obstante, también agradecía poder verlas desde ahí. Así era el mar para ella: acogedor y amigable en verano, poderoso y rabioso en invierno. Y valía la pena verlo en cualquier momento.

En todo el tiempo que llevaba asentada en Biarritz, había descubierto que nada la podía distraer cuando se quedaba absorta mirando las olas. En esa situación se encontraba entonces, a solas con el mar, obviando la existencia del resto.

Y entonces, la vio.

Fue como si el mar, su taza de café, la gente dentro y fuera de la cafetería y el resto del mundo desaparecieran a una, hasta que solo existiera ella: una chica rubia y menuda que acababa de subir de la arena a la avenida.

Llevaba una parte de arriba de bikini rosada y un pareo del mismo color anudado a su cintura de cualquier manera. Su piel era muy blanca, y sus lunares parecían brillar más que las gotas sobre su piel. Su pelo, oscurecido por el agua, aseguraba ser precioso una vez seco. Sus ojos oscuros eran tan grandes que Aitana podía ver a través de ellos incluso a pesar del cristal que las separaba. Su nariz era perfecta, y sus dientes superiores sobresalían de su boca entreabierta en un gesto que denotaba la misma adorable curiosidad que sus ojos.

La chica miraba a su alrededor como si estuviera descubriendo a su paso cada una de las siete maravillas, y era irónico que Aitana sintiera que acabara de descubrir la octava y que no podía mirar otra cosa. No supo cuánto tiempo estuvo mirando a esa chica anónima que en ningún momento reparó en ella.

Solo supo que, en un momento dado, la chica del pelo rubio se dio la vuelta, volvió a bajar a la playa y caminó hasta desaparecer de la vista de Aitana.

Y que, hasta que no le hubo perdido la pista, no pudo bajar la mirada de nuevo para toparse con el dibujo que estaba a punto de terminar.

Se quedó mirando al papel, pensativa. Y, entonces, le dio la vuelta. Tenía algo mejor que dibujar, y por primera vez, no era una sirena.

Para Nerea, sin embargo, la misma experiencia no había sido tan bonita. Descubrió en cuanto salió a la superficie que había llevado a cabo la transformación demasiado lejos de la orilla, por lo que tuvo que nadar hasta hacer pie... sin aletas. Sus piernas y brazos eran demasiado finos, y aunque sabía nadar por naturaleza, llegó a la arena exhausta.

Where the ocean meets the sky | iFridgeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora