diez;

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Habían sido dos semanas bastante tensas. Aitana se había llegado a sentir culpable al comprobar que su madre la había echado de menos. Ni siquiera recordaba exactamente cuál había sido la última vez que había vuelto a la casa de sus padres, pero al parecer, el tiempo había hecho mella en ellos.

No solo su madre estuvo casi todo el tiempo pendiente de ella y de su bienestar durante su estancia en la casa: también su padre hizo en varias ocasiones un esfuerzo por recuperar aquellas conversaciones sobre arte y otros desvaríos que mantenían en el pasado. Los dos se interesaron por su trabajo y por su vida en Biarritz, y aunque Aitana notó que evitaron a toda costa preguntarle por su vida amorosa, lo dejó pasar. Al fin y al cabo, no podía pedirle peras al olmo.

En cualquier caso, y aunque esas semanas habían supuesto un paso en la relación que tenía con sus padres, el breve abrazo de despedida que le dio a cada uno conservó ese leve sabor a distancia que había detectado desde que había llegado. El abismo entre Aitana y su familia necesitaba algo más que unas Navidades bajo el mismo techo para ser salvado.

Arrastrando su maleta de ruedas, se puso la capucha de su anorak negro y se dirigió a una calle desde la que coger un taxi para el aeropuerto.

Taparse la cabeza era una de las precauciones que había tomado esas Navidades, cada vez que salía a la calle en vez de quedarse en casa dibujando a Nerea. A veces se ponía la capucha y caminaba sin levantar la mirada del suelo, otras se recogía el pelo o el flequillo. Cualquier cosa era bienvenida si podía lograr que la gente de ese pueblo no la reconociera. Sin embargo, no funcionó esa vez:

-Cuánto tiempo, Aiti.

No la había visto ni oído llegar, pero empezó a temblar al reconocerla de inmediato. Y no solo porque, a diferencia de la de África, su voz no había cambiado en absoluto; sino porque solo había una persona que la llamara Aiti.

Cerró los ojos y se mantuvo inmóvil, pero la mujer insistió:

-¿No me vas a saludar?

Finalmente, Aitana abrió los ojos y le dedicó una breve mirada.

-Hola -saludó en un susurro casi inaudible.

-¿No te acuerdas de mí?

Ojalá no lo hiciera, pensó Aitana. Sin embargo, se limitó a asentir. Graciela sonrió.

-Ya decía yo. -Se acercó más a Aitana, y esta reprimió un escalofrío-. ¿Qué te trae por aquí?

La menor se encogió de hombros.

-Las Navidades.

-No se puede decir lo mismo de las Navidades del año pasado. Ni de las del anterior... -Aitana apretó los dientes con rabia, pero si Graciela se percató de su gesto, no lo dejó ver. En cambio, se situó detrás de ella, agarró sus caderas y le susurró-: Ya te echaba de menos.

El déjà vu fue instantáneo, así como el respingo de Aitana al volver a verse en la misma situación que hacía unos años. Se lo reprochó a sí misma, porque aunque sabía que su temblor era evidente, había estado tratando de aparentar tranquilidad.

Se quedó callada y quieta, deseando con todas sus fuerzas que pasara de una vez algún taxi por esa calle desierta.

-¿Por qué no me contestas? -volvió a susurrar Graciela, en un tono entre seductor y violento.

Y entonces, ocurrió: el primer taxi se acercó hacia ellas, y Aitana levantó el brazo.

-Porque ahí viene mi taxi. -Se zafó de ella y, en los pocos segundos que tardó el taxi en llegar, consiguió arrastrar su maleta hacia el vehículo y alejarse de la mujer que pretendía jugar con ella por segunda vez.

Where the ocean meets the sky | iFridgeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora