Capítulo 18

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Leía mucho. De chica siempre compraba en los puestos de diarios los remanentes de las colecciones, y así se nutría de todo tipo de novelas y libros científicos. Era bastante fanática de las historias donde los detectives están trescientas páginas en busca de la verdad, y la descrubren por una gotita de sangre en algún rincón.

 Se encontraba así, en una situación similar a la que tantas veces había sentido vivir al leer esos libros. Tenía las manos atadas a los barrotes de la cama. La soga le quemaba las muñecas, a pesar de no intentar resistirse a ella. 

Le dolían los brazos, y también la vida. Se había agotado de tan sólo reconstruir el día a día de su relación con él, y las posibles señales que querían decirle que eso iba a terminar así. 

¿De qué servía? Ya era tarde. Ni el sabía que era lo que estaba buscando con todo lo que estaba haciendo. No dejaba de repetir que si ella no volvía a amarlo, iba a quitarse la vida. Ella, gimoteando, sólia preguntarle porqué la tenía atada. "Es mi manera de suplicarte que te quedes en mi vida" le había contestado una de esas veces, con un aire poético en su voz. Un aire que no coincidía con sus ojos desorbitados y la boca seca. 

- Tengo ganas de morirme, Rocío. Y ya no hay nada que puedas hacer para cambiarlo.

- Yo nunca dejé de cuidarte, no entiendo porqué me lastimás así.

- Tengo ganas de morirme, Rocío. Perdí todo lo que tenía. 

- No perdiste todo. Desatame. Por favor.

Él la miró. La vio agotada, cansada, flaca, con ojeras y los ojos vidriosos pero sin brillo. Recordó así el primer día que la vio. Entendió de repente que era lo que le había llamado la atención. Era frágil, y eso le gustaba. Le atraía la idea de ser más que alguien, de poder dominarla, de sentir que la vida de alguien más pendía de los hilos que el manejaba. 

En Rocío encontró esa persona. No se quería, y por eso, aceptó de él un cariño un poco extraño que quiso llamarse amor. 

La habían pasado bien un tiempo, es verdad. Pero cuando él más feliz era, resultadaba coincidente a los momentos más grandes de tristeza que ella transitaba.

Verla tan débil la excitaba. Y mucho. 

Tomó la tijera de la mesa de luz, y comenzó a cortarle la ropa. Rocío, por primera vez, empezó a gritar. No entendía cómo él tenía ánimos de tener relaciones sexuales. 

- ¡Dejame! ¡Por favor, dejame, no quiero!

Tanta resistencia le provocó lastimaduras. Por sus piernas corrían hilos de sangre, hasta que pudo patearlo y alejarlo de ella. Sus muñecas ya estaban marcadas y lastimadas, pero aún así, pudo safarse de la soga. 

- Me rechazaste. Nunca antes habías rechazado mi cuerpo. ¿Qué te pasa?

- ¿Qué me pasa? Me estás obligando a cogerte y me preguntas qué me pasa. Dejame ir de acá. - Rocío no podía coordinar sus palabras. Estaba nerviosa y hablaba mal. Gritaba.

- Hablá más bajo. 

Eso la incentivó para gritar aún más. No quería dejar de hacerlo. Agustín le pegó una cachetada, que la tumbó al piso.

- Por favor, hablá más bajo.

Ella, sentada en un rincón, se mecía como si estuviera en un sillón. Tenía miedo. Nunca antes él le había pegado. Nunca antes le habían pegado. 

Vio como él abría el cajón que nunca antes le había dejado tocar a ella. Sacó de allí una 39. Parecía pesada y tan mortal como lo era. Rocío nunca había visto un arma de cerca.

- ¿Me vas a matar, hijo de puta? - le dijo ella con miedo, sorpresa y mucho dolor. 

Él la miró. También a "El Bajo" se le caían las lágrimas. 

Ay, si le hubieran advertido... 

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