- ¿Cómo podés decir una cosa así? - lloraba cual nene pequeño que veía irse a su madre. - ¿Cómo podés? Jamás te haría daño - no estaba siendo irónico. Sus palabras se distinguían poco. Balbuceaba, torpe.
Rocío seguía sin entender lo que ocurría. No había tenido nunca la oportunidad, ni se había tomado el tiempo de analizar qué sucedía y qué no en su vida. Sin embargo, en ese momemento le parecía pertinente. Vio así, su vida escapándose de sus manos. Vio, ante sus ojos, diluirse su integridad.
Se descubrió perdida, agotada y sin paz.
Entendió que nunca nadie le había advertido nada. Supo así que las canciones que hablaban de una total entrega del amor, no habían citado los efectos secundarios. Nadie quiso decirle que existían límites entre donde terminaba su integridad y comenzaba el despojo.
Nunca nadie le advirtió. No se le ocurrió leer la letra chica, si es que existía. No encontró nunca un manual de instrucciones. Nunca nadie la quiso tanto como para notarlo, no le ofrecieron ayuda.
No.
Si se hubiera mirado al espejo, en ese preciso instante, no sólo se hubiera visto desencajada y casi muerta. También algo horrible estaría ocurriendo: le hubiera resultado imposible reconocerse en el refleejo que este espejo omitía.
Él, tirado en el piso y sin parar de llorar, agitaba su arma como si no supiera usarla. Como si fuera una bandera. Y, en cierta manera, lo era. Siempre había usado su dolor como carta de presentación. "Hola, la vida me hizo mierda".
- Me voy a matar por tu culpa. Me voy a matar por tu culpa, hija de puta.
Solamente gritaba. Rocío ya no existía. Una nueva mujer había nacido. No sentía correr la sangre por sus venas, y tampoco creía tener ya más lágrimas.
- Ya agoté mi stock de dolor en esta vida, Agustín.
El Bajo dejó el arma a un costado y corrió al baño. Se mojó la cara muchas veces, como si intentara despertarse de una pesadilla.
La pesadilla de no ser amado. Rocío no lo frenaba. No impedía que se lastimara, no le decía - como antes- que todo iba a mejorar. Rocío ya no lo cuidaba y él sentía que iba a dejar de respirar si ella ya no lo cuidaba nunca más.
- Qué ilusa por creer que lo que nos unía era amor. Me usaste para que tu vida no fuera tan miserable, nada más.
- Yo te amo, Rocío. Te amo. - gritaba sin salir del maño. Con las manos en la pileta y la cabeza bajo el agua, intentaba hacer entender.
Ya era tarde. Era imposible que Rocío volviera a ser la misma mujer que el conocío. Su voz no denotaba inocencia, no había dulzura, no existía ya amor por las cosas simples ni el olor a lluvia. Rocío ya no estaba.
Agustín, de reojo, la vio incorporatse del suelo, tomando algo que estaba tirado por ahí.
- Me tenés podrida. Me cansaste - el no veía. Por los nervios, por las lágrimas, por el sudor. Pero no veía. No la vio. Sólo sintió el metal en la sien.
Fue sólo un disparo.
Puso el arma en la mano de él, y salió caminando despacio. La puerta de calle cerraba sola.
Lo podríamos haber previsto. Le podríamos haber advertido. Sí, podíamos.
Lo afirmamos ahora, con el diario del lunes.