Soltó un denso suspiro, cruzando los brazos por detrás de su pelirroja cabeza, dejando que el intenso sol de aquel caluroso verano le hiciera vibrar algunas zonas de su lechosa piel, echado como estaba en su hamaca, bajo la irregular sombra de una palmera. Siempre le habían dicho que las personas de piel pálida como él —y sus hermanos— tendían más a quemarse que a broncearse, pero eso no era problema, ya que su hermano Niji era un maniático de los cojones y hasta que no los embadurnaba a todos en dos capas de crema solar, no se quedaba tranquilo. Era imposible que te broncearas o te quemaras si ibas con él a la playa o, bueno, a cualquier sitio donde te diera el sol.
De todas formas, a diferencia de sus hermanos, él no había ido a la playa privada para divertirse en el agua o con cualquier juego de arena.
No.
Su cabeza parecía reacia a dejarlo descansar y entretenerse como hacía antes de enterarse de su compromiso. Ese maldito compromiso que lo llevaba, poco a poco, por los caminos más tortuosos de la locura.
Maldito Judge. Maldita Big Mom. Y, sobre todas las cosas, maldito Katakuri.
Ya habían pasado dos días desde su "charla" en el recibidor de la mansión Vinsmoke, y el pelirrojo no parecía creerse que la imagen de ese hombre alto, musculoso y varonil lo persiguiera a cada segundo, de cada minuto, de cada hora del día. Ese maldito Charlotte lo tenía enredado en su telaraña desde que se miraron a los ojos por primera vez.
Pero no nos equivoquemos. Él no estaba, ni de lejos, enamorado de él, aunque pudiera parecerlo. Lo único que sentía hacia aquel imbécil con demasiada testosterona era una profunda y casi venenosa aberración. Detestaba todas y cada una de las características que lo componían: su voz, grave y varonil, su fornido y tonificado cuerpo, su impresionante altura que le producía un dolor espantoso de cuello, su forma de ser fría, seca y dominante. Lo detestaba tanto que ardía interiormente por el asco y la ira profunda que aquel sujeto le producía.
“Y a partir del sábado tendré que vivir con él, mirarle a la cara y hacerle cositas cariñosas cada vez que tengamos una cámara fotográfica pegada a los talones. Menuda mierda más grande”, pensó con amargura, “Maldito seas, Katakuri”, maldijo abriendo los ojos.... y pegando un respingo del susto que estuvo a punto de hacerle caer de la tumbona, de no ser por la ayuda que le prestó la enorme mano del hombre que se encontraba a su lado. Y es que, como si lo hubiera invocado con el pensamiento, Charlotte Katakuri había aparecido, así de la nada. O quizás, se dijo con fastidio, andaba demasiado metido en sus pensamientos como para notar que el de ojos rojos se había acercado a él.— ¿Qué haces tú aquí?— preguntó con sequedad, sentándose en la hamaca una vez que esta había dejado de balancearse por su brusco brinco—. No sé si lo sabes, pero esta playa es exclusiva propiedad de mi familia.
— Lo sé muy bien, niño— respondió Katakuri con una fría calma que, en contra de su voluntad, le puso el vello de punta. Era un tono calmado que escondía una alerta de peligro inminente, la cual pareció parpadear ante sus ojos: «Mide tus palabras. Tenme respeto», era, básicamente, lo mismo que le había dicho el del pelo granate aquel día, en el recibidor de la casa del pelirrojo, sólo que expresado de una forma no verbal. Este apretó los puños al recordar, de nuevo, ese humillante día en el que conoció a su peor pesadilla personificada—. Pero no me eches la culpa de estar aquí, cuando ha sido tu padre quien nos ha invitado a venir— añadió el Charlotte, sacando a Ichiji de sus recuerdos y cavilaciones de un tirón. “¿Nos?”, pensó mirando hacia donde había dejado a sus hermanos divirtiéndose en la arena, mientras él se recluía en sus lúgubres pensamientos; ahora, tanto Reiju, como Yonji, como Niji estaban sentados en la enorme toalla bajo la sombrilla, hablando con un grupo de tres chicas, tres chicos y un bebé. “Maldito Judge y su maldita costumbre de no avisar de sus planes de última hora”, maldijo mentalmente frunciendo el ceño. Últimamente, se fijó, maldecía mucho.
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Don't Touch Me
FanfictionEl silencio impuesto entre ambos era único e inigualable. A pesar de lo mucho que tenían que contarse, ninguno de los dos hablaba; dejaban que el reloj parloteara con su «tic, tac» hueco, mientras cruzaban miradas, uno en cada punta de la habitación...