Cenicienta

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Con el tiempo, la fiesta se amplió (igual que los asistentes). Las puertas del castillo se abrieron para dejarnos salir a una noche fresca que no llegaba a ser calurosa sin importar cuántos hechizos hubiera. Estaba intercambiando con Emmeline las anécdotas más graciosas que habíamos oído sobre misiones con la Cofradía cuando empecé a cansarme de tener que gritar por el ruido que causaba Krathog.

Sin que nos hubiéramos puesto de acuerdo, tomamos dos lanzas de caramelo y salimos a los jardines. Era un poco extraño que todos los que habían seguido nuestro ejemplo fueran parejas pero finalmente nos sentamos sobre una banca casi en el límite del bosque, medio ocultos de las miradas de todos, y pude ver claramente por qué alguien habría diseñado así el lugar. Sin embargo la magnífica vista del castillo compensaba cualquier sospecha de segundas intenciones.

Nos quedamos en silencio un rato con el sonido del viento deslizándose y susurrando en voz alta.

El castillo estaba iluminado de azul, lo que le confería un tono extraño. Siempre había admirado su estructura, como un gigante que se alza en la noche, intentando defender su causa pero al mismo tiempo con una mirada de sabiduría en los ojos.

—Diringher siempre me ha parecido hermoso y antiguo —comenté intentando llenar el silencio.

—Es hermoso y antiguo —dijo ella con una sonrisa bailando en sus labios.

Negué con la cabeza. Evidentemente sonaba tonto.

—Sí, vale.

—Pero creo que entiendo a lo que te refieres —siguió diciendo—. Tiene ese aire lleno de secretos y paredes que llevan tanto tiempo en pie… A veces siento que la magia se produce aquí pero papá dice que es igual en todas las otras academias.

—Pero Diringher es la más antigua —agregué yo.

—Eso suena como si estuviera aquí desde el inicio de los tiempos, ¿no? —añadió ella jugando inadvertidamente con uno de los tules de su vestido.

—Sólo pensar en las historias que debe haber visto…

—La gente que ha vivido aquí antes…

—Los momentos hermosos….

—Difíciles…

—Inspiradores…

—Perfectos…

Suspiramos al mismo tiempo. En este momento se sentía fácil hablar con Emmeline.

—¿Te das cuenta de lo ridículo que es que estemos aquí?

—¿Mientras todos se divierten allí dentro? —dijo ella. Podía oír la sonrisa en su voz y me volví para confirmarlo. Efectivamente, sus labios se curvaban graciosamente y sus ojos brillaban.

—Algo así.

Em se encogió de hombros.

—Es lo que siempre hago —murmuró—. Si no fuera por Irina, no llevaría este vestido…

Yo tampoco estaría aquí contigo.

—Pero lo estás llevando. Eso es lo que importa.

Otro silencio.

—Ellos están diferentes.

—Mucho.

Traté de animarla un poco. Emmeline se lo merecía.

—Oye, pero estás conmigo ahora. ¿Qué dices? ¿Quieres ir dentro y ser aplastada por la multitud?

—Es el sueño de toda mi vida.

Me puse de pie y le sonreí con toda sinceridad. Intentaba ser gracioso sólo para verla reír.

—Señorita, ¿me concede este baile?

Lo conseguí y su sonrisa provocó la mía. Pero en ese momento unos pasos rompieron el ambiente de calma entre los dos. James se acercaba corriendo hasta nosotros.

—Irina se ha ido —dijo cuando logró recuperar el aliento.

Emmeline saltó hacia él, con la propuesta del baile completamente olvidada.

—¿Qué le hiciste?

James hizo una mueca, ofendido de que dudara de él.

—Nada —se defendió—. Ella estaba hablando sobre… una cosa y, de repente giró la cabeza en dirección al bosque como si acabara de oír algo… y desapareció.

—No me digas, justo como la cenicienta, sólo que ya son las dos de la mañana.

Emmeline se mordió el labio inferior, escudriñando entre los árboles.

—¿Seguro?

—Sí, se adentró en el bosque. Quería creer que vino hacia aquí pero ya ves que no está.

—¿Dónde se ha metido?

—No sé, pero la última vez que hizo eso no cuenta entre mis mejores recuerdos.

La marca del lobo (Igereth #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora