Epílogo

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El frío calaba mis huesos pero traté de refugiarme en la absurdamente grande gabardina.

El aire movía las hojas de los árboles, incluso levantó algunas del suelo que parecieron rodear las lápidas frente a mí con cierta magia melodramática.

Llevaba diez minutos parada frente a ellas sintiendo un nudo en la garganta.

Cada que abría la boca para decir algo sentía como mis labios temblaban y en el pecho experimentaba una opresión que me cortaba. Era la primera vez que acudía desde el funeral.

Abracé mi cuerpo con fuerza y suspiré, cerré los ojos antes de ver hacia el cielo. Sabía que no estaban ahí. Que sus almas estaban descansando y que bajo mis pies solo había huesos.

Pero el doctor Israel dijo que debía dejar de evitar ese lugar así como el parque que hacía unos meses visité.

—No sé si me puedan escuchar, todas sus enseñanzas apuntaron a que no pero. —Mi voz se quebró—, Los extraño —susurré en una voz inaudible.

Inhalé y exhalé de manera temblorosa.

—Me hacen mucha falta. —Finalmente sollocé.

La fuerza de las lágrimas sacudió mi cuerpo, puse las manos en mi rostro sintiendo como se llenaban de humedad.

No podía hablar, todo lo que les quería decir quedó ahogado en mi garganta. Era un dolor que amenazaba con sofocarme pero que me recomendaron que experimentara para empezar a soltar.

—Dios, los extraño tanto —dije entre lágrimas.

Mi mente no alcanzó a medir el tiempo que permanecí ahí llorando frente a las tumbas de mis padres. Solo llegó un momento en que me sentí en paz.

Extrañamente en paz.

Limpié las lágrimas que aún salían de mis ojos y miré de nuevo ambas lápidas.

—Poco a poco voy aceptando que me toca vivir, ¿saben? Que estoy aquí por algo. —Suspiré—. Ana dice que todos tenemos un propósito y que el mío aparentemente es tocar vidas. —Reí con ironía.

—Creo que está loca, ya saben cómo es. —Sonreí—. Pero me gusta pensar que puedo llegar a cambiar la vida de alguien.

Por mi mente pasó el rostro de Rodrigo y suspiré.

—Así que deseenme suerte, prometo llenarlos de orgullo —finalicé en un suspiro.

Casi pude ver sus rostros llenos de amor viéndome desde atrás de sus lápidas. Les di una sonrisa plagada de sinceridad y tras ver una última vez sus tumbas, me encaminé hacia la salida.

El cementerio se encontraba afuera de la ciudad por lo que solo estaba concurrido en fechas especiales. Así que se me hizo extraño ver a otra persona caminando con las manos metidas en las bolsas de su pantalón.

Venía de uno de los caminos adyacentes y miraba hacia el cielo. Fue tomando forma, mi cabeza comenzó a reconocer hasta su manera de andar y conforme nos acercábamos al lugar de entronque, mi corazón se aceleraba.

Pasamos un mes haciéndonos compañía en un país lejano. Jamás hablamos de lo que nos llevó ahí, pero sabía con certeza que también viajó para sanar.

Cuando nuestros caminos tomaron rumbos distintos, no intercambiamos números ni nada. Un silencioso trato mutuo que mantuvimos hasta el final.

Pero ni cuándo regresé de Irlanda lo pude olvidar.

Casi me quise poner el gorro de mi gabardina para pasar desapercibida, mi corazón latía tan rápido que prácticamente me dolía respirar.

Entonces me abracé con fuerza, bajé la mirada y aceleré mi andar para pasar antes que él y que no me notara. Fijé la vista en el suelo mientras mi respiración me resonaba en los oídos.

Tenía una batalla interna de querer que me reconociera pero a la vez que no.

—¿Lidia?

Me detuve de golpe y alcé el rostro, mi corazón daba piruetas y apreté mis brazos antes de dejarlos caer para girarme fingiendo sorpresa.

No había cambiado nada, aún tenía esa mirada seria que por momentos me llegó a desarmar.

Le di una sonrisa, esa que nacía de manera automática cada que decía mi nombre.

Y entendí, que el destino —o karma como a él le gustaba llamarlo—, siempre tiene una curiosa manera de actuar.

Pues jamás pensé volver a verlo en un lugar donde todo acaba. Pero justo donde fui a prometer cambiar una vida.

—Hola, Tobías.

Y algo dentro de mí me dijo que esa vida estaba justo frente a mí mirándome con anhelo y desconcierto.

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