Una última visita.

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-No quiero que te vayas- dijo ella al ver que empeoraba.
-Yo tampoco quiero irme- dijo él -pero así son las cosas, llegamos para irnos, vivimos para morir.

Una lágrima resbaló por su mejilla, realmente no quería perderse todo lo que a ella aún le quedaba por delante. Nunca volvería a tener la oportunidad de recorrer ese pueblo donde había crecido, donde tantas cosas había vivido; jamás volvería a ver un día soleado ni un día de lluvia; y sus libros, sus queridos libros, ¿quién iba a leerlos si él no estaba?

Dándose cuenta de todo lo que tenía y apreciaba, empezó a perderse. Pero antes de desaparecer quería ir a un sitio muy especial, donde tantas noches había estado, tantas personas había conocido y tantos textos había escrito. Ese lugar al que llamaba "paraíso" por razones como esa humedad que le envolvía y ese ruido tranquilizante que hacían las olas al mojar los granitos de arena, que juntos mostraban ese tan apreciado paisaje. Cada vez que iba allí a sentarse o estar de pie observando esa perspectiva que le ofrecía y que, a cada momento, era distinta, se relajaba, lo olvidaba absolutamente todo y eso era lo que le hacía especial, el simple hecho de lograr que se desvanecieran todos los problemas de su mente.
Así fue, logró llegar al mar y decidió sentarse, una última vez más, a mirar el horizonte junto al océano y la luna que le deslumbraba, instantes antes de morir, porque sin darse cuenta su vida llegó al final del camino.

La mañana siguiente su nieta lo buscó por todos lados, pero no tuvo éxito hasta que se le ocurrió un único sitio dónde desearía morir, el mar. Fue hasta allí y lo vio tumbado en la arena contemplando las olas, ya sin vida alguna.

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