Capítulo 1

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La ciudad de Las Palmas de Gran Canaria se caracterizaba, entre otras cosas, por estar infestada de vehículos; tal era la aglomeración que podías encontrarte coches aparcados en doble fila porque hasta las zonas de pago estaban llenas y pagar la cuota de un parking era demasiado caro. Tan pequeña era y tanto que se asemejaba a las grandes urbes como la propia capital del país: Madrid.
Era por eso, porque no vivía tan lejos y porque no quería depender de su padre más de lo necesario que Bella iba andando a clase.
Vivía en Ciudad Jardín, uno de los barrios más ricos de la capital de la isla, y se dirigía a la facultad de Formación del Profesorado, que estaba a menos de media hora andando.
Después o antes de clase —según el horario— y los fines de semana sus actividades eran variadas, a veces iba a nadar al Metropole, aunque ella prefería infinitas veces más la playa. Otras veces, como aquella tarde, se reunía con su mejor amiga Inés.
En aquella ocasión habían quedado para merendar en una cafetería de Triana, una calle comercial que se definía en un hervidero de gente incluso entre semana. Era un reflejo más de la cantidad de personas que no sólo vivían en la capital sino que también la frecuentaban ya fuese por trabajo, por estudios o por simple ocio.
Era mediados de octubre, así que Bella llevaba ropa de entretiempo: unas botas de caña alta por debajo de la rodilla de color marrón, unas medias finas de color negro y encima, una falda negra más abierta por abajo que por la cintura; tenía una blusa blanca de botones y manga corta y encima una chaquetilla negra de manga larga. Pero lo que nunca faltaba en su vestuario, fuera la época del año que fuese, era el collar de perlas que una vez había pertenecido a su madre.
Entró en la cafetería y se sentó a esperar a Inés, que como vivía más lejos solía retrasarse un poco. O llegaba demasiado pronto. A Bella no le importaba esperar un rato, de ese modo su amiga no tenía que esperar más de la cuenta.
Inés llegó antes de lo que esperaban ambas y ambas sonrieron al verse.
—¡Hola! —dijo Inés antes que se unieran en un abrazo.
Bella también la saludó verbalmente y se sentaron.
Inés tenía los ojos marrones escondidos tras unas gafas de pasta negra y el cabello castaño natural, pero con un baño de color que le sacaba destellos rojizos, y lo llevaba ondulado y por los hombros. Medía un metro y sesenta y dos, tres centímetros menos que Bella. Cuando sonreía, como en aquel momento, se le marcaban los surcos nasogenianos.
—¿Qué tal las clases, Inés? Una semana sin vernos y ya te echaba de menos.
Inés se rio y palmeó la mano de su amiga.
—Las clases genial, pronto empezaremos a hacer las prácticas y lo estoy deseando.
—¡Eso es genial! Si necesitas una modelo ya sabes que puedes contar conmigo, aunque no sea una de esas modelos profesionales súper guapas y arregladas —bromeó.
—No seas boba, tú eres preciosa y el flequillo recto sobre las cejas te hace adorable.
—Ay, gracias —dijo Bella, llevándose las manos a la boca y poniéndose un poco nerviosa por recibir un halago. No estaba acostumbrada a escuchar palabras bonitas hacia ella.
—Además, aunque no fueras nada de eso, ahora se lleva lo aestético, así que no habría ningún problema —explicó encogiéndose de hombros—. Bueno, ¿y tus clases qué tal?
—¡Muy bien! Pronto podré hacer las prácticas en un colegio con los pequeñajos.
—Qué guay. Ya compartiremos nuestras experiencias.
Pasaron al menos una hora en la cafetería merendando y charlando y después salieron a Triana para echarles un vistazo a las tiendas y, ¿quién sabe?, quizá comprar alguna cosa.
Ambas sabían muy bien dónde pasarían más tiempo mirando: Carlin y Flying Tiger Copenhague, una papelería y una tienda donde vendían artículos de ese estilo, entre otros muchos.
Quizá Bella podía tener de todo, incluso un coche, pero entre las cosas que más le gustaban estaban los objetos de papelería y tenía muchísimos en su habitación que usaba para estudiar.
—¡Ay, Dios mío, Inés! ¡Mira! —exclamó emocionada cuando se encontraban en la segunda tienda y se acercó a una estantería a la que la siguió su mejor amiga.
Bella le estaba señalando un set de caligrafía que constaba de una base de pluma estilográfica con varias puntas de formas diferentes y un bote de tinta negra.
—Me encanta —dijo Inés, que compartía ese gusto con Bella.
Al final salieron de allí tras Bella haber comprado un cuaderno nuevo con una portada bonita y las hojas lisas, ya vería para qué la usaría.
—Podrías empezar a escribir tu libro, a lo mejor te inspira más que el ordenador.
—Quizá... pero no creo que eso cambie el hecho de que la historia que tengo es floja.
—Bueno, ve escribiendo ideas.
—Sí, eso sí lo hago.
Inés quería preguntarle cómo iban las cosas en casa, pero no quería ennegrecer la tarde divertida que estaban pasando juntas y al final estaba casi segura de que preguntarlo sólo conseguiría eso, así que dejó el tema guardado en una caja cerrada con llave.
Bella acompañó a Inés a coger la guagua que la llevaría de vuelta a Arucas, un municipio que limitaba con Las Palmas por el oeste.
Cuando Bella inició la marcha de vuelta a su casa ya era noche cerrada, pero no le preocupaba. Salvo algunos casos, aquella zona de la capital solía ser bastante tranquila y aún había adolescentes y algunos adultos de la edad de ella pasando el rato con sus amigos en el Parque San Telmo.
Se fue por entre las calles en lugar de subir de golpe toda la cuesta de Bravo Murillo, que a veces podía llegar a hacerse pesada, pero de vez en cuando veía gente pasar. No tenía miedo, sin embargo, nunca había tenido motivos de peso para ir asustada por la calle de noche. Y menos cuando llegaba a Ciudad Jardín, pues era un barrio muy tranquilo.
Sacó las llaves de su bolso cuando vio a unos metros una casa blanca de tres pisos, su casa. Aunque el tercer piso era realmente una especie de torre que se veía a la derecha.
En el segundo piso había dos ventanas y una puerta a la derecha que daba a un balcón, en el primero había también dos ventanas y una doble puerta de entrada hecha de madera. Además, la casa estaba rodeada por un muro coronado por unos balaustres blancos de treinta centímetros de alto.
Al entrar vio que las luces estaban encendidas y apenas tuvo tiempo de ir a dejar su mochila en su dormitorio cuando escuchó la grave voz de su padre llamándola.
La muchacha dejó la mochila en el pasillo y se dirigió a la cocina, que se encontraba a pocos pasos de la entrada.
—Hola, papá.
—¿"Hola, papá"? —dijo el sexagenario— "Hola, papá" —dijo con un amago de una risa en absoluto alegre.
—¿Qué ocurre? —Intentó sonar calmada. A la gente le imponía el aspecto del hombre: su cuerpo grande y formado a pesar de sus sesenta y un años, su cabeza alargada, su profunda mirada marrón, su a menudo fruncido ceño y su barba collar junto con su bigote chevron de color gris, a juego con su cabello abundante ondulado y cortado hasta la nuca. Sin embargo, a Bella eso no le impresionaba, era el carácter del hombre, que apenas mostraba en público para mantener las apariencias, lo que a veces incluso la hacía temblar.
—¿Que qué ocurre? Son casi las nueve. ¿Por qué nunca estás en casa cuando llego?
—Con todo el respeto, papá, ¿qué voy a hacer aquí toda la tarde?
—¿No tienes que estudiar?
—Me gusta estudiar en la biblioteca y llevo todo al día.
—No me importa, no me gusta que estés en la calle como si fueses una puta.
Bella hizo una mueca.
—No soy nada de eso, dedico el tiempo a hacer cosas útiles, pero para ti todo lo que hago está mal, nunca hago nada que te guste, ni siquiera que esté estudiando en la universidad.
—Educación Infantil —dijo con burla—. Ni siquiera tienes respeto por el negocio familiar, podrías haber escogido Turismo al menos.
La cadena de hoteles Bethencourt era de las más importantes del país. David Bethencourt, un hombre nacido de una humilde familia pesquera de Agaete, apuntaba alto y su ambición lo llevó a trabajar para conseguir alcanzar su sueño: fundar un hotel al que todo el mundo quisiese no sólo ir, sino volver.
Y lo había conseguido con creces. Con veintidós años ya había fundado el hotel en Las Palmas de Gran Canaria, aunque era un lugar pequeño, pero la noticia se extendió como la pólvora de boca en boca y con los turistas que llegaban a alojarse buscando un lugar tranquilo en el que pasar las vacaciones cerca de la playa, consiguió ir ampliando horizontes.
Así fue comprando solares y edificando hoteles más grandes. Y así hizo una fortuna, convirtiéndose en uno de los hombres más ricos de Canarias.
—Yo no quiero tu negocio y de todos modos no ibas a dármelo. Tú eres el que no me respeta a mí.
—No mereces mi respeto, eres una desgracia.
—¡¿Por qué no puedes ser un padre normal?! ¡¿Por qué no puedes tratarme con algo de cariño?!
Todo ocurrió muy deprisa. El padre de Bella se levantó y dio un golpe en la mesa, haciéndola dar un respingo.
—¡Porque tú mataste al amor de mi vida y encima tengo que mantenerte y vivir contigo cuando cada vez te pareces más a ella!
A Bella se le empañaron los ojos.
—¡Yo no tengo la culpa de haber nacido, ojalá ella estuviese aquí! ¡Si viese cómo me tratas te odiaría!
Incluso la empleada del hogar, que aguardaba en el pasillo a unos metros de la cocina, oyó la bofetada con la que David le cruzó la cara a su hija.
—Deberías estar agradecida por todo lo que te he dado.
—Preferiría morirme de hambre —dijo la joven, ya con las lágrimas bajando por sus mejillas— si de ese modo tuviese un buen padre.
Se dio la vuelta, salió de la cocina, cogió su mochila y corrió a encerrarse en su habitación mientras en su cabeza se repetía "sólo un año más" una y otra vez.
Su padre no siempre había sido así, aunque nunca había sido cariñoso con ella.
Cuando era pequeña, él intentaba pasar tiempo con ella y le hacía regalos en Navidad e incluso por su cumpleaños, pero según la niña iba creciendo y pareciéndose más a su madre, el carácter de David se fue agriando con respecto a ella y parecía que cada día que pasaba la odiaba más. Probablemente exageraba, pero Bella a menudo se encerraba en su cuarto porque llegaba a temer que su padre entrase una noche y la matase.
La chica tardó años en entender por qué su padre era tan frío con ella si el de Inés era cariñoso con su amiga, incluso había llegado a tener más cariño por parte de ese hombre que de David.
Fue Alberto Rodríguez, el socio de su padre —quien sí le profesaba un cariño paterno—, quien le contó, a los catorce años, lo que había pasado.
Sus padres se amaban con locura, pero ambos tenían sus trabajos, así que tardaron años en decidir ser padres. Lorena, la madre de Bella, se quedó embarazada con cuarenta años y ambos estaban deseando que la niña naciera. Seis años antes del nacimiento de Bella, Lorena se había enamorado de La bella y la bestia y, más concretamente, le había encantado el personaje de Bella, por eso quiso llamar a su hija así y David estuvo de acuerdo.
Bella nació el treinta y uno de octubre a las nueve de la noche sin complicaciones, pero estas vinieron después.
Lorena se puso mal y fue empeorando poco a poco. Murió cinco días después de dar a luz, pero tuvo tiempo de pedirle a su esposo que se encargara de la hija que habían tenido juntos, ya que ella no podría hacerlo ni verla crecer.
Alberto, que era amigo de David desde la universidad, le explicó a Bella que de verdad su padre lo había intentado, pero no había sido capaz. Y cada vez estaba peor, la gente no se daba cuenta, pero él sí lo notaba porque lo conocía muy bien. Con el tiempo, la muchacha iba pareciéndose cada vez más a Lorena y eso amargaba más a David, que ya buscaba cualquier excusa para hacer sentir mal a su hija, a quien —según pensaba Alberto, aunque no se lo había dicho a ella— veía más como un parásito que como sangre de su sangre.
El hombre le había ofrecido en más de una ocasión quedarse en su casa, pero ella había declinado la ofertado y le había dado las gracias cada vez porque no quería buscarle problemas con su padre.
Mientras David le gritaba desde el pasillo, ella le mandó un mensaje a Inés como pudo, pues le temblaban las manos, e incluso grabó a su padre gritándole y le preguntó si podía oírlo.
"Qué ganas de tirarle un piano en la cabeza" le respondió Inés, con una carita sonriente. Bella sabía que eso significaba que su amiga estaba furiosa. No quería fastidiarle la noche a Inés, pero había necesitado desahogarse. Le dijo que no se preocupase, que cuando se cansase de gritar se iría a su cuarto, ella había cerrado con llave la puerta de su habitación y no creía a su padre lo suficientemente loco como para intentar derribar la puerta como si fuera Jack Torrance de El resplandor.
Finalmente se marchó y fue cuando Bella pudo tranquilizarse y ponerse el pijama.
Se acostó en la cama y cuando creyó que podría descansar, se despidió de Inés y apagó su móvil.
Cerró los ojos y se quedó dormida un rato después.

Cerró los ojos y se quedó dormida un rato después

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