Capítulo 4

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«Esa voz...», había pensado la muchacha antes de que el chico se quitase el pasamontañas y confirmara que, en efecto, ya había escuchado su voz antes.
Pudo ver su cabello negro completo y también su cara de enfado, especialmente marcada por el ceño arrugado.
—No me lo puedo creer... —dijo Bella, asombrada, y fue a levantarse del suelo, pero él la señaló con el dedo índice y dijo:
—No te muevas de ahí.
Y Bella se quedó quieta porque ahora que veía sus expresiones lucía más intimidante.
—¿Por qué has hecho esto? ¿Creíste que no iba a hablarle de ti a mi padre?
El muchacho soltó una carcajada y se quitó los guantes antes de hablar.
—No estaba buscando que tu padre me contratara, estaba observándote. La entrometida de tu amiga me descubrió y tuve que inventarme una excusa cuando viniste a preguntarme.
Bella se sintió aún más estúpida.
—Mi amiga no es una entrometida —dijo haciendo una mueca y se levantó deprisa, antes de que él pudiera volver a decirle algo al respecto.
—Te dije que no te movieras.
—¡No me importa! —exclamó— Me temía que no ibas a dejarme regresar a casa, nunca te oí hablar con mi padre por teléfono, pero empecé a creer que sí lo habías hecho y no había querido pagarte, por eso intenté escapar. ¡Y no estaba equivocada!
—No me grites, Bella.
—¡¿O qué?! ¡¿Me vas a matar?!
—No —dijo con un tono aún más cortante que el día que se conocieron y se aproximó rápidamente a ella, haciéndola retroceder hasta que la pared del baño se lo impidió—, pero puedo hacer que tu vida sea un infierno; aún no me conoces, hasta ahora te he tratado bien, pero eso podría cambiar.
—Porque te interesaba... que estuviese bien para recibir el rescate —dijo de forma entrecortada. El chico no era especialmente corpulento, pero aun así era capaz de causar miedo, al menos a ella, que no lo conocía.
—Los motivos no importan, sino de lo que soy capaz.
Sus caras estaban tan cerca, que Bella podía sentir su aliento en la suya. Tuvo que apartar el rostro para no sentirse tan incómoda.
—¿Por qué me castigas a mí? —dijo, la voz le temblaba— Yo no tengo la culpa de que mi padre no quiera pagarte... ¿por qué quieres tenerme encerrada?
—Porque las cosas en los secuestros son así, la otra opción es matarte. De todos modos... —dijo él, sujetando el mentón de Bella para hacer que lo mirase— ¿a dónde ibas a ir? ¿A la casa de un padre que no te valora y no ha sido capaz de pagar por ti? Menudo gilipollas —añadió y se carcajeó. La chica llegó a preocuparse por si al final sí resultaba ser un perturbado.
—Pero algún día me encontrarán. N-No sé dónde estamos, pero dudo que hayamos salido de Gran Canaria, la isla es pequeña y tarde o temprano me encontrarán.
—¿Quiénes?
—La policía.
—Por favor, Bella, te creía más inteligente. Ese hombre ni habrá llamado a la policía, te dará por muerta y se acabó. Bella Bethencourt ya no existe.
Al escuchar eso sintió un escalofrío.
—¡No! —exclamó dándole un empujón. Como lo tomó por sorpresa consiguió apartarlo un poco de ella— ¡No digas eso! Yo tengo un futuro, estaba estudiando, tengo amigos. Hay gente que sí me quiere y aunque no pueda ir a casa me las apañaré. ¿Quién eres tú para decidir sobre mi vida?
—No vas a volver. No vas a salir de aquí, Bella, y punto. Y si tratas de escapar por segunda vez, me aseguraré de que no lo intentes una tercera.
La agarró por un brazo y tiró de ella. La muchacha se resistió, así que él la sujetó por la cintura y la levantó en el aire, haciéndole daño.
—¡Déjame! —gritó pataleando.
—Te quedarás aquí dentro hasta que yo lo considere necesario, por haber roto algo tan valioso y dejarme sin aliento. —Le indicó, tirándola sobre la cama, pues ella no le dejó otra opción con tanto movimiento, y luego cerró la puerta con llave.
—¡Tú me diste un puñetazo y también me golpeaste en la espalda! —gritó ella, después de haberse levantado, aporreando la puerta. Sin embargo, no obtuvo respuesta.
Golpeó la puerta y gritó que la dejase salir hasta que él pareció hartarse de escucharla y puso heavy metal a todo volumen.
Ella, derrotada y cansada por tanto ajetreo en tan poco tiempo, regresó a la cama, donde se hizo un ovillo y se echó a llorar sin poder aguantarse más.
Fue horas más tarde, cuando Santiago consideró que era buen momento para apagar la música —pensando seguramente que ella no volvería a gritar—, cuando entre el silencio y la extenuación se dejó abrazar por Morfeo.
Se despertó de madrugada, sin embargo, y creyó estar soñando; pero cuando tomó consciencia de la realidad se dio cuenta de que los gruñidos, golpes y gemidos no eran parte de ningún sueño y venían de la habitación de Santiago. O al menos esa que utilizaba, porque la suya más bien parecía la que ocupaba ella.
No podía encerrarse allí como hacía muchas veces en su casa por si su padre iba más allá de los gritos, pero se mantuvo allí dentro y trató de volverse a dormir.
No pudo hacerlo hasta que la casa volvió a quedarse en silencio.
El hambre acuciante y la costumbre de tener que ir a clase hicieron que se despertara sobre las siete de la mañana.
Fue entonces cuando oyó algo de movimiento en la casa, en la cocina concretamente, pero no se atrevió a siquiera comprobar si podía salir al pasillo.
Y cuándo pensó que Santiago quería castigarla sin comer por su intento de huida, el muchacho entró en la habitación con una bandeja en las manos. Sobre ella había tostadas con mantequilla y un vaso de leche caliente con cacao; incluso había puesto un pequeño, pero alto florero de cristal con una orquídea artificial.
Ella no lo miró a los ojos, pero él siguió hasta ella y dejó la bandeja en la cama, a su lado.
—Sigo enfadado por lo que hiciste —dijo, aunque había usado un tono de voz menos brusco—, pero siento cómo te traté ayer. Estaba en caliente y... —suspiró— me descontrolé.
Bella no respondió, desvió la mirada al suelo y se quedó quieta con las manos sujetas en su regazo.
Oyó otro suspiró del chico.
—Si tienes más hambre puedes ir a la cocina y hacerte lo que quieras, como si estuvieras en tu casa.
Bella quiso contestarle algo al respecto, pero no supo exactamente qué y de todos modos no quería hablar con él, mucho menos discutir.
Cuando él se marchó, la chica devoró el desayuno en pocos minutos. Seguía con ganas de comer, pero decidió esperar un poco antes de ir a la cocina, no quería encontrárselo.
Fue cuando dejó de oír barullo en la cocina el momento en el que salió de la habitación.
Se hizo algunas tostadas más y se calentó más leche en el microondas a la que le puso cacao.
Desayunó en la cocina y luego fregó la loza.
Antes de que terminara, él entró en el sitio, así que no pudo evadirlo, mas no lo miró.
Terminó lo más rápido que pudo y salió por la puerta más alejada de él. Volvió al dormitorio y se quedó sentada en la misma posición que tenía cuando llegó él a darle el desayuno.
Tiempo más tarde comenzó a llover levemente, pero la plancha del tragaluz simplificaba el sonido y cada vez llovía más fuerte. Oyó el viento silbar y golpear las puertas de la casa. Nunca había escuchado el viento soplando de manera tan furiosa. Y, por si aquello no era suficiente, la tormenta se volvió eléctrica. Los truenos resonaban con fiereza y ella, si bien no les tenía miedo, subió los pies a la cama y se abrazó las piernas, apoyando la barbilla en las rodillas.
Era como si el tiempo se hubiese ajustado a sus emociones. Tenía miedo, pánico, de seguir así para siempre. ¡Apenas tenía veintiún años! ¿Cómo iba a pasar encerrada el resto de su vida? Quizá si cogía un cuchillo y... pero no. Si fallaba otra vez no sabía qué le haría él. ¡Qué demonios! ¡Ella no sería capaz de matar a nadie!
Lo había golpeado, sí, pero sólo para dejarlo inconsciente.
De sólo pensar que no volvería a ver a Inés, a Almudena o a Alberto nunca más se le encogía el corazón de la tristeza y un nudo se le apretaba en el estómago, provocándole arcadas que, por suerte, aún podía controlar.
Escondió el rostro entre las piernas, creyendo que comenzaría a llorar como en ese momento lo estaban haciendo las nubes.
—Bella —dijo Santiago y ella alzó la cabeza enseguida, más por acto reflejo que porque quisiese prestarle atención, pues finalmente se quedó mirando la cómoda, que se encontraba frente a ella— ¿vas a quedarte todo el tiempo aquí dentro?
—Soy tu prisionera, ¿qué más te da?
—No puedes salir de la casa, pero sí de la habitación. El primer día mismo te dejé campar a tus anchas.
—Si salgo me cruzaré contigo y prefiero ahorrármelo.
«Ahora sólo faltaría que se enfadase», pensó tras decir eso; sin embargo, lo que escuchó primero fue un suspiro.
—Bella, aunque no lo creas, yo no soy tu enemigo.
La muchacha tardó unos segundos en reaccionar y cuando lo hizo, fue para echarse a reír.
—Ya no tienes que soportar a tu padre. Si no quiso rescatarte es porque seguramente ni te trataba bien, así que técnicamente te he salvado.
Ella dejó de reírse y lo miró sólo para fulminarlo con los ojos.
—¿Me estás tomando el pelo?
—Claro que no.
—Entonces eres un cínico.
—No s...
—Y pensar que creí que me mirabas porque te parecía guapa o algo así... soy una estúpida.
—¿Qué?
—¡Nada! Me has arruinado la vida, así que ¡déjame en paz! —exclamó y dejó de mirarlo.
Otro suspiro. Y después se marchó.
Bella entonces volvió a esconder la cara entre las piernas y se desahogó.
La tormenta duró todo el día y por la cabeza de Bella pasaban cientos de ideas, algunas muy negativas y descabelladas que significarían su final. Se llenó de desesperación al no hallar la forma de resolver aquello, pues no sé hacía a la idea de quedarse allí encerrada para siempre. Podría haber aguantado a su padre un año más o quizá eventualmente habría decidido que ya no podía soportar más la convivencia con él y le habría pedido ayuda a Alberto... pero ya nada de eso importaba: su vida se había reducido a cuatro paredes.
Ni siquiera se acordó de comer, no sintió ganas de hacerlo, y se pasó el resto del día llorando.
Amaneció con tales arcadas que tuvo que ir corriendo al baño. Apenas le quedaba nada en el estómago y no dejaba de sentir el ardor de los jugos gástricos al pasar por su esófago y no pudo evitar que se le escapa sentía algunos gemidos.
—¿Bella? ¿Estás enferma?
Ella ni lo miró ni le contestó, estaba demasiado pendiente de su estómago.
Precisamente por eso no vio que el chico salió del baño y volvió con un vaso de agua hasta que pasó de estar de rodillas a sentarse junto al váter.
—¿Estás mejor? Quizá es por no haber comido desde el desayuno de ayer...
Bella no contestó y volvió a arrodillarse para vomitar una vez más. Estaba tan mal que no hizo nada para apartarlo cuando él le sujetó mejor el pelo hacia atrás.
—¿Quieres agua? —preguntó durante otra tregua que el estómago le dio a la chica. Ella simplemente asintió con la cabeza y tomó el vaso que él le tendió— ¿Mejor? —inquirió cuando ella dio un sorbo.
—No.
—Voy a hacerte una sopa de pollo con fideos —dijo poniéndose en pie.
—No. No quiero nada.
—Te vas a poner enferma.
—Mejor para ti, ¿no? Si me secuestraste es porque necesitabas dinero, mi padre no te pagó, así que ahora soy una carga.
—No, ahora eres mía y tengo que hacerme cargo.
—¡¿Tuya?! ¡Yo no soy una posesión! ¡No te pertenezco, no le pertenezco a nadie!
Tuvo que dejar rápidamente el vaso en el suelo y girarse para volver a vomitar.
Notó las manos de Santiago de nuevo apartándole el pelo y ella aprovechó una pequeña pausa para gritarle que no la tocara.
Sorprendentemente, él la soltó.
—Pues ahí te quedas. Ten cuidado, no vayas a vomitar los intestinos también —masculló antes de irse del baño.
La vívida y rápida imaginación de Bella le provocó otra arcada que terminó en vómito.
No volvió a vomitar más, pero se pasó el día en el baño, pero se pasó el día en el baño, por si acaso. Se sentía muy mal, débil; quería comer, pero por un lado pensaba que si se llevaba algo a la boca volvería a vomitar y por otro, creía que no comer era una manera de castigar a Santiago, llevándole la contraria.
En algún momento se quedó dormida sobre la tapa del váter, pero se despertó por la noche y decidió que era momento de comer algo.
Vio que Santiago se había quedado dormido en una silla del comedor, la más cercana al baño, y pasó a su lado procurando no hacer ruido.
No obstante, cuando llegó al salón, empezó a escuchar música de fondo, como si le hubiesen puesto un cojín al aparato del que salía aquella canción de verbena.
Tardó un poco en percatarse de que venía de fuera. Salió al balcón y vio que la casa del otro lado del barranco tenía las luces encendidas.
Estaban de fiesta por Halloween y el precipicio amplificaba el sonido, permitiendo que Bella pudiese escuchar la música como si la casa estuviese al lado de la de Santiago. ¡Pues claro! ¿Cómo no se le había ocurrido antes usar el eco?
La debilidad que se resumía en cansancio mental y físico y en hambre, además de la desesperación, hizo que no pensara un buen plan y en lugar de eso se puso a gritar como loca.
—¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Me tienen secuestrada en la casa del otro lado del barranco! ¡Me llamo Bella Bethencourt, estoy secuestrada al otro lado del barranco! —repitió lo mismo una y otra vez hasta que unos brazos rodearon su torso y la levantaron del suelo— ¡Socorro! —gritó todo lo fuerte que pudo.
Santiago la metió en la casa y cerró la puerta del balcón.
La encerró de nuevo en su cuarto sin que ella pudiese hacer lo mismo para evitarlo debido a su estado.
En esa ocasión no siguió gritando y pataleando, sino que se quedó quieta de pie, como si hubiese entrado en shock.
Poco después, Santiago volvió a abrir la puerta, agarró a la muchacha por un brazo y tiró de ella.
—Te dije que si intentabas escapar otra vez me encargaría de que no lo intentarías de nuevo —le recordó antes de detenerse junto a una silla que había colocado en el salón—. Quítate la parte de arriba.
—¿Q-Qué? —inquirió Bella, creyendo que no lo había oído bien.
—Que te quites la parte arriba de ese pijama.
—¿Pero qué estás diciendo? ¡No pienso hacer eso! —exclamó a pesar del ceño fruncido de Santiago, cuya expresión se volvió más amenazadora.
—¿Ah, no? Si no lo haces tú, lo haré yo; y será por las malas.
La cara de Bella se descompuso y, aterrada, se llevó sus temblorosas manos a la parte de abajo de la prenda para luego quitársela. Comenzó a temblar de frío al instante, pero agradeció llevar su sujetador puesto.
—Siéntate en la silla. —Le ordenó.
—¿Qué es lo que pretendes? —inquirió, asustada y cubriéndose con los brazos tanto por frío como por pudor.
—He dicho que te sientes —masculló y la empujó. Bella se sentó y se encogió en la silla con las lágrimas ya asomando.
—¿Qué estás haciendo? ¿Qué quieres? —preguntó, desesperada.
Él no contestó. En cambio, vio cómo despegaba el extremo de un rollo de cinta aislante que luego utilizó para pegarle las muñecas tras la silla y también al travesaño que esta tenía.
—Más te vale que la música estuviera demasiado alta o ellos demasiado borrachos; o, en caso de que te oyeran, no se lo tomarán en serio —dijo antes de agacharse delante de ella y agarró la cintura de su pantalón, a lo que ella reaccionó tan mal que lo tiró de culo al suelo.
—¡No! ¡¿Qué estás haciendo?!
Santiago se puso de rodillas para no volver a caerse y agarró el pantalón con más fuerza.
—Quédate quieta o te quitaré también las bragas —la amenazó entre dientes.
Bella le hizo caso, no sólo para que no cumpliese su amenaza, sino porque aquello significaba que no intentaría violarla.
Se fijó en que tenía un arañazo fresco bajo el ojo izquierdo, a un lado de la ojera. Debió de habérselo hecho ella, pero no supo cómo había sido, ni siquiera se dio cuenta de cuando sus uñas —cortadas a rente de los dedos— habían tocado carne si él la había agarrado por la espalda.
Cuando Santiago le quitó los pantalones usó la cinta para pegarle cada tobillo a una pata de la silla y luego dejó el rollo a un lado.
—Buenas noches —dijo y se marchó.
—¿Qué? ¡No me dejes aquí! ¡Santiago! ¡No me dejes aquí! ¡Por favor, tengo mucho frío! —pidió a gritos durante por lo menos cinco minutos y entonces él volvió a entrar en el salón— Tengo frío, por favor, no me dejes así aquí... —suplicó.
Santiago se agachó, recogió la cinta, cortó un trozo con los dientes y desató una desesperación aún mayor en Bella.
—No, no, por favor. No volveré a intentar escapar, ¡por favor!
—No te creo —dijo él y le cubrió la boca con la cinta. Apagó todas las luces y la dejó sola.
Ella primero gimió a falta de poder gritar, luego simplemente lloró durante lo que pareció una eternidad y después sólo sollozó. Hasta que el frío fue demasiado insoportable y su salud se resintió más, haciendo que le subiera la fiebre y, antes de no poder más y desmayarse, pensó:
«Feliz último cumpleaños, Bella».

 Hasta que el frío fue demasiado insoportable y su salud se resintió más, haciendo que le subiera la fiebre y, antes de no poder más y desmayarse, pensó:«Feliz último cumpleaños, Bella»

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