Capítulo 3

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   Creo que llegué a dos conclusiones: no debo dejarme llevar por lo me dicen y Williams Georfield puede ser algo intimidante. . . Muy intimidante. Sobre todo cuando está en silencio y te observa con esos ojos azules mientras que yo escribo.

   Por suerte la hora del descanso llegó y el trabajo se pausó por un rato.

   — Mi amiga me está esperando en el bar de la esquina, pero si quiere puedo quedarme —digo poniéndome de pie.

   — No, adelante, vaya. Luego seguimos —tras decir eso, agarré mi cartera y salí a paso rápido de allí.

   Al salir de la empresa, me ruboricé al sentir el aire frío en mi piel y me maldije por no haberme traído una campera. El cielo se había tornado gris y unos nubarrones amenazaban con soltar unas cuantas gotas sobre la cuidad de Londres.

   Al llegar al bar, no me fue difícil encontrar a Samanta, ya que allí había dos personas solamente, ella y otro hombre más. He venido algunas veces a este bar y sé que suele juntarse mayor cantidad de gente a la tarde y no tanto a la mañana.

   — ¿Y? ¿Cómo te fue? ¿Cómo es él? ¿Es como todos dicen? ¿Qué te dijo? ¿Cómo te trató? —Las preguntas salen disparadas de su boca al instante en que me senté frente a ella.

   — Me fue bien, mejor de lo pensado. Me da la impresión de que todos dicen que es de una manera porque no lo conocen bien. De igual manera, creo que él no está dispuesto a que alguien lo conozca —hablo tratando de responder sus preguntas—. Es como si tuviera miedo.

   — ¿Miedo? ¿Williams Georfield? ¿Estás de bromas? —Suelta una carcajada sarcástica.

   — Sí, aunque no lo demuestre. ¿Nunca pensaste por qué no deja que nadie se le acerque? O, por lo menos, no más de lo normal. Tiene miedo de que lo conozcan de verdad, de que sepan quién es en realidad.

   — ¿Por qué alguien tendría miedo de eso? ¿Cómo sabes todo eso? —Pregunta.

   — Yo era igual —admito apenada—. Porque se siente vulnerable. Al mostrar su verdadera personalidad es como si se desnudara frente a la gente.

   — ¿No entiendo? —Confiesa.

   — Cuanto más dejas que te conozca la gente, más probabilidades hay de que te lastimen —explico ya agotada de hablar de él, verlo tantas horas a la mañana ya era demasiado.

   —Entonces no tiene miedo a mostrar quien en verdad es, sino que tiene miedo a ser lastimado —concluye mi amiga dispuesta a dejar el tema de lado por fin.

   — Señoritas, aquí les dejo su orden —viene un camarero con una bandeja en la que traía un café, un batido de fresas, brochetas de fruta y un trozo de torta de chocolate.

   — Me tomé la molestia de pedir por ti —sonríe una vez que el camarero se había ido—. El batido y las brochetas son tuyas, sé que prefieres las frutas por la mañana. Por mi parte el café y la torta son míos, tengo mucha hambre a estas horas.

   — Me imagino —sonrío.

   Se da por terminada la conversación cuando mi amiga llevó un sorbo de café a su boca. No le gustaba hablar mientras comía porque, según ella, la comida se le mezclaba con el aire y eso la hacia engordar. Y, aunque Samanta no es una persona con sobrepeso, le gustaba cuidarse, menos a la mañana, cuando comía lo que sea. Pero esa fascinación por un buen desayuno comenzó luego de tener a Francis, quien va al mismo curso que Abigail y Alex.

   Llevo el sorbete que salía del batido hacia mi boca y doy un sorbo, dejado que la frescura de la fruta llene mi estómago. En verdad esta mañana tenía hambre, el día había empezado bien, pero trabajar tantas horas junto a Williams me había dejado más agotada de lo pensado. Creo que lo más irritable de él es su sarcasmo.

   — ¿Qué te pasa? ¿Has estado así desde que llegaste aquí? —La voz de Samanta me distrae, haciéndome pestañear un par de veces para traer mi cabeza nuevamente a la realidad.

   — No lo sé, no sé qué me pasa —niego levemente con la cabeza.

   — Para tu suerte, yo sí sé —arruga la nariz cuando habla, como lo hace siempre que va a decir algo que sabe que lastima, pero que es verdad.

   — ¿Cómo sabes?

   — Porque lo que te pasa tiene nombre y apellido: Williams Georfield —habla con cierto orgullo en su voz, como si acabara de descubrir algo crucial para mí.

   — Lamento refutar tu teoría, pero no es así —digo cruzando mis brazos—. El hecho de que Williams tenga una personalidad extraña no quiere decir que deba vivir pensando en ello. Además, estoy muy ocupada preocupándome por la relación de Anya y su novio.

   — ¡¿Anya?! —Por poco se ahoga con el café ante mis palabras—. ¿Mi bebé ya tiene novio?

   — Así es.

   — ¿La bebé esa a la que le cambié los pañales? —Se notaba cierta nostalgia en su voz.

   — La misma.

   — ¿Aquella a la que. . .?

   — Sí, Samanta, esa niña chiquita que hace unos años cargabas en brazos —la interrumpo. Si seguía así va a lograr que ambas salgamos de aquí llorando por la nostalgia.

   — Solo míralos, crecen tan rápido —dice pasando una servilleta de papel por sus labios, tratando de no correr el brillo rosa que se había puesto.

   — Creo que es hora de irnos, ¿no crees? No quiero llegar tarde —advierto poniéndome de pie.

   Ella asiente llevando el último trozo de torta a su boca. Se pone de pie y, luego de pagar nuestro respectivo desayuno, nos encaminamos hacia la puerta.

   ¡Maldición! Está lloviendo mucho, no creo que tengamos la suerte de llegar secas a la empresa. Nos quedamos paradas al margen de la puerta, ambas mirándonos confundidas.

   — Bien, a la cuenta de tres correm. . .

   — ¡Al diablos con los tres! —Interrumpo echando a correr bajo las frías gotas de lluvia.

   Llego a la empresa mojada, pero no tanto como hubiera pensado. Corro hacia el ascensor y presiono el botón que me llevaba al último piso, ya estaba un minuto retrasada.

   — Ginebra —observa Williams sorprendido al abrirse las puertas de ascensor—. ¿Qué le ocurrió?

   — Disculpe señor Georfield, estoy retrasada —bajo la cabeza temiendo lo que pueda llegar a decir.

   — Lo dejaré pasar por ahora, pero cuidado con el tiempo perdido —a medida que hablaba se acercaba un poco más a mí—. Por lo visto afuera llueve, ¿no tiene frío con la camisa así?

   No comprendía lo que decía, o no lo hacía hasta que bajé la mirada. Mi camisa estaba mojada, sobre todo en la parte de mis pechos. La tela, al ser fina, se transparentó, haciendo que se note mi brasier.

   — Lo siento.

   — Deja de decir "lo siento", te hace más débil. Toma, no quiero que te resfríes —tras decir eso, se quita el saco y lo pone sobre mis hombros.

   — Gracias, ahora, ¿en qué parte del trabajo habíamos quedado? —Sonrío tratando de mostrarme preocupada por el trabajo cuando en realidad lo único que quería era llegar a mi casa y quitarme esta ropa mojada.

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